Pero volvamos a lo nuestro. Ayer nos dejamos cuando estábamos en la cocina con mi prosaica parábola dé la crêpe. Casi seguro que te habrá irritado. Cuando somos jóvenes siempre pensamos que las cosas grandes, para ser descritas, requieren palabras aún más grandes, altisonantes. Poco antes de marcharte me dejaste bajo la almohada una carta en la que tratabas de explicarme tu incomodidad, tu desazón. Ahora que estás lejos puedo decirte que, aparte de la sensación de desazón justamente, no he entendido lo que se dice nada de esa carta. Todo era tan retorcido, tan oscuro… Yo soy una persona simple, pertenezco a una época diferente de la tuya: si algo es blanco, yo digo que es blanco; si es negro, que es negro. La resolución de los problemas proviene de la experiencia cotidiana, del hecho de ver las cosas como verdaderamente son y no como deberían ser según otros. En el momento en que empezamos a arrojar el lastre, a eliminar lo que no nos pertenece, lo que proviene del exterior, es cuando ya estamos bien encaminados. Muchas veces me parece que tus lecturas te confunden en vez de ayudarte, que dejan en torno a ti una nube oscura, como la que las sepias dejan cuando se dan a la fuga.
Antes de tomar la decisión de marcharte me habías planteado una alternativa. «O me voy al extranjero un año, o empiezo a ir a la consulta de un psicoanalista.» Mi reacción fue dura, ¿te acuerdas? «Puedes marcharte incluso tres años -te dije- pero al psicoanalista no irás ni una vez; no te permitiría hacerlo, ni siquiera si lo pagases tú.» Te impresionó mucho esa reacción mía tan extremada. En el fondo, al proponerme lo del psicoanalista creías estar proponiéndome un mal menor. Aunque no protestaste, me imagino que pensarías que era demasiado vieja para entender estas cosas, o que estaba demasiado poco informada. Te equivocas. Yo ya había oído hablar de Freud cuando era niña. Uno de los hermanos de mi padre era médico y, habiendo estudiado en Viena, muy pronto entró en contacto con sus teorías. Las abrazó con entusiasmo, y cada vez que venía a casa a comer trataba de convencer a mis padres de su eficacia. «Nunca me harás creer que si sueño que como spaghetti es porque tengo miedo a la muerte -tronaba mi madre-. Si sueño con spaghetti quiere decir sólo una cosa, que tengo hambre.» De nada valían los intentos de mi tío, que trataba de explicarle que esa tozudez suya dependía de una inhibición, que su terror ante la muerte era inequívoco, porque los spaghetti no eran otra cosa que gusanos, y en gusanos nos convertiríamos todos algún día. ¿Sabes qué hacía entonces mi madre? Tras un instante de silencio, espetaba con su voz de soprano: «Entonces, ¿y si sueño con macarrones?»
Pero mis encuentros con el psicoanálisis no se agotan en esta anécdota infantil. Tu madre se puso en manos de un psicoanalista, o presunto psicoanalista, durante casi diez años; cuando murió, todavía acudía a su consulta; por lo tanto, aunque indirectamente, tuve ocasión de seguir día a día todo el desarrollo de esa relación. Al principio, a decir verdad, no me contaba nada acerca de esas cosas, ya sabes que están cubiertas por el secreto profesional. Pero lo que en seguida me llamó la atención, y en sentido negativo, fue la inmediata y total sensación de dependencia. Transcurrido apenas un mes, ya toda su vida orbitaba alrededor de esa cita, alrededor de lo que ocurría durante esa hora entre aquel señor y ella. Celos, dirás. Tal vez, incluso es posible, pero no era lo principal; lo que me angustiaba, más bien, era el desagrado de verla esclavizada por una nueva dependencia: primero había sido la política, ahora la relación con ese señor. Ilaria lo había conocido durante su último año de estadía en Padua y, efectivamente, iba a Padua todas las semanas. Cuando me comunicó esa nueva actividad suya yo me quedé algo perpleja y le dije: «¿Realmente crees que es necesario ir hasta allá para encontrar un buen médico?»
Por una parte, su decisión de recurrir a un médico para salir de su estado de crisis permanente me daba una sensación de alivio. En el fondo, decía para mis adentros, si Ilaria había decidido pedir ayuda a alguien, se trataba ya de un paso adelante; pero, por otra parte, conociendo su fragilidad, me sentía ansiosa a causa de la elección de la persona en cuyas manos se había puesto. Entrar en la cabeza de otra persona es siempre un asunto extremadamente delicado. «¿Cómo lo has conocido? -le preguntaba entonces-. ¿Alguien te lo ha recomendado?» Pero ella se encogía de hombros como única respuesta. «¿Qué quieres entender?», decía, truncando la frase con un silencio de suficiencia.
Aunque en Trieste vivía en su propia casa, por su cuenta, teníamos la costumbre de vernos a la hora de la comida por lo menos una vez por semana. En tales ocasiones, desde el comienzo de la terapia nuestros diálogos habían sido de una gran superficialidad deliberada. Hablábamos de las cosas que habían ocurrido en la ciudad, del tiempo; si hacía buen tiempo y en la ciudad no había pasado nada, no hablábamos apenas.
Pero ya desde su tercer o cuarto viaje a Padua me percaté de un cambio. En vez de hablar ambas de naderías, era ella la que me interrogaba: quería saberlo todo acerca del pasado, de mí, de su padre, de nuestras relaciones. No había afecto en sus preguntas, ni curiosidad: el tono era el de un interrogatorio; repetía varias veces la pregunta, insistiendo sobre insignificantes detalles, insinuaba dudas sobre episodios que ella misma había vivido y recordaba perfectamente; en esas circunstancias no me parecía estar hablando con mi hija, sino con un comisario que a toda costa quería hacerme confesar un delito. Cierto día, impacientándome, le dije: «Habla claro, dime solamente adónde quieres llegar.» Me miró con una mirada levemente irónica, cogió un tenedor, golpeó con él la copa, y cuando la copa resonó cling , dijo: «Tan sólo a un sitio, al final del recorrido. Quiero saber cuándo y por qué tú y tu marido me despuntasteis las alas.»
Aquel almuerzo fue el último en el que le permití someterme a ese fuego graneado de preguntas; a la semana siguiente, por teléfono, le dije que podía venir a casa pero con una condición: que entre nosotras hubiese un diálogo, no un proceso.
¿Tenía motivos para tener miedo? Claro, claro que los tenía, había muchas cosas de las que hubiera tenido que hablar con Ilaria, pero no me parecía justo ni sano desvelar asuntos tan delicados bajo la presión de un interrogatorio; si le hubiera seguido el juego, en vez de inaugurar una relación nueva entre personas adultas, yo habría sido solamente y para siempre culpable y ella para siempre víctima, sin posibilidad de rescate.
Volví a hablar con ella de su terapia pocos meses después. A esas alturas llevaba a cabo con su doctor unos retiros que duraban el fin de semana entero; había adelgazado mucho y en lo que discurría había como un desvarío que nunca le había oído antes. Le conté lo del hermano de su abuelo, lo de sus primeros contactos con el psicoanálisis, y después, como si tal cosa, le pregunté: «¿A qué escuela pertenece tu psicoanalista?» «A ninguna -repuso ella-, o, mejor dicho, a una que ha fundado por su cuenta.»
A partir de ese momento, lo que hasta entonces había sido una simple ansiedad se convirtió en una preocupación auténtica y profunda. Conseguí enterarme del nombre del médico y tras una breve investigación también que no era médico ni mucho menos. Las esperanzas que al principio había alimentado acerca de los efectos de la terapia se derrumbaron de golpe. Naturalmente, no era la falta de titulación en sí misma lo que me hacía abrigar sospechas, sino que a esa falta de titulación se sumaba la comprobación de que las condiciones de Ilaria eran cada vez peores. Si el tratamiento hubiera sido válido, pensaba, tras una fase inicial de malestar hubiera tenido que producirse una de mayor bienestar; lentamente, entre dudas y recaídas, hubiera tenido que abrirse paso la toma de conciencia. En cambio, poco a poco Ilaria había dejado de interesarse por todo lo que la rodeaba. Hacía años que había terminado sus estudios y no se dedicaba a nada; se había alejado de los pocos amigos que tenía, su única actividad era escrutar, su actividad interior con la obsesividad de un entomólogo. El mundo entero orbitaba alrededor de lo que había soñado durante la noche, o alrededor de una frase que su padre o yo le habíamos dicho veinte años atrás. Ante este deterioro de su vida me sentía impotente por completo.
Читать дальше