Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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La idea del destino es un pensamiento que aparece con la edad. Cuando se tienen los años que tienes tú, generalmente no se piensa en ello, todo lo que ocurre se ve como fruto de la propia voluntad. Te sientes como un obrero que, poniendo una piedra tras otra, construye ante sí el camino que habrá de recorrer. Sólo mucho más adelante te das cuenta de que el camino ya está hecho, alguien lo ha trazado para ti, y todo lo que puedes hacer es avanzar. Es un descubrimiento que habitualmente se produce hacia los cuarenta años: entonces empiezas a intuir que las cosas no dependen solamente de ti. Es un momento peligroso durante el cual no es raro resbalar hacia un fatalismo claustrofóbico. Para ver el destino en toda su realidad has de dejar que transcurran algunos años más. Hacía los sesenta, cuando el camino a tus espaldas es más largo que el que tienes delante, ves una cosa que antes nunca habías visto: el camino que has recorrido no era recto, sino que estaba lleno de bifurcaciones, a cada paso había una flecha que señalaba una dirección diferente; a cierta altura se abría un sendero, en otro sitio una senda herbosa que se perdía en los bosques. Cogiste alguno de esos desvíos sin darte cuenta, otros ni siquiera los viste; no sabes adónde te habrían llevado los que dejaste de lado, si a un sitio mejor o peor; no lo sabes, pero igualmente sientes añoranza. Podías haber hecho algo y no lo has hecho, has vuelto hacia atrás en vez de avanzar. Como el juego de la oca, ¿te acuerdas? La vida se desarrolla más o menos de la misma manera.

A lo largo de los cruces de tu camino te encuentras con otras vidas: conocerlas o no conocerlas, vivirlas a fondo o dejarlas correr es asunto que sólo depende de la elección que efectúas en un instante. Aunque no lo sepas, en pasar de largo o desviarte a menudo está en juego tu existencia, y la de quien está a tu lado.

22 de noviembre

Esta noche ha cambiado el tiempo; llegó el viento del este y en pocas horas barrió todas las nubes. Antes de sentarme a escribir he dado un paseo por el jardín. La bora [1] todavía soplaba con fuerza, se metía bajo las ropas. Buck estaba eufórico, quería jugar, trotaba a mi lado con una piña en la boca. Reuniendo mis pocas fuerzas conseguí arrojársela solamente una vez: fue un vuelo brevísimo, pero él se quedó contento lo mismo. Tras haber controlado las condiciones de salud de tu rosa, fui a saludar al nogal y al cerezo, mis árboles predilectos.

¿Recuerdas cómo me tomabas el pelo cuando me veías inmóvil acariciando sus troncos? «¿Qué estás haciendo? -me decías-. No se trata del lomo de un caballo.» Después, cuando te hacía notar que tocar un árbol no es distinto a tocar cualquier otro ser viviente, y que hasta es mejor, te encogías de hombros y te marchabas irritada. ¿Que por qué es mejor? Porque si le rasco la cabeza a por ejemplo, sí, claro, siento algo cálido, vibrante, pero en ese algo siempre hay debajo una sutil agitación. Es la hora de la comida, que está demasiado cerca o demasiado lejos, es la nostalgia ti, o incluso sólo el recuerdo de un mal sueño. ¿Entiendes? En el perro, como en el hombre, hay demasiados pensamientos, demasiadas exigencias. El logro de la quietud y de la felicidad nunca depende solamente de él.

En el árbol, en cambio, el asunto es diferente. Desde que brota hasta que muere, siempre está inmóvil en el mismo sitio. Con las raíces se acerca al corazón de la tierra más que cualquier otra cosa, por su copa es lo que más cerca está del cielo. Por su interior la savia corre de abajo arriba, de arriba abajo. Se extiende y se retrae según la luz del día. Espera la luz del sol, espera la lluvia, espera una estación y después la otra, espera la muerte. Ninguna de las cosas que le permiten vivir depende de su voluntad. Existe y basta. ¿Entiendes ahora por qué es hermoso acariciarlos? Por la solidez, por su aliento tan prolongado, tan sosegado, tan profundo. En algún sitio de la Biblia se dice que Dios tiene amplias narices. Incluso si es un poco irreverente, cada vez que trato de imaginar la apariencia del Ser Divino, viene a mi mente la forma de una encina. Había una en la casa de mi niñez. Era tan gran que para abrazarla hacían falta dos personas. Desde que tenía cuatro o cinco años me gustaba ir a contemplarla. Allí me quedaba, sentía la humedad de la hierba bajo mi trasero, el viento fresco entre los pelos y sobre la cara. Respiraba, y sabía que existía un orden superior de las cosas, y que en ese orden yo estaba incluida junto con todo lo que veía. Aunque no conocía la música, algo cantaba en mi interior. No sabría decirte de qué clase de melodía se trataba, no había un estribillo preciso ni un desarrollo. Era, más bien, como si un fuelle resoplara con un ritmo regular y poderoso en la zona próxima a mi corazón, expandiéndose por el interior de todo el cuerpo y por la mente, y emitiendo una gran luz, una luz de doble naturaleza: la suya, de luz, y la musical. Me sentía feliz por existir y, además de esta felicidad, para mí no había otra cosa.

Te podrá parecer extraño o excesivo que un niño pueda intuir cosas de este tipo. Lamentablemente, estamos acostumbrados a considerar la infancia como un período de ceguera, de carencia, no como una etapa en la que hay más riqueza. Sin embargo, sería suficiente mirar con atención los ojos de un recién nacido para darse cuenta de que verdaderamente es así. ¿Lo has hecho alguna vez? Pruébalo cuando te llegue la ocasión. Despeja de prejuicios tu mente y obsérvalo. ¿Cómo es su mirada? ¿Vacía, inconsciente? ¿O acaso antigua, lejanísima, sabia? Los niños llevan en sí naturalmente un aliento más grande, somos los adultos los que lo hemos perdido y no sabemos aceptarlo. A los cuatro o cinco años yo nada sabía de religión, de Dios, de todos los jaleos que los hombres han montado hablando de esas cosas.

¿Sabes? Cuando hubo que decidir si cursabas o no las horas de religión en la escuela, estuve largo tiempo indecisa sobre lo que correspondía hacer. Por un lado, recordaba qué catastrófico había sido mi encuentro con los dogmas; por el otro, estaba absolutamente segura de que en la educación, además de ocuparse de la mente, era necesario ocuparse también del espíritu. La solución llegó por su cuenta, el mismísimo día en que murió tu primer hámster. Lo sostenías en la mano y me mirabas perpleja. «¿Dónde está ahora?», me preguntaste. Te contesté repitiendo tu pregunta: «En tu opinión, ¿dónde está ahora?» ¿Recuerdas lo que me contestaste? «Está en dos sitios: un poco está aquí, otro poco entre las nubes.» Esa misma tarde lo enterramos con un pequeño funeral. Arrodillada ante el diminuto túmulo rezaste tu oración: «Que seas feliz, Tony. Algún día volveremos a vernos.»

Tal vez nunca te lo había dicho, pero mis primeros cinco años de colegio los hice con las monjas, en el Instituto del Sagrado Corazón. Eso, puedes creerme, no fue un daño desdeñable para mi mente ya tan bailarina. A la entrada del colegio, las monjas tenían puesto durante todo el año un gran pesebre. Estaba Jesús en el establo con el padre, la madre, el buey, el asno, y alrededor montañas y barrancos de cartón piedra poblados tan sólo por un rebaño de ovejitas. Cada ovejita era una alumna y, según su conducta durante la jornada, la alejaban o la acercaban al establo de Jesús. Todas las mañanas, antes de ir a clase, pasábamos por delante y al pasar nos veíamos obligadas a considerar nuestra posición. En el lado más alejado del establo había un barranco profundísimo y allí era donde estaban las más malas, con dos patitas ya suspendidas sobre el vacío. Entre los seis y los diez años viví condicionada por los pasos que daba mi corderito. Inútil que te diga que casi nunca se movió del borde del precipicio.

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