Había en todo esto un error, un grave error. ¿Sabes cuál era? Era mi falta de identidad. Aunque ya era adulta, no me sentía segura de nada. No conseguía amarme, sentir estima de mí misma. Gracias a la sensibilidad sutil y oportunista que caracteriza a los niños, tu madre lo percibió casi en seguida: sintió que yo era débil, frágil, fácil de dominar. La imagen que se me ocurre cuando pienso en nuestra relación es la de un árbol y su planta parásita. El árbol es más viejo, más alto, hace tiempo que está allí y tiene raíces más hondas. La planta brota a sus pies en una sola estación, más que raíces tiene barbas, filamentos. Bajo cada filamento posee pequeñas ventosas con las que trepa por el tronco. Después de uno o dos años, ya la tenemos en lo alto de la copa. Mientras su huésped pierde las hojas, ella se mantiene verde. Sigue expandiéndose, enredándose, lo cubre por entero; el sol y el agua le llegan solamente a ella. Al llegar a este punto el árbol se seca y muere; queda allí tan sólo el tronco como mísero soporte de la planta trepadora.
Después de su trágica desaparición, durante años no pensé en ella. A veces me daba cuenta de que la había olvidado y me acusaba de crueldad. Tenía que cuidar de ti, es cierto, pero no creo que ésa fuese la verdadera razón, o tal vez lo era sólo parcialmente. La sensación de derrota era demasiado grande como para poder admitirla. Sólo durante los últimos años, cuando empezaste a alejarte, a buscar tu propio rumbo, el recuerdo de tu madre volvió a mi mente y empezó a obsesionarme. El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: «Estás equivocada del todo, estás haciendo una tontería.» Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. La indolencia no tenía nada que ver con esto. Los asuntos de que discutíamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar -mejor dicho, no actuar- era la actitud que me había enseñado mi madre. Para ser amada tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era. Ilaria era prepotente por naturaleza, tenía más carácter y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente habría tenido que indignarme, tratarla con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba.
¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera. Pero para ser fuertes hay que amarse a uno mismo; para amarse a uno mismo hay que conocerse a fondo, saberlo todo acerca de uno, incluso las cosas más ocultas, las que resulta más difícil aceptar. ¿Cómo se puede llevar a cabo semejante proceso mientras la vida te arrastra hacia delante con su estrépito? Puede hacerlo desde el comienzo solamente quien está provisto de extraordinarias dotes. A los mortales corrientes, a las personas como yo, como tu madre, no les queda otro destino que el de las ramas y los envases de plástico. Alguien -o el viento-, de pronto, te arroja a la corriente de un río: gracias a la materia de que estás hecha, en vez de hundirle, flotas; eso ya te parece una victoria y por lo tanto, inmediatamente, empiezas a viajar, te deslizas veloz según la dirección que te impone la corriente; de vez en cuando, a causa de alguna maraña de raíces o de alguna piedra, te ves obligada a detenerte; allí permaneces un tiempo, golpeada por las aguas agitadas; después el agua sube y te libera, avanzas nuevamente; cuando la corriente es tranquila te mantienes en la superficie, cuando hay rápidos el agua te sumerge; no sabes hacia dónde estás yendo ni te lo has preguntado nunca; en los trechos más tranquilos tienes ocasión de observar el paisaje, las riberas, los matorrales; más que los detalles, ves las formas, los colores, vas demasiado rápido para ver más; después, con el tiempo y los kilómetros, las riberas son cada vez más bajas, el río se ensancha, todavía tienes márgenes, pero por poco tiempo. «¿Adónde estoy yendo?», te preguntas entonces, y en ese momento se abre ante ti el mar.
Gran parte de mi vida ha sido así. Más que nadar, he manoteado desordenadamente. Con gestos inseguros y confusos, sin elegancia ni alegría, tan sólo he conseguido mantenerme a flote.
¿Por qué te escribo todo esto? ¿Qué significan estas confesiones, tan largas y excesivamente íntimas? Tal vez a estas alturas te hayas hartado, tal vez hayas vuelto una página tras otra bufando. Te habrás preguntado: ¿adónde quiere ir a parar, hacia dónde me lleva? Es cierto, a lo largo del discurso divago; en vez de tomar el camino principal, frecuentemente y de buen grado me meto por los senderos humildes. Da la sensación de que me he extraviado y acaso no se trata de una sensación: me he extraviado de veras. Pero éste es el camino que requiere eso que tú tanto buscas, el centro.
¿Te acuerdas de cuando te enseñaba a preparar crêpes? Cuando les haces dar la vuelta en el aire, te decía, tienes que pensar en cualquier cosa menos en el hecho de que han de volver a caer en la sartén. Si te concentras en su vuelo, puedes estar segura de que caerán apelotonadas o de que se chafarán directamente sobre los fogones. Es cómico, pero justamente la distracción es lo que nos permite llegar al centro de las cosas, a su corazón.
En este momento, en vez del corazón, es el estómago el que toma la palabra. Rezonga y tiene razón, porque, entre la crêpe y el viaje a lo largo del río, ha llegado la hora de cenar. Ahora tengo que dejarte pero antes de dejarte te envío otro odiado beso.
29 de noviembre
El ventarrón de ayer produjo una víctima. La encontré esta mañana durante mi paseo habitual por el jardín. Casi como si me lo hubiera sugerido mi ángel de la guarda, en vez de hacer como siempre la simple circunnavegación de la casa me dirigí hacia el fondo, donde antaño estaba el gallinero y ahora está el depósito del estiércol. Precisamente mientras bordeaba la tapia que nos separa de la familia de Walter divisé en el suelo algo de color oscuro. Podía ser una piña, pero no lo era porque, con intervalos más bien regulares, se movía. Yo había salido sin las gafas y sólo cuando me encontré a su lado me di cuenta de que se trataba de una joven mirla. Para cogerla casi corrí el riesgo de romperme un fémur. Cuando estaba a punto de cogerla, daba un saltito hacia adelante. De haber sido más joven la habría atrapado en menos de un segundo, pero ahora soy demasiado lenta para hacer eso. Por fin tuve una ocurrencia genial: me quité de la cabeza el pañuelo y se lo arrojé encima. Así, envuelta, la llevé a casa y la acomodé en una vieja caja de zapatos: metí dentro unos trapos viejos y en la tapa hice algunos agujeros, uno de ellos suficientemente grande como para que pueda asomar la cabeza.
Mientras escribo está aquí, ante mí, sobre la mesa. Todavía no le he dado de comer porque está demasiado agitada. Viéndola agitada, además, me agito yo también; su mirada asustada me causa desazón. Si en este momento viniera un hada, si apareciera deslumbrándome con su fulgor entre la nevera y la cocina económica, ¿sabes qué le pediría? Le pediría el Anillo del Rey Salomón, ese mágico intérprete que permite hablar con todos los animales del mundo. Podría entonces decirle a la mirla: «No te preocupes, polluela mía, es cierto que soy un ser humano, pero me animan las mejores intenciones. Me ocuparé de ti, te daré de comer y cuando recuperes la salud te dejaré emprender el vuelo.»
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