Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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¿Indelicadeza? ¿Superficialidad? ¿Sadismo? ¿Qué había en aquella respuesta? En el momento exacto en que escuché esas palabras, algo se rompió en mi interior. Empecé a no conciliar el sueño por las noches, de día era suficiente una nimiedad para hacerme estallar en llanto. Al cabo de un par de meses llamaron al pediatra. «La niña tiene agotamiento.» dijo, y me suministró aceite de hígado de bacalao. Nadie me preguntó nunca por qué no dormía ni por qué llevaba siempre conmigo la pelotita mordisqueada de Argo .

A ese episodio le atribuyo el comienzo de mi edad adulta. ¿A los seis años? Pues sí, exactamente a los seis años. Argo se había marchado porque yo había sido mala; por lo tanto, mi conducta influía sobre lo que me rodeaba. Influía haciendo desaparecer, destruyendo.

A partir de aquel momento, mis acciones no fueron jamás neutras, finalidades en sí mismas, con el terror de volver a equivocarme las reduje paulatinamente al mínimo, me volví apática, vacilante. Por las noches apretaba entre mis manos la pelota y llorando decía: « Argo , por favor, regresa- aunque me haya equivocado te quiero más que a nadie.» Cuando mi padre trajo a casa otro cachorro, no quise ni mirarlo. Para mí era, y tenía que seguir siendo, un perfecto extraño.

En la educación de los niños imperaba la hipocresía. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión, paseando con mi padre cerca de un seto, había encontrado un petirrojo tieso. Sin temor alguno lo había recogido y se lo había mostrado. «Deja eso -había gritado él en seguida-, ¿no ves que está durmiendo?» La muerte, como el amor, era un tema que había que evitar. ¿No habría sido mil veces preferible que me hubiesen dicho que Argo había muerto? Mi padre hubiera podido cogerme en brazos y decirme: «Lo he matado yo porque estaba enfermo y sufría. Allá donde se encuentra ahora es mucho más feliz.» Seguramente habría llorado más, me habría desesperado, durante meses y meses habría ido al sitio donde estaba enterrado y le habría hablado largamente a través de la tierra. Después, poco a poco, habría empezado a olvidarme de él, me habrían interesado otras cosas, hubiera tenido otras pasiones y Argo se habría deslizado hacia el fondo de mis pensamientos como un recuerdo, un hermoso recuerdo de la infancia. De esa forma, en cambio, Argo se convirtió en un pequeño muerto que cargaba en mi interior.

Por eso digo que a los seis años era ya mayor, porque en lugar de alegría lo que tenía era ansiedad y en vez de curiosidad, indiferencia. ¿Eran mi padre y mi madre unos monstruos? No, en absoluto; para aquellos tiempos eran unas personas absolutamente normales.

Sólo al llegar a vieja mi madre empezó a contarme algo de su infancia. Su madre había muerto cuando ella era todavía niña; antes que a ella había dado a luz un varón que había muerto a los tres años de pulmonía. Ella había sido concebida inmediatamente después y no sólo había tenido la desdicha de nacer hembra, sino que además nació el mismo día en que había muerto su hermano. Para recordar esa triste coincidencia, desde que era una lactante la habían ataviado con colores de luto. Sobre su cuna campeaba un gran retrato al óleo de su hermano. Servía para que tuviera presente, tan pronto abría los ojos, que era solamente un reemplazo, una desteñida copia de alguien mejor. ¿Comprendes? ¿Cómo culparla entonces por su frialdad, por sus elecciones equivocadas, por esa manera suya de estar lejos de todo? Hasta los monos, si se crían en un laboratorio aséptico en vez de criarse con su verdadera madre, al poco tiempo se vuelven tristes y se dejan morir. Y si nos remontásemos más allá todavía, para ver a su madre y a la madre de su madre, a saber qué otras cosas encontraríamos.

Habitualmente la desdicha sigue la línea femenina. Al igual que ciertas anomalías genéticas, va pasando de madre a hija. Al pasar, en vez de atenuarse, se va volviendo cada vez más inextirpable y profunda. En aquel entonces, para los hombres era muy diferente: tenían la profesión, la política, la guerra; su energía podía salir fuera, expandirse. Nosotras no. Nosotras, a lo largo de generaciones y generaciones, hemos frecuentado tan sólo el dormitorio, la cocina, el cuarto de baño; hemos llevado a cabo miles y miles de pasos, de gestos, llevando a cuestas el mismo rencor, la misma insatisfacción. ¿Que me he vuelto feminista? No, no temas: sólo trato de mirar con lucidez lo que hay detrás.

– Te acuerdas cuando íbamos, la noche del 15 de agosto, a mirar los fuegos de artificio que disparaban desde el mar? Entre todos ellos había, de vez en cuando, alguno que aunque estallaba no lograba elevarse hacia el cielo. Pues cuando pienso en la vida de mi madre, en la de mi abuela, cuando pienso en muchas vidas de personas que conozco, en mi mente aparece justamente esa imagen: fuegos que implosionan en vez de ascender hacia lo alto.

21 de noviembre

He leído en alguna parte que Manzoni, mientras estaba escribiendo Los novios, se levantaba contento todas las mañanas porque iba a encontrarse de nuevo con sus personajes. De mí no puedo decir lo mismo. Aunque hayan transcurrido muchos años, no me da el menor placer hablar de mi familia: en mi memoria, mi madre se ha mantenido inmóvil y hostil como un jenízaro. Esta mañana, a fin de airear un poco mis sentimientos hacia ella, mis recuerdos, me fui a dar un garbeo por el jardín. Había llovido durante la noche. Hacia occidente el cielo estaba claro, mientras que detrás de la casa aún se cernían unos nubarrones violetas. Antes de que empezara a llover otra vez volví a entrar en la casa. Poco después se produjo el temporal. Había en la casa tal oscuridad que tuve que encender las luces. Desconecté la televisión y la nevera para que los rayos no las estropeasen; cogí después la linterna, me la metí en el bolsillo y me vine a la cocina para cumplir con nuestro encuentro cotidiano.

Sin embargo, apenas me hube sentado, me di cuenta de que todavía no estaba preparada: tal vez había demasiada electricidad en el aire; mis pensamientos iban de un lado a otro como si fuesen chispas. Entonces me puse de pie y, seguida por el impávido Buck , me puse a dar vueltas por la casa sin una meta precisa. Fui a la habitación en que había dormido con tu abuelo, después a mi actual dormitorio -que antaño había sido de tu madre-, después al comedor, que no se utiliza desde hace mucho tiempo, y por último a tu habitación. Al pasar de un cuarto al otro, recordé la impresión que me había producido la casa la primera vez que puse los pies en ella: no me había gustado nada. No la había escogido yo, sino Augusto, mi marido, que además la había escogido a toda prisa. Necesitábamos un sitio donde establecernos y la espera no se podía prolongar más. Dado que era bastante grande y tenía jardín, le había parecido que esa casa satisfacía todas nuestras exigencias. Desde el momento de abrir la cancela, me pareció de mal gusto, mejor dicho, de pésimo gusto; en los colores y en las formas, no había ni un solo fragmento que armonizase con los demás. Vista desde un lado parecía un chalet suizo; desde el lado contrario, con su gran ventanilla central y la fachada de tejado escalonado, podía ser una de esas casas holandesas que se asoman a los canales. Si mirabas desde lejos sus siete chimeneas de formas diferentes, te dabas cuenta de que el único sitio en que podía existir era en un cuento de hadas. Había sido construida en los años veinte, pero no había ni un solo detalle que pudiera relacionarla con las casas de aquella época. Me inquietaba el hecho de que no tuviese una identidad propia y tardé muchos años en acostumbrarme a la idea de que era mía, de que la existencia de mi familia coincidía con sus paredes.

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