Ángeles Mastretta - Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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– Cordera y Medina son mis amigos.

– ¿Y yo qué? ¿No soy tu amigo? ¿Ve usted, diputado Puente? Así le pagan a uno -me miró y siguió. ¿No estás de acuerdo, Catalina? ¿Ya te convenció el artista de que a la izquierda unida jamás será vencida? Son un desastre las mujeres, uno se pasa la vida educándolas, explicándoles, y apenas pasa un loro junto a ellas le creen todo. Ésta, así come la ve, diputado, está segura de que el cabrón de Álvaro Cordera es un santo dispuesto a echar su suerte con los pobres de la tierra. Y lo ha visto tres veces, pero ya le creyó. Con tal de estar en contra de su marido. Porque ésa es su nueva moda. La hubieran conocido ustedes a los dieciséis años, entonces sí era una cosa linda, una esponja que lo escuchaba todo con atención, era incapaz de juzgar mal a su marido y de no estar en su cama a las tres de la mañana. Ah, las mujeres. No cabe duda que ya no son las mismas. Algo las perturbó. Ojalá y la suya se conserve como hasta ahora, diputado, ya no hay de ésas. Ahora hasta las que parecían más quietas respingan. Hay que ver a la mía.

Andrés me conocía tan bien que sonrió antes de dar un bocado de mole y después, con la boca llena, dijo:

– Cuando digo la mía me refiero a usted, señora De Ascencio. Lo demás son anécdotas, necesarias pero no imprescindibles.

– Este general tan claridoso -dijo el diputado Puente.

Carlos puso su mano sobre mi pierna bajo la mesa.

La comida fue eterna. Cuando llegaron las tortitas de Santa Clara y el café, sentí alivio. En un rato todo el mundo se iría a dormir la siesta. Andrés nunca quería saber de mí a esas horas, después de la segunda o tercera copa de coñac se levantaba, caminaba hasta la cocina, les daba las gracias a las muchachas y estuviera invitado quien estuviera él decía:

– Me disculpan, por favor. Tengo un trabajo privado que me urge terminar. Luego se iba a un cuarto de atrás que se oscurecía por completo a media tarde. Ahí dormía exactamente una hora y media. Despertaba listo para el dominó, al que yo tampoco era requerida, bastaba con organizar que hubiera suficiente café, mucho brandy y una charola con chocolates y podía yo desaparecer tranquilamente hasta la hora de la cena.

– ¿Vamos al zócalo? -le dije a Carlos.

– ¿En qué cuarto queda el zócalo? -contestó.

Nos estábamos riendo cuando Andrés volvió de su demagógico agradecimiento a las sirvientas y se paró atrás de mí. Puso sus manos sobre mis hombros y los oprimió.

– Ustedes nos disculpan. Tenemos un trabajo urgente -dijo.

– Yo quedé con los niños de ir al zócalo por un globo y a los Fuertes a trepar árboles -dije.

– Eres una madre ejemplar. Diles que los llevarás cuando empiece el dominó.

– Ay mamá -dijo Verania, cómo serás.

– Andrés, les prometí -dije.

– Me parece bien; el prometer no empobrece.

¿No has visto todo lo que yo prometo? Promételes que los llevas a las seis. Ahorita no puedes

– Aquí la esperamos, señora -dijo Carlos.

– ¿Nos vas a contar de tu papá? -le preguntó Checo.

– De lo que quieran -les dijo.

– No te tardes, ma.

– No, mi vida -contesté.

Andrés entró a nuestra recámara y cerró la puerta. Se sentó en la orilla de la cama, pidió que me sentara junto a él.

– ¿A dónde fueron? -preguntó.

– Ya sabes. Me mandas seguir y después me preguntas -le dije.

– Mandé al pendejo de Benito y los perdió cuando salieron de la iglesia. ¿Qué recado les pasó la vieja enrrebozada?

Me reí.

– Dijo que iba a sacarnos el demonio, nos bañó con agua bendita.

– Y les dio un recado de Medina.

– No, qué recado de Medina ni qué nada.

– Dice Benito que habló de un establo.

– No la oí.

– ¿Y tampoco oíste lo de las ánimas del purgatorio?

– Eso sí. Las llamó en una oración.

– ¿Qué decía la oración?

– No me acuerdo, Andrés. Creí que estaba loca. Llegó a echarnos de la casa de la virgen y no sé qué más pendejadas.

– Pues acuérdate.

– No me acuerdo. ¿Ya me puedo ir? ¿Quién nos va a seguir hoy en la tarde?

– Hoy en la tarde tú te vas a quedar en esta cama, con tu marido. Porque como espía eres una pendeja y como novia te está gustando el papel.

Me quité los zapatos. Subí los pies a la cama y enrosqué el cuerpo metiendo la cabeza entre las piernas. Suspiré.

– ¿Para qué quieres que me quede? ¿Para que me hagas el favor? Hace meses que no sé de ti.

– Te cae bien la distancia. Estás guapísima.

– ¿Y Conchita? -le pregunté.

– No hagas preguntas de mal gusto, Catalina -contestó.

– Son de cortesía. Me interesa saber cómo están de salud las mujeres con que te acuestas.

– Qué vulgar te has vuelto -dijo.

– ¿Desde cuándo nos vamos a volver finos? Esa ha de ser una maña que te pasó la sobrina de José Ibarra. Ellos siempre tan distinguidos. ¿La sigues teniendo en el rancho de Martínez de la Torre? Ya sé que le puso cortinas de terciopelo y muebles Luis XV para no sentirse perdida entre tanto indio. ¿Y qué hace cuando no estás ahí? ¿No se aburre? Seguro borda petit poa. Pobrecita. Ha de andar con sombrero de velito en la cara paseando entre peones y toros.

– Tuvo una hija.

– ¿La vas a traer?

– Ella no quiere.

– Tampoco las otras querían.

– Pero las otras no eran buenas madres y ésta sí. Quiere a la niña y me pidió que se la dejara para no estar tan sola.

– Por mí, mejor que no te pongas generoso. En mis rumbos ya sobran niños, no digamos adolescentes.

– No te quejes. Ya se va mi Lilia.

– ¿Tu Lilia? Ahora vienes a llamarla dulcemente mi Lilia. Se la han pasado gritándose desde que los conozco. Me quiere más a mí que soy su madrastra.

– No se pelea contigo, eso no quiere decir que te quiera -me dijo.

– Algo querrá decir. Me la trajiste cuando tenía diez años. Va a cumplir dieciséis.

– ¿Es tu hechura?

– Yo no hago a nadie. Yo los alimento y los oigo, lo demás es cosa suya. Aquí cada quien crece como puede: tus hijos, nuestros hijos, ¿a poco crees que yo educo a Checo?

– Lo mal educas, pero no te pongas filósofa, quítate el suéter, acuéstate aquí junto -dijo y me jaló hacia él. Te enflacó la cintura, ¿qué hiciste?

– El amor -le contesté.

– Majadera, no creas que me provocas. Sé que eres más fiel que una yegua fina. Ven para acá, te he tenido abandonada, ¿desde septiembre?

– No me acuerdo.

– Antes contabas los días.

Bostecé y estiré las piernas, me acomodé junto a él. Tenía yo puestos unos pantalones de pana y lo dejé acariciarlos.

– Es increíble lo bien que sigues estando. Con razón traes a Carlos hecho un pendejo.

– Carlos es mi amigo.

– También Conchita, Pilar y Victorina son mis amigas.

– Y las mamás de tus hijos.

– Porque así son las mujeres. No pueden coger sin tener hijos. ¿Tú no quieres tener hijos de Carlos?

– Tengo de sobra con los tuyos, y yo no cojo con Carlos.

– Ven para acá, condenada, repíteme eso -dijo poniendo su cara casi encima de la mía, tomándome de la barba para que yo le sostuviera la mirada.

– Yo no cojo con Carlos -dije mirándole a los ojos.

– Está bien saberlo -me contestó y se puso a besarme. Quítate la ropa. Qué trabajo cuesta que tú te quites la ropa -dijo tirando de mis pantalones. Lo dejé hacer. Pensé en Pepa diciendo: En el matrimonio hay un momento en que tienes que cerrar los ojos y rezar un Ave María. Cerré los ojos y me puse a recordar el campo.

– ¿No coges con Carlos? ¿Y qué estabas haciendo cuando te manchaste el cuerpo de amarillo?

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