– Traxler -se presentó, después de dejarme entrar-. Sam. Le tuve de profesor en mi primer año. Después dejé los estudios.
– Espero que no fuese por mi culpa -bromeé.
– No -dijo Sam Traxler. No pensaba que se fuera a tomar en serio mi comentario. Me hubiera gustado acordarme de él-. De todos modos, ahora estoy en un grupo de rock. Ya hemos conseguido algunas actuaciones. Y empezamos a ganar algún dinero.
– Sam, ¿ya has limpiado ahí dentro? -dije señalando las puertas del auditorio con el pulgar.
– Sí. ¿Perdió la mochila, profesor Tripp?
La había guardado en el armario de servicio, en el suelo, entre un cubo de fregar de zinc y una funda de guitarra de cuero negro cubierta de pegatinas.
– Me ha parecido que dentro había un manuscrito -comentó.
– Así es. Muchas gracias.
Tomé la mochila y me dirigí hacia la puerta.
– De nada -dijo, y me acompañó. Sin duda, mi presencia allí era para él una bienvenida distracción en medio del monótono trabajo-. Oiga, ¿es cierto eso que se dice de que Errol Flynn solía embadurnarse la polla de coca para… bueno, para mejorar sus prestaciones sexuales?
– ¡Por Dios, Traxler! -protesté-. ¿Cómo coño quieres que lo sepa?
– Bueno… -dijo. Parecía un poco azorado-. Está usted leyendo su biografía, ¿no? -añadió señalando la mochila-. Está envuelta en un jersey o algo parecido.
– ¡Oh, sí! -dije-. ¡Claro, es cierto! Solía ponerse en la polla toda clase de cosas. Pimentón, limaduras de hierro, picadillo de cordero…
– ¡Vaya tarado! -exclamó Sam mientras me abría la puerta-. Bueno, cuídese, profesor.
– Hasta otra, Sam -me despedí-. Oye, por cierto, ¿cómo se llama tu grupo? Así os…, uh…, os podré seguir la pista.
– No tenemos nombre -dijo-. Se nos ocurrieron tantos, que no fuimos capaces de decidirnos por ninguno. Pollas Narcotizadas, Escoria Amargada, Los Cubitos… No nos poníamos de acuerdo. La gente nos conoce como… no sé… Sam y sus Colegas, o La Banda de Greg, o alguna otra cosa por el estilo.
– Ingenioso -dije, ya en la puerta. Mientras hablábamos, había estado jugueteando con el cierre de la mochila de James, que de pronto se abrió. Su pesado contenido me golpeó en la rodilla. El manuscrito de James Leer, de un grosor de unos cinco centímetros, estaba sujeto con una goma.
– ¿Es la nueva? -preguntó Sam.
Asentí. No había una página a modo de cubierta, ni aparecía en ninguna parte el nombre del autor: tan sólo las palabras EL DESFILE DEL AMOR figuraban en la parte superior de la primera hoja, seguidas del numeral 1, y un poco más abajo empezaba el texto:
El viernes por la tarde su padre le dio cien arrugados billetes de un dólar y le dijo que se comprase una americana para el baile de homenaje a los antiguos alumnos.
Dos personajes, una coyuntura, el eco de una larga trayectoria vital de pobreza y privaciones en el fajo de gastados billetes y, por encima de todo, una insólita voz humana que relata una historia. Resultaba difícil superar la riqueza de esa primera frase. Hubiera preferido, quizá, que el chaval hiciese una pausa y emplease una coma, pero al menos no era la mera acumulación de fragmentos dispersos típica de él. De hecho, uno de sus relatos empezaba así: «Arruinada. La cena. Completamente.» Pero en la novela parecía haber renunciado a ese estilo. La segunda frase decía:
Tomó el autobús hasta Wilkes-Barre y se gastó el dinero en una magnífica pistola cromada.
– ¿Es buena? -preguntó Sam. -No lo sé -dije-. Probablemente.
Volví a meter el manuscrito en la mochila, junto a un tosco paquete -la biografía de Errol Flynn, supuse- envuelto precipitadamente en suave ropa negra. Había algo familiar en su tacto. Levanté una de las puntas y apareció un trozo de armiño amarillento al tiempo que me llegaba un leve olor a corcho. De pronto, el mundo pareció decidirse a respirar hondo; empezó a llover, y las gotas desdibujaron la tinta del manuscrito de James Leer y salpicaron la chaqueta de satén que llevó Marilyn Monroe el día que ella y el hombre de aspecto triste que ya era su marido se montaron en su De Soto para afrontar su destino como matrimonio.
– Esta chaqueta no es mía -le dije a Sam Traxler.
– Ya me lo figuraba -me contestó.
Cuando salí del auditorio, comprendí que mi buena suerte se había acabado. El coche y Crabtree habían desaparecido del aparcamiento para el personal.
Había unos tres kilómetros entre el campus y mi casa, en Denniston. Las calles entre uno y otro punto eran anchas y rectas, bordeadas por arces, castaños y robles plantados al término de la Primera Guerra Mundial. Las casas junto a las que pasaba estaban a oscuras, con los coches aparcados en los caminos de acceso con el esmero con el que se coloca una figurita sobre la repisa de la chimenea. En algunas calles caminaba cojeando por el centro, y permanecí un largo minuto en medio de un cruce desierto, mientras los semáforos iban cambiando de color y el viento mecía las señales de tráfico que colgaban de cables. Caminé durante horas bajo una impía llovizna. Cuanto más caminaba y más sobrio me iba sintiendo, más me dolía el tobillo. Deseé con un ímpetu digno de auténtico fervor religioso haber llevado encima mi bolsita de marihuana. No había ni una brizna en la mochila de James Leer. Un hecho nada sorprendente que, sin embargo, comprobé meticulosamente varias veces. Tan sólo contenía, aparte de los tres objetos que ya me eran familiares, una pluma Cross de oro con una dedicatoria grabada: DE TUS PADRES QUE TE QUIEREN, medio cilindro de caramelos de menta, veinte centavos y una postal autografiada de Frances Farmer. Detrás reconocí la letra redondeada de Hannah Green. Cuando coroné la última colina antes de llegar a casa, sentí el eco de una vibración melancólica, como el traqueteo de un tren que se aleja. Era el campanil Mellon, que daba las tres en punto.
Mi coche no estaba en el camino de acceso a la casa. Tuve la sensación de que nunca había visto aquel camino tan vacío. Vivía en una casa bonita y grande, con la fachada cubierta de hiedra, cuadrangular y espaciosa como un banco, construida en 1915 según el estilo llamado «de las Praderas». Tenía tres porches con columnas, ventanas con cristales emplomados y poyos, armarios, librerías, un pequeño despacho bajo la escalera, recibidor y dormitorios suficientes para una familia de cinco miembros. La despensa era más amplia que algunos de los apartamentos en los que había vivido y, desde luego, estaba mejor aprovisionada. El revestimiento y las paredes se habían repintado en delicados tonos cera y cáscara de huevo. Los parterres que rodeaban el camino de acceso, llenos de rosas, azafranes y narcisos, estaban a oscuras. Subí cansinamente los cinco escalones del porche delantero y entré en casa. Había un olor como de cereales que provenía de un jarrón de fresias colocado sobre la mesilla del recibidor. Encendí la luz y me vi confrontado a los rostros de peleteros, merceros, impresores y pedicuros ya fallecidos que colgaban en marcos de madera de la pared bajo las escaleras, junto con sus esposas, hijos y nietos, dos tíos de profusa barba, un cocker spaniel muerto muchos años atrás llamado Shlumper y nueve miembros de un club social sionista. Al abrir el armario del recibidor, para colgar la chaqueta mojada, me llegó una vaharada de Cristalle. Permanecí allí de pie durante unos instantes, oliendo los abrigos de Emily. En la cocina, la nevera se puso a zumbar. Acerqué la nariz al grueso abrigo de lana, al chaquetón azul marino y al ajado abrigo negro que había llevado durante el invierno de nuestro noviazgo, ocho años atrás. En aquella época ella vivía en un apartamento en la calle Beacon, cerca del parque, y me vino a la memoria que una noche, al acompañarla a casa, pasamos por el puente Panther Hollow; nos detuvimos en medio y la aplasté contra la helada barandilla para besarla. Recuerdo el tacto de la lana entre mis dedos, tersa y áspera como la piel de su cuello, y cómo, al desabrocharle los botones de madera, del abrigo emanó una turbadora ráfaga de sus olores corporales, como si me hubiese sumergido bajo las sábanas de su cama.
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