Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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En mi fuero interno, con toda mi voluntad, trataba de respetar los mandamientos que me habían enseñado. Lo hacía por ese natural sentido de conformismo propio de los niños, pero no solamente por eso: realmente estaba convencida de que era necesario ser buena, no mentir, no ser vanidosa. Pese a ello, siempre estaba a punto de caer. ¿Por qué? Por pequeñeces. Cuando llorando me dirigía a la madre superiora para preguntarle el motivo del enésimo desplazamiento, me contestaba: «Porque ayer llevabas en el pelo un lazo demasiado grande… Porque una compañera te oyó canturrear cuando salías del colegio… Porque no te lavaste las manos antes de sentarte a la mesa.» ¿Te das cuenta? Una vez más, mis culpas eran exteriores: idénticas, iguales a las que me imputaba mi madre. No se enseñaba la coherencia, sino el conformismo. Cierto día, al llegar al borde del barranco, estallé en llanto diciendo: «¡Pero yo amo a Jesús!» Entonces, la monja más próxima, ¿sabes qué dijo? «¡Ah! Además de desordenada eres también embustera. Si verdaderamente amases a Jesús mantendrías más ordenadas tus libretas.» Y ¡paf!, empujando con el índice, hizo caer mi ovejita al precipicio.

Creo que después de aquel episodio no dormí durante dos meses enteros. En cuanto cerraba los ojos, sentía que bajo mi espalda la tela del colchón se convertía en llamas y que unas voces horribles gruñían detrás de mí diciendo: «Aguarda, que ahora venimos a buscarte.» Naturalmente, nunca conté nada de todo esto a mis padres. Al verme pálida y nerviosa, mi madre decía: «La niña está agotada», y yo, sin rechistar, tragaba una tras otra las cucharadas de jarabe reconstituyente.

A saber cuántas personas sensibles e inteligentes se han alejado para siempre de los asuntos del espíritu gracias a episodios como ése. Cada vez que escucho que alguien dice que han sido hermosos los años de colegio, y que los añora, me quedo cortada. Para mí, aquel período fue uno de los más feos de mi existencia; más aún, acaso absolutamente el peor, por la sensación de impotencia que lo dominaba. A lo largo de toda la escuela primaria me debatí ferozmente entre la voluntad de conservarme fiel a lo que sentía dentro de mí y el deseo de adherirme, pese a que lo intuía como falso, a lo que los demás creían.

Es extraño, pero al evocar ahora las emociones de aquel periodo tengo la sensación de que mi gran crisis de crecimiento no se produjo, como siempre ocurre, en la adolescencia, sino justamente en aquellos años de infancia. A los doce, a los trece, a los catorce años, ya estaba en posesión de una triste estabilidad muy mía. Poco a poco las grandes preguntas metafísicas se habían alejado de mí para dejar espacio a fantasías nuevas e inocuas. Los domingos y fiestas de rigor iba a misa con mi madre y me arrodillaba con aire compungido, para recibir la hostia, pero mientras lo hacía estaba pensando en otras cosas. Ésa era tan sólo una de las pequeñas representaciones que había de interpretar para vivir tranquila. Por eso no te inscribí en la hora de educación religiosa, ni me arrepentí jamás de no haberlo hecho. Cuando, con tu curiosidad infantil, me planteabas preguntas sobre el tema, trataba de contestarte de una manera directa y serena, respetando el misterio que hay en cada uno de nosotros. Y cuando dejaste de hacerme preguntas, discretamente dejé de hablarte de ello. En estos asuntos no es posible empujar o tironear, de lo contrario ocurre lo mismo que pasa con los vendedores ambulantes: cuanto más proclaman las bondades de su producto, más se tiene 1a sospecha de que se trata de una estafa. Contigo sólo he tratado de no apagar lo que ya había. Por lo demás, he aguardado.

No creas, sin embargo, que mi camino fue tan simple; aunque a los cuatro años había intuido el aliento que envuelve las cosas, a los siete ya lo había olvidado. Durante los primeros tiempos, es cierto, todavía oía la música: hundida en lo más hondo, pero estaba. Parecía un torrente en la garganta de una montaña: si me quedaba quieta y prestaba atención, desde el borde del despeñadero lograba percibir su rumor. Más tarde el torrente se convirtió en un viejo aparato de radio, un aparato que está a punto de romperse. Por un instante la melodía estallaba con demasiada fuerza; al instante siguiente había desaparecido por completo.

Mi padre y mi madre no perdían ocasión de echarme en cara mi hábito cantarín. Cierta vez, durante la comida, incluso me tocó una bofetada -mi primera bofetada- porque se me había escapado un tarareo. «En la mesa no se canta», había tronado mi padre. «Y no se ha de cantar si no se es cantante», había añadido mi madre. Yo lloraba y repetía entre lágrimas: «Pero a mí me canta dentro.» Para mis padres era absolutamente incomprensible cualquier cosa que se apartase del mundo concreto de la materia. ¿Cómo podía entonces conservar mi música? Me hubiera hecho falta por lo menos el destino de un santo. Y el mío, en cambio, era el cruel destino de la normalidad.

Poco a poco desapareció la música, y con ella la sensación de honda alegría que me había acompañado durante los primeros años. La alegría, ¿sabes?, es justamente lo que más he añorado. Posteriormente, seguro que sí, incluso he sido feliz; pero la felicidad es, respecto a la alegría, como una lámpara eléctrica respecto al sol. La felicidad siempre tiene un objeto, somos felices por algo, es un sentimiento cuya existencia depende de lo exterior. La alegría, en cambio, no tiene objeto. Te posee sin ningún motivo aparente, en su esencia se parece al sol arde gracias a la combustión de su propio corazón.

A lo largo de los años me he abandonado a mí misma, a la parte más profunda de mí, para convertirme en otra persona, la que mis padres confiaban que llegase a ser. He dejado mi personalidad para adquirir un carácter. El carácter, ya tendrás ocasión de comprobarlo, es mucho más apreciado en el mundo que la personalidad.

Pero carácter y personalidad, contrariamente a lo que se suele creer, no se acompañan; es más, la mayor parte de las veces se excluyen de manera perentoria el uno al otro. Mi madre, por ejemplo, tenía un carácter fuerte, estaba segura de cada uno de sus actos y no había nada, absolutamente nada, que pudiese quebrar esa seguridad suya. Yo era exactamente todo lo contrario. En la vida cotidiana no había ni una sola cosa que me causara entusiasmo. Ante cada elección titubeaba, vacilaba tanto que, al final, quien estaba a mi lado se impacientaba y decidía por mí.

No creas que fue un proceso natural abandonar la personalidad para fingir un carácter. Algo en el fondo de mí seguía rebelándose: una parte quería seguir siendo yo misma, en tanto que la obra, para ser querida, debía adaptarse a las exigencias del mundo. ¡Qué dura batalla! Detestaba a mi madre, a esa manera suya superficial y vacía de actuar. La detestaba y, sin embargo, lentamente y contra mi voluntad, me estaba volviendo precisamente como ella. Ésta es la extorsión grande y terrible de la educación, a la que es casi imposible sustraerse. Ningún niño puede vivir sin amor. Por eso nos acomodamos al modelo que se nos impone, incluso si no lo encontramos justo. El efecto de este mecanismo no desaparece con la edad adulta. Cuando eres madre vuelve a aflorar sin que tú te des cuenta o lo quieras, vuelve a condicionar tus acciones. De tal suerte yo, cuando nació tu madre, estaba absolutamente segura de que me comportaría de diferente manera. Efectivamente, así lo hice, pero esa diversidad era toda superficial, falsa. A fin de no imponerle a tu madre un modelo, tal como me lo habían impuesto anticipadamente a mí, siempre le dejé la libertad de escoger; quería que se sintiese aprobada en todos sus actos, no hacía más que repetirle: «Somos dos personas diferentes y en la diversidad tenemos que respetarnos.»

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