¡Imagínate luego si cayese en manos de algún psicólogo! Podría escribir un ensayo entero sobre la relación fracasada con mi hija, sobre todo aquello que inhibí. Y aunque hubiera inhibido algo, ¿qué importancia tiene, a estas alturas? Tenía una hija y la he perdido. Murió estrellándose con su coche: ese mismo día yo le había revelado -que ese padre que, según ella, tanto daño le había causado, no era su verdadero padre. Tengo presente aquel día como la película de un filme, sólo que en vez de moverse en el proyector está clavada en la pared. Sé de memoria la secuencia de las escenas, y conozco cada escena detalladamente. Nada se me escapa, todo late en mis pensamientos cuando estoy despierta y cuando duermo. Seguirá latiendo incluso después de mi muerte.
La pequeña mirla se ha despertado. Con intervalos regulares asoma la cabeza por el agujero y emite un pío decidido. «Tengo hambre -parece decir-, ¿a qué esperas para darme de comer?» Me puse de pie, abrí la nevera y miré si había algo que sirviera para ella. Como no había nada, llamé por teléfono al señor Walter para preguntarle si tenía lombrices. Mientras marcaba el número, le dije: «Feliz de ti, pequeñaja, que has nacido de un huevo y tras el primer vuelo has olvidado el aspecto de tus progenitores.»
30 de noviembre
Esta mañana, poco antes de las nueve, llegó a casa Walter con su esposa y con un saquito de gusanillos. Eran larvas de la harina: las había conseguido gracias a un primo suyo que es aficionado a la pesca. Con su ayuda saqué delicadamente la pequeña mirla de su caja; bajo las suaves plumas del pecho el corazón latía como enloquecido. Con una pequeña pinza de metal cogí gusanillos del platito y se los ofrecí. Por más que se los moviera de manera apetitosa delante del pico, no quería saber nada. «Ábraselo con un mondadientes -me incitaba entonces el señor Walter-, o a viva fuerza con los dedos»; pero yo, naturalmente, no me atrevía a hacerlo. De pronto recordé, por la experiencia de haber criado juntas tantos pajarillos, que hay que estimularles el pico por un costado, y así lo hice. Efectivamente, como si detrás hubiera tenido un resorte, inmediatamente la pequeña mirla abrió el pico. Después de tres larvas ya estaba satisfecha. La señora Razman preparó un café -yo ya no puedo hacerlo desde que tengo la mano defectuosa- y nos quedamos un rato charlando de todo un poco. Sin la amabilidad y disponibilidad de ellos mi vida seria mucho más difícil. Dentro de algunos días irán a un vivero para comprar bulbos y semillas de cara a la primavera próxima. Me invitaron a ir con ellos. No les dije ni que sí, ni que no; hemos quedado de acuerdo en hablar por teléfono mañana a las nueve.
Aquel día era el 8 de mayo. Yo había pasado la mañana ocupándome del jardín: habían florecido las milenramas y el cerezo estaba cubierto de brotes. A la hora de la comida, sin previo aviso, apareció tu madre. En silencio se me acercó por la espalda. «¡Sorpresa!», gritó repentinamente, y yo del susto dejé caer el rastrillo. La expresión de su rostro contrastaba con el entusiasmo falsamente alegre de su exclamación. Estaba amarillenta y tenía la boca contraída. Al hablar se pasaba constantemente la mano por el pelo, se apartaba los cabellos del rostro, se metía en la boca un mechón.
En esos últimos tiempos aquél era su estado natural: al verla así no me preocupé, por lo menos no más que otras veces. Le pregunté dónde estabas. Me dijo que te había dejado jugando en casa de una amiga. Mientras íbamos hacia la casa se sacó de un bolsillo un ramito de nomeolvides todo espachurrado. «Es el día de la madre», dijo, y se quedó inmóvil mirándome con las flores en la mano, sin decidirse a dar un paso. Entonces el paso lo di yo, me le acerqué y la abracé cariñosamente dándole las gracias. Al sentir contra el mío el contacto de su cuerpo me sentí perturbada. Había en ella una terrible rigidez; cuando la abracé se había endurecido aún más. Yo tenía la sensación de que su cuerpo estaba completamente hueco por dentro, emanaba aire frío como las grutas. Recuerdo muy bien que en aquel momento pensé en ti. ¿Qué será de la niña -me pregunté- con una madre en estas condiciones? A medida que transcurría el tiempo, la situación empeoraba en vez de mejorar, yo estaba preocupada por ti, por tu crecimiento. Tu madre era muy celosa y te traía a mi casa lo menos posible. Quería preservarte de mis influjos negativos: si a ella la había arruinado, no lograría arruinarte a ti.
Era la hora del almuerzo y, después del abrazo, me metí en la cocina para preparar algo. La temperatura era benigna. Pusimos la mesa al aire libre, bajo las glicinas. Extendí el mantel a cuadros verdes y blancos y, en medio de la mesa, en un pequeño florero, el ramito de nomeolvides. ¿Lo ves? Lo recuerdo todo con una precisión increíble para tratarse de mi memoria bailarina. ¿Acaso intuía que sería la última vez que la vería con vida? ¿O bien, después de la tragedia, traté de dilatar artificialmente el tiempo que pasamos juntas? ¡Quién sabe! ¿Quién podría decirlo?
Como no tenía nada preparado, hice una salsa de tomates. Mientras se terminaba de hacer, le pregunté a Ilaria qué pasta prefería, si penne o fu silli. Desde fuera contestó: «Me da lo mismo», y entonces puse a hervir los fusilli. Cuando nos sentamos le pregunté cosas sobre ti, preguntas a las que contestó con evasivas. Sobre nuestras cabezas había un constante ajetreo de insectos. Entraban y salían de las flores, su zumbido casi tapaba nuestras voces. De pronto algo oscuro cayó en el plato de tu madre. «¡Es una avispa! ¡Mátala, mátala!», chilló, saltando de la silla y derribándolo todo. Entonces me incliné para ver qué era, me di cuenta de que era un abejorro y se lo dije: «No es una avispa, es un abejorro, es inofensivo.» Tras haberlo apartado de la mesa volví a servirle la pasta en su plato. Con expresión todavía agitada volvió a sentarse en su sitio, cogió el tenedor, jugueteó un poco con él pasándolo de una mano a la otra, después apoyó los codos sobre la mesa y dijo: «Necesito dinero.» Sobre el mantel, donde habían caído los fusilli, había una gran mancha de color rojo.
El asunto del dinero se venía arrastrando desde hacía muchos meses. Ya antes de la Navidad pasada, Ilaria me había confesado que había firmado unos papeles en favor de su psicoanalista. Al pedirle yo más explicaciones, como siempre se había escabullido. «Garantías -había dicho-, una simple formalidad.» Ésta era su actitud terrorista: cuando no quería decir algo, lo decía a medias. De esa manera descargaba sobre mí su ansiedad y, tras haberlo hecho, se negaba a darme la información necesaria para que pudiera ayudarla. En todo ello había un sadismo sutil y, además de sadismo, una frenética necesidad de estar siempre en el centro de alguna preocupación. Pero la mayor parte de las veces, esas expresiones extemporáneas no eran otra cosa que meros caprichos.
Decía, por ejemplo: «Tengo cáncer de ovarios», y yo, tras una breve y afanosa averiguación, descubría que simplemente había ido a someterse a un examen de control, el mismo que todas las mujeres hacen. ¿Comprendes? Era más o menos como la historia de «¡el lobo, el lobo!». En los últimos años había anunciado tantas tragedias, que al final yo había dejado de creerla, o la creía un poco menos. Por lo tanto, cuando me dijo que había firmado unos papeles no le presté demasiada atención, ni insistí para que me diera más información. Más que nada, estaba cansada de ese juego agotador. E incluso aunque hubiera insistido, aunque me hubiera enterado del asunto antes, de todas maneras habría sido inútil porque esos papeles ya los había firmado tiempo atrás, sin advertirme de nada.
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