Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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Naturalmente, lo primero que los médicos me habían comunicado después del percance era que, en caso de sobrevivir, sus funciones no volverían a ser las de antes, podía quedar paralizada o sólo parcialmente consciente. Y, ¿sabes una cosa? En mi egoísmo materno lo único que me preocupaba era que siguiese viviendo. De qué manera, no tenía la menor importancia. Es más: llevarla en coche, lavarla, meterle la comida en la boca, ocuparme de ella como única finalidad de mi vida, habría sido la mejor manera de expiar enteramente mi culpa. Si mi amor hubiera sido auténtico, si hubiera sido verdaderamente grande, habría rezado por su muerte. Pero por fin alguien la amó más que yo: al caer la tarde del noveno día, de su rostro desapareció aquella hermosa sonrisa y murió. Me di cuenta en seguida, estaba allí junto a ella; sin embargo, no se lo dije a la enfermera de guardia porque quería quedarme un poco más con ella. Le acaricié el rostro, le estreché las manos entre las mías como cuando era niña, repitiéndole constantemente: «Tesoro, tesoro.» Después, sin soltar su mano, me arrodillé junto a la cama y empecé a rezar. Rezando empecé a llorar.

Cuando la enfermera me tocó un hombro, todavía estaba llorando. «Vamos, venga conmigo -me dijo-, le voy a dar un sedante.» No quise el sedante, no quise tomar nada que atenuase mi dolor. Allí me quedé hasta que se la llevaron a la cámara mortuoria. Después cogí un taxi y fui a la casa de la amiga que te hospedaba para recogerte. Esa misma noche estabas ya en mi casa. «¿Dónde está mamá?», preguntaste durante la cena. «Mamá se ha ido de viaje -te contesté entonces-, ha emprendido un largo viaje hasta el cielo.» Con tu cabezota rubia seguiste comiendo en silencio. Apenas terminaste, con voz seria me preguntaste: «Abuela, ¿podemos saludarla?» «Claro que sí, mi amor», te contesté, y, cogiéndote en brazos, te llevé al jardín. Nos quedamos largo tiempo en el prado mientras tú con tu manita saludabas a las estrellas.

1 de diciembre

Estos días me embarga un gran malhumor. No lo ha desencadenado ninguna cosa en particular: el cuerpo es así, tiene sus equilibrios internos y una minucia es suficiente para alterarlos. Ayer por la mañana, cuando la señora Razman vino a traerme la compra y vio mi cara sombría, dijo que en su opinión la culpa la tiene la luna. Efectivamente, la noche anterior habíamos tenido luna llena. Y si la luna puede levantar los mares y lograr que crezca más deprisa la achicoria del huerto, ¿por qué no habría de tener también el poder de influir sobre nuestros humores? Agua, gases, minerales, ¿de qué otra cosa estamos hechos? De todas maneras, antes de marcharse me obsequió con un conspicuo paquete de periódicos y por lo tanto he pasado una jornada completa idiotizándome entre sus páginas. ¡Siempre tropiezo con la misma piedra! Apenas los veo me digo, está bien, los hojearé un poco, no más de media hora y después me dedicaré a algo más serio y más importante. Pero nunca consigo despegarme hasta haber leído la última palabra. Me entristezco por la vida desdichada de la princesa de Mónaco, me indigno por los amores proletarios de su hermana, palpito ante cualquier noticia rompecorazones que me cuenten con abundancia de detalles. ¡Y no digamos las cartas! No dejo de asombrarme ante las cosas que la gente se atreve a escribir. No soy una vieja beata, por lo menos no creo serlo, pero no te niego que ciertas libertades me dejan más bien perpleja.

Hoy la temperatura ha vuelto a bajar. Renuncié a mi paseo por el jardín, tenía miedo de que el aire me resultara demasiado riguroso, junto con el frío que llevo en mi interior habría podido quebrarme como una vieja rama helada. Quién sabe si todavía me estarás leyendo, o si, conociéndome mejor, te ha asaltado tal repulsión que no has podido proseguir la lectura. La urgencia que me posee en este momento no me permite postergaciones, no puedo detenerme justamente ahora, escabullirme. Aunque he conservado durante tantos años aquel secreto, ahora ya no me es posible hacerlo. Ya te dije al principio que ante tu desconcierto por el hecho de no tener un centro yo experimentaba un desconcierto similar, tal vez incluso mayor. Sé que tu alusión al centro -o, mejor dicho, a su carencia- está estrechamente relacionada con el hecho de que jamás has sabido quién era tu padre. Tan tristemente natural me había resultado decirte adónde había ido tu madre, como, ante tus preguntas acerca de tu padre, nunca me sentí en condiciones de darte respuesta. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? No tenía la menor idea de quién era. Un verano Ilaria se había tomado unas largas vacaciones en Turquía, sola, y había vuelto de esas vacaciones en estado interesante. Tenía ya más de treinta años y, si todavía no tienen hijos, a esa edad a las mujeres las asalta un extraño frenesí, quieren tener uno a toda costa, de qué manera y con quién no tiene la menor importancia.

En aquel entonces, además, casi todas eran feministas; junto con unas amigas tu madre había fundado un círculo. Había muchas cosas justas en lo que decían, cosas que yo compartía, pero entre esas cosas justas también había muchos argumentos forzados, ideas insanas y desviadas. Una de éstas era que las mujeres eran completamente dueñas de la administración de su propio cuerpo, y que, por lo tanto, tener o no tener un hijo dependía solamente de ellas. El hombre no era sino una necesidad biológica, y había que utilizarlo como simple necesidad. Tu madre no fue la única que se comportó de esa manera, otras dos o tres amigas suyas tuvieron hijos de la misma forma. ¿Sabes? No es cosa del todo incomprensible. La capacidad de poder dar vida otorga una sensación de omnipotencia. La muerte, la tiniebla y la precariedad se alejan, introduces en el mundo otra parte de ti misma; ante este milagro todo el resto desaparece.

Como argumento para sostener su tesis, tu madre y sus amigas aludían al mundo animal: «Las hembras -decían-, se encuentran con los machos sólo en el momento de acoplarse, después cada uno prosigue su camino y los cachorros se quedan con la madre.» Que esto sea o no verdad es cosa que no estoy en condiciones de comprobar. Pero sé que nosotros somos seres humanos, cada uno de nosotros nace con una cara diferente a todas las demás y esa cara la llevamos a cuestas durante la existencia entera. Un antílope, nace con morro de antílope, un león con morro de león, todos ellos son iguales, idénticos a los demás animales de su especie. En la naturaleza el aspecto es siempre el mismo, en tanto que el hombre y nadie más tiene un rostro. Un rostro, ¿entiendes? En el rostro está todo. Está tu historia, están tu padre, tu madre, tus abuelos y bisabuelos, tal vez incluso algún tío lejano del que ya nadie se acuerda. Detrás del rostro está la personalidad, las cosas buenas y las no tan buenas que has recibido de tus antepasados. El rostro es nuestra primera identidad, aquello que nos permite situarnos en la vida diciendo: «Pues bien, aquí estoy.» De tal suerte, cuando hacia los trece o catorce años empezaste a pasar horas enteras ante el espejo, comprendí que era justamente eso lo que estabas buscando. Ciertamente mirabas los granitos y espinillas, o la nariz repentinamente demasiado grande, pero también algo más. Sustrayendo y eliminando los rasgos de tu familia materna, tratabas de formarte una idea acerca del rostro del hombre que te había engendrado. El asunto sobre el cual tu madre y sus amigas no habían reflexionado lo suficiente era precisamente ése: que algún día el hijo, mirándose en el espejo, comprendería que dentro de él había algún otro y que quería saberlo todo acerca de ese otro. Hay personas que persiguen durante toda su existencia el rostro de su madre o de su padre.

Ilaria estaba convencida de que en el desarrollo de una vida el peso de la genética era casi nulo. Para ella lo importante era la educación, el ambiente, la manera de crecer. Yo no compartía esa idea suya, para mí los dos factores marchaban a la par: mitad el ambiente, mitad lo que tenemos dentro de nosotros desde el nacimiento.

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