Justamente mientras estaba en tu habitación, un rayo cayó más cerca que los otros e hizo saltar los fusibles. En vez de encender la linterna, me tendí en la cama. Fuera la lluvia caía con fuerza, el viento soplaba a ráfagas y dentro se oían diferentes sonidos: crujidos, pequeños golpes, los ruidos de la madera que se acomoda. Con los ojos cerrados, durante un instante la casa me pareció un navío, un gran velero que avanzaba a través del prado. El temporal se aplacó hacia la hora de la comida y a través de la ventana de tu habitación vi que se habían desgajado dos gruesas ramas del nogal.
Ahora estoy nuevamente en la cocina, en mi puesto de batalla: he comido y he lavado los pocos platos que he ensuciado. Buck duerme a mis pies, postrado por las emociones de esta mañana. A medida que pasan los años, las tormentas, lo sumen cada vez más en un estado de terror del que le cuesta recobrarse.
En los libros que compré cuando tú ibas al parvulario encontré una frase que decía que la elección de la familia en la que a uno le toca nacer está guiada por el ciclo de las existencias. Una tiene cierto padre y cierta madre porque sólo ese padre y esa madre le permitirán entender algo más, avanzar un pequeño, un pequeñísimo paso. Pero si así fuera, me había preguntado entonces, ¿por qué nos quedamos inmóviles durante tantas generaciones? ¿Por qué en vez de avanzar retrocedemos?
Hace poco, en el suplemento científico de un periódico he leído que tal vez la evolución no funciona como siempre hemos pensado que funciona. Según las últimas teorías, los cambios no se producen de una manera gradual. La pata más larga, el pico con una forma diferente para poder explorar otros recursos, no se forman poco a poco, milímetro a milímetro, generación tras generación. No. Aparecen repentinamente: de madre a hijo todo cambia, todo es diferente. Para confirmarlo tenemos los restos de esqueletos, mandíbulas, pezuñas, cráneos con dientes diferentes. De muchas especies jamás se han hallado formas intermedias. El abuelo es de una manera y el nieto de otra, entre una y otra generación se ha producido un salto. ¿Y si se diera lo mismo en la vida interior de las personas?
Los cambios se acumulan imperceptiblemente, poco a poco, y al llegar a cierto punto estallan. Repentinamente una persona rompe el círculo, decide ser diferente. Destino, herencia, educación, ¿dónde empieza una cosa y dónde termina la otra? Si te detienes a reflexionar, aunque sea un solo instante, casi en seguida te asalta un gran miedo ante el misterio que todo esto encierra.
Poco antes de casarme, la hermana de mi padre -la amiga de los espíritus- había encargado a un amigo suyo, astrólogo, que me hiciera mi horóscopo. Un día se me plantó con un papel en la mano y me dijo: «Mira, éste es tu futuro.» Había en esa hoja un dibujo geométrico, las líneas que unían entre sí los signos de los planetas formaban muchos ángulos. Apenas lo vi, recuerdo haber pensado que ahí dentro no había armonía ni continuidad, sino una sucesión de saltos, de giros tan bruscos que parecían caídas. Detrás, el astrólogo había escrito: «Un camino difícil. Tendrás que armarte de todas las virtudes para recorrerlo hasta el final.»
Aquello me causó un fuerte impacto. Hasta ese momento mi vida me había parecido muy trivial: claro que había tenido dificultades, pero me habían parecido dificultades insignificantes, más que abismos eran simples encrespamientos de la juventud. Pero incluso cuando más tarde me hice esposa y madre, viuda y abuela, jamás me aparté de esa aparente normalidad. El único acontecimiento extraordinario, si es que se puede llamar así, fue la trágica desaparición de tu madre. Sin embargo, bien mirado, en el fondo aquel cuadro de las estrellas no mentía: detrás de la superficie sólida y lineal, detrás de mi rutina cotidiana de mujer burguesa, había en realidad un movimiento constante que estaba hecho de pequeñas ascensiones , de desgarramientos, de oscuridades repentinas y de abismos profundísimos. A lo largo de mi vida la desesperación me ha embargado con frecuencia, me he sentido como esos soldados que marcan el paso manteniéndose quietos en el mismo sitio. Cambiaban los tiempos, cambiaban las personas, todo a mi alrededor cambiaba y yo tenía la sensación de estar siempre quieta.
La muerte de tu madre dio un golpe de gracia a la monotonía de esa marcha. La idea que tenía de mí misma, ya de por sí modesta, se derrumbó en un solo instante. Si hasta ahora, decía para mis adentros, he avanzado uno o dos pasos, de pronto, he retrocedido, he alcanzado el punto más bajo de mi trayecto. En aquellos días temí no resistir más, me parecía que esa mínima cantidad de cosas que había entendido hasta entonces había sido borrada de un solo golpe. Por suerte no pude abandonarme a ese estado depresivo, la vida proseguía con sus exigencias.
La vida eras tú: llegaste, pequeña, indefensa, sin tener a nadie más en el mundo, invadiste esta casa silenciosa y triste con tus risas repentinas, con tus llantos. Mirando tu cabezota de niña oscilar entre la mesa y el sofá, recuerdo haber pensado que no estaba todo perdido. El azar, con su imprevisible generosidad, me había ofrecido una ocasión más.
El Azar. En cierta ocasión, el marido de la señora Morpurgo me dijo que en la lengua hebraica esa palabra no existe: para indicar algo que se refiere a la casualidad se ven obligados a utilizar la palabra «azar», que es de origen árabe. Es cómico, ¿no crees? Cómico, pero también tranquilizador: donde hay Dios, no hay sitio para el azar, ni siquiera para el humilde vocablo que lo representa. Todo está ordenado y regulado desde las alturas, cada cosa que te ocurre, te ocurre porque tiene un sentido. He experimentado siempre una gran envidia por quienes abrazan esa visión del mundo sin vacilaciones, por su elección de la levedad. Por lo que a mí respecta, con toda mi buena voluntad no he logrado hacerla mía más de un par de días seguidos; delante del horror, delante de la injusticia, siempre he retrocedido: en vez de justificarlos con gratitud, siempre nació en mi interior un sentimiento muy grande de rebeldía.
Ahora, de todas maneras, me preparo para realizar una acción realmente azarosa, enviarte un beso. Cuánto los detestas, ¿eh? Rebotan en tu coraza como pelotas de tenis. Pero no tiene la menor importancia, te guste o no te guste igualmente te envío un beso. No puedes hacer nada porque en este momento, transparente y ligero, ya está volando sobre el océano.
Estoy fatigada. He releído lo que he escrito hasta ahora con cierta ansiedad. ¿Comprenderás algo? Muchas cosas se agolpan en mi cabeza, para salir se dan empellones entre sí, como las señoras frente a los saldos de temporada. Cuando razono nunca consigo mantener un método, un hilo conductor que con sentido lógico lleve desde el principio hasta el final. Quién sabe, a veces pienso que se debe al hecho de que nunca fui a la universidad. He leído muchos libros, he sentido curiosidad por muchas cosas, pero siempre con un pensamiento puesto en los pañales, otro en los hornillos, otro en los sentimientos. Un botánico, si pasea por una pradera escoge las flores con un orden preciso, sabe qué es lo que le interesa y qué es lo que no le interesa en lo más mínimo; decide, descarta, establece relaciones. Pero si el que pasea por la pradera es un excursionista, escoge las flores de manera muy distinta: una porque es amarilla, otra porque es azul, una tercera porque es perfumada, la cuarta porque está al borde del sendero. Creo que mi relación con el saber ha sido justamente así. Tu madre siempre me lo echaba en cara. Cuando discutíamos yo siempre sucumbía en seguida. «Careces de dialéctica -me decía-. Como todos los burgueses, no sabes defender lo que piensas.»
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