Tan sólo tres veranos después se abrió un resquicio de esperanza durante algunas semanas. Poco después de Pascua le había propuesto que viajásemos juntas; con gran sorpresa mía, en vez de rechazar a priori la idea, Ilaria, levantando la mirada del plato, había dicho: «¿Y adónde podríamos ir?» «No sé -repuse-, adonde quieras, adonde se te ocurra.»
Esa misma tarde aguardamos con impaciencia a que abrieran las agencias de viajes. Durante semanas las recorrimos minuciosamente en busca de algo que nos agradase. Optamos al fin por Grecia -Creta y Santorini- para finales de mayo. Las cuestiones prácticas que habíamos de resolver antes de emprender el viaje nos unieron en una complicidad que nunca antes habíamos vivido. Ella estaba obsesionada con las maletas, con el terror de olvidar algo de fundamental importancia; a fin de tranquilizarla, le compré una pequeña libreta: «Apunta todo lo que te hace falta -le dije- y una vez metida cada cosa en la maleta, traza una señal al lado.»
Por las noches, en el momento de ir a acostarme, lamentaba no haber pensado antes que un viaje era una manera excelente de intentar volver a hilvanar la relación. El viernes antes del viaje, Ilaria me llamó por teléfono; su voz sonaba metálica. Creo que hablaba desde alguna cabina de la calle. «Tengo, que ir a Padua -me dijo-, a lo sumo regresaré el martes por la noche.» «¿Es realmente necesario?», pregunté; pero ya había colgado el auricular.
Hasta el jueves siguiente no tuve noticias de ella. A las dos sonó el teléfono. Su tono oscilaba entre la dureza y el pesar. «Lo siento -dijo-, pero no voy a viajar a Grecia.» Esperaba mi reacción, yo también la esperaba. Tras unos segundos, contesté: «Yo también lo siento mucho. De todas maneras, viajaré igualmente.» Percibió mi decepción y trató de justificarse. «Si viajo estaré huyendo de mí misma», susurró.
Como bien puedes imaginarte, fueron unas vacaciones tristísimas: me esforzaba por seguir a los guías, por interesarme en el paisaje, en la arqueología; en realidad no hacía otra cosa que pensar en tu madre, en la dirección que estaba tomando su vida.
Ilaria, me decía, es como un campesino que, tras haber sembrado la huerta y haber visto brotar las primeras plantitas, se ve asaltado por el temor de que algo pueda dañarlas. Entonces, para protegerlas de la intemperie, compra una buena pieza de plástico que resista el agua y el viento y la coloca sobre el cultivo; para mantener alejados los pulgones y las larvas, rocía las plantas con abundantes dosis de insecticida. El suyo es un trabajo sin descanso, no hay momento del día o de la noche en que no piense en su huerta y en la manera de defenderla. Después, una mañana, al levantar el plástico, tiene la fea sorpresa de encontrar que todas las plantas están podridas, muertas. Si las hubiera dejado crecer libremente, algunas habrían muerto lo mismo, pero otras habrían sobrevivido. El viento y los insectos habrían llevado otras plantas que hubieran crecido junto a las plantadas por él; algunas serían hierbajos y las arrancaría, pero otras tal vez se hubieran convertido en flores que con sus colores habrían alegrado la monotonía de la huerta. ¿Entiendes? Así son las cosas, en la vida hace falta tener generosidad: cultivar el pequeño carácter propio sin ver nada más de lo que hay alrededor significa seguir respirando pero estar ya muerto.
Imponiendo una excesiva rigidez a la mente, Ilaria había suprimido en su interior la voz del corazón. De tanto discutir con ella, yo incluso tenía miedo de pronunciar esa palabra. En cierta ocasión, cuando era una adolescente, le dije: «el corazón es el centro del espíritu ». A la mañana siguiente encontré sobre la mesa de la cocina el diccionario abierto en la palabra espíritu; con lápiz rojo había subrayado la acepción: «líquido incoloro apto para conservar frutas». [2]
Actualmente el corazón hace pensar en seguida en algo ingenuo, adocenado. En mi juventud todavía se podía nombrar con desenvoltura; ahora en cambio es un vocablo que ya nadie utiliza. Las pocas veces que se lo nombra es tan sólo para aludir a su mal funcionamiento: no es el corazón por entero, sino solamente una isquemia coronaria, una leve patología auricular. Pero nadie alude a él, al hecho de que es el centro del alma humana. A menudo me he preguntado cuál podía ser la razón de este ostracismo. «Quien confía en su corazón es un mentecato», decía a menudo Augusto citando la Biblia. ¿Por qué habría de ser un mentecato? ¿Tal vez porque el corazón se parece a una cámara de combustión? ¿Porque allí dentro hay tinieblas, tinieblas y fuego? Tan moderna es la mente, como antiguo el corazón. Se piensa entonces que quien hace caso al corazón se aproxima al mundo animal, a la falta de control, mientras que quien hace caso a la razón se acerca a las reflexiones más elevadas. ¿Y si no fuesen así las cosas, si fuese verdad exactamente lo contrario? ¿Y si ese exceso de razón fuese lo que deja desnutrida a la vida?
Durante el viaje de regreso de Grecia había tomado la costumbre de pasar parte de la mañana cerca del puente de mando. Me gustaba atisbar adentro, mirar el radar y todos esos ingenios complicados que indicaban hacia dónde estábamos yendo. Allí, cierto día, observando las diferentes antenas que vibraban en el aire, pensé que el hombre se parece cada vez más a una radio que solamente es capaz de sintonizar una franja de frecuencia. Ocurre en parte como con las radios portátiles que encuentras como obsequio en los detergentes: aunque en el dial están indicadas todas las frecuencias, en realidad al mover el sintonizador sólo logras captar una o dos a lo sumo; todas las demás siguen siendo zumbidos en el aire. Me parece que el uso excesivo de la mente produce más o menos el mismo efecto: de toda la realidad que nos rodea sólo logramos captar una parte restringida. Y en esa parte frecuentemente impera la confusión porque está toda repleta de palabras, y las palabras, la mayor parte de las veces, en lugar de conducirnos a un sitio más amplio nos hacen dar vueltas como un tiovivo.
La comprensión exige silencio. Cuando era joven no lo sabía, lo sé ahora que merodeo por la casa muda y solitaria como un pez en su esférica pecera de cristal. Es como limpiar el suelo sucio con una escoba o con una fregona mojada: si usas la escoba, gran parte del polvo se eleva en el aire y vuelve a caer sobre los objetos de la habitación; si usas la fregona mojada, en cambio, el suelo queda reluciente y limpio. El silencio es como la fregona húmeda, aleja para siempre la opacidad del polvo. La mente es prisionera de las palabras, si hay un ritmo que le pertenece es el ritmo desordenado de los pensamientos; el corazón, en cambio, respira, es el único que late entre todos los órganos, y es ese latir lo que le permite entrar en sintonía con otros latidos más vastos. A veces, más por distracción que por otro motivo, me ocurre que dejo conectada la televisión la tarde entera; aunque no la mire, su rumor me sigue por las habitaciones, y por la noche, al irme a la cama estoy mucho más nerviosa que de costumbre y me cuesta conciliar el sueño. El ruido constante, el estrépito, es una especie de droga: cuando estás habituado no puedes prescindir de él.
No quiero adelantarme demasiado, por lo menos no ahora. En las páginas que he escrito hoy parece, en parte, como si hubiese preparado una tarta mezclando recetas diferentes -un poco de almendra y después el requesón, pasas de Corinto y ron, melindros y mazapán, chocolate y fresas-; en otras palabras, una de esas cosas terribles que en cierta ocasión me hiciste probar diciendo que se llamaba nouvelle cuisine. ¿Un pastel? Es posible. Me imagino que si un filósofo leyera estas páginas no podría contenerse y marcaría todo con un lápiz rojo como las viejas maestras. «Incongruente -apuntaría-, fuera del asunto, dialécticamente insostenible.»
Читать дальше