Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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Mientras se hacía, me bebí un gran vaso de zumo de naranja, al que añadí dos cucharadas de miel, confiando en que una subida del nivel de azúcar en la sangre, junto con una dosis masiva de cafeína, eliminara los últimos síntomas de mi resaca. Marihuana contra las náuseas y la flojedad, vitamina C para aumentar las defensas, azúcar para reactivar la circulación, cafeína para despejar la bruma moral; estaba empezando a recordar los hábitos del alcohólico y del que vive desordenadamente. Cuando el café estuvo listo, lo vertí en un termo y me lo llevé a mi estudio, en la parte trasera de la casa. James Leer seguía echado en el sofá, vuelto de costado, con la cabeza sobre sus manos unidas como si rezase, igual que alguien que fingiese dormir. El saco se había escurrido parcialmente hasta el suelo y pude ver que se había acostado desnudo. El traje, la camisa y la corbata estaban sobre el reposapiés de mi viejo sillón Eames, y coronaban la pila de ropa unos calzoncillos blancos pulcramente doblados. Me pregunté si lo habría desnudado Hannah o habría sido capaz de hacerlo por sí mismo. Tenía el aspecto encogido de toda persona alta al dormir; hecho un ovillo, sus rodillas, codos y muñecas parecían demasiado grandes. Su piel era pálida y pecosa. Apenas tenía vello, y su pequeña picha circuncidada era casi tan blanquecina como el resto del cuerpo. Blanca como la de un niño, pensé, y se me ocurrió que tal vez, con el paso del tiempo, los genitales de una persona emergieran de los burbujeantes cálices del amor manchados para siempre, como las manos de un tintorero. Sentí lástima de James cuando vi su pene. Con suma delicadeza, cubrí su cuerpo con el saco de dormir.

– Gracias -dijo, sin despertarse.

– De nada -respondí, y llevé el termo de café a mi escritorio.

Eran las seis y cuarto. Empecé a trabajar. Tenía que dar con un final para Chicos prodigiosos antes del día siguiente por la tarde, por si al final decidía permitir que Crabtree le echase un vistazo. Bebí un sorbo de café y me di una palmadita de ánimo en la mejilla izquierda. Por enésima vez consulté la sinopsis argumental: nueve páginas a un espacio, muy sobadas y con manchas de café, que había redactado una ufana mañana de abril cinco años atrás. Leí más o menos hasta la mitad de la cuarta página; quedaban otras cinco, en las que se sucedían un envenenamiento accidental, un accidente automovilístico, el incendio de una casa, los nacimientos de tres niños, la aparición de un caballo de trote prodigioso llamado Infiel, un robo, un arresto, un juicio y una ejecución en la silla eléctrica, una boda, dos funerales, una huida a campo traviesa, dos bailes, una seducción en un refugio antiatómico, una cacería de ciervos y otra docena de escenas que todavía tenía que escribir, según las pulcras notas de la maldita sinopsis. En ellas se trazaban los destinos de nueve personajes principales que durante el último mes había intentado comprimir en una cincuentena de extrañas páginas de prosa tensa y brillante. Releí con desdén las autocomplacientes y pomposas anotaciones que había escrito por aquel entonces: «Tómate tu tiempo, esta escena tiene que resultar muy, pero que muy buena», y la peor de todas: «Este pasaje debe poder leerse como una inacabable autopista lingüística de cinco mil kilómetros.» ¡Cómo detestaba al gilipollas que había escrito eso!

Una vez más, y con la satisfacción habitual, acaricié la idea de echarlo todo a rodar. Si me quitaba de encima aquel abultado monstruo, podría acometer El domador de serpientes, o la historia del astronauta fracasado que vive su decadencia en Disney World, o la de los dos equipos de béisbol condenados a un funesto destino, el azul y el gris, que juegan un partido la víspera de Chancelorsville, [12]o El rey de los nadadores en estilo libre, o cualquiera de la restante docena de novelas imaginarias que me habían revoloteado por la cabeza como colibríes mientras me esforzaba en limpiar el criadero de avestruces en que se había convertido Chicos prodigiosos, sacando paladas y más paladas de porquería. Y acto seguido me dejé llevar por la también recurrente, aunque no tan placentera, idea de contarle todo eso a Crabtree, de confesarle que necesitaría varios años más para acabar Chicos prodigiosos y esperar su clemencia. Entonces recordé a Joe Fahey y, como siempre sucedía, metí una hoja en blanco en la máquina de escribir.

Trabajé cuatro horas, tecleando sin parar, pendido del delgado hilo que me unía a la húmeda y malsana cavidad infestada de gusanos que contenía un final que ya había intentado utilizar en tres ocasiones. Este final me obligaría a volver sobre las dos mil páginas precedentes para minimizar la presencia de uno de los personajes principales y eliminar completamente a otro, pero pensé que, de los cinco finales fallidos que había ensayado durante el último mes, probablemente era el más logrado. Mientras trabajaba, me contaba mentiras. Los escritores, a diferencia de la mayoría de la gente, cuentan sus mejores mentiras cuando están solos. Este final, me dije, es perfecto; de hecho, era el final hacia el que la novela se deslizaba de manera natural. La visita de Crabtree, bien mirado, era una especie de accidente creativo, un regalo divino, un martillo que abría todas las ventanas que en mi imaginación permanecían cerradas. Acabaría la novela al día siguiente, se la entregaría a Crabtree y así salvaría las carreras de ambos.

De vez en cuando, levantaba los ojos de mi zumbante máquina eléctrica, con su olor a polvo recalentado y cables requemados -había intentado pasarme al ordenador, pero odiaba la manera como transformaba la escritura en una especie de dibujo animado que contemplabas cómodamente sentado- para mirar a James Leer, que se retorcía sumido en sus para mí inimaginables sueños.

El ruido del tecleo no lo despertaba, o al menos no le molestaba lo suficiente para hacerle levantarse del sofá y trasladarse a una zona más silenciosa de la casa.

Entonces, mientras metía a la familia Wonder en un bimotor Piper que, de camino al funeral rockero de Lowell Wonder en Nueva York, se daría de morros con el impasible monte Weathertop -ésa era la clase de mierda de avestruz que tenía que limpiar a paladas-, oí un susurro, como de pompas de jabón al estallar, y ante mis ojos aparecieron cientos de estrellitas.

– James! -grité.

Cogí el manuscrito de Chicos prodigiosos como si me agarrase a una balaustrada para no caer de bruces por un infinito tramo de escaleras. Cuando a los pocos segundos recobré el conocimiento, estaba echado en el suelo y James Leer me contemplaba con el ceño fruncido, envuelto en el saco de dormir como un indio de una película de serie B en una piel de búfalo.

– Estoy bien -dije-. Sólo he perdido el equilibrio.

– Te he estirado en el suelo -comentó James-. Temía que… no sé, que te tragases la lengua, o algo por el estilo. ¿Todavía estás borracho?

Me incorporé y me apoyé en el codo mientras contemplaba cómo el último meteorito amarillento pasaba sobre mi cráneo.

– ¡Claro que no! -protesté.

James Leer asintió. De pronto tembló un poco y tiró del saco de dormir para colocárselo mejor sobre los hombros. Dio un paso atrás que abruptamente se transformó en una torpe flexión y recuperó el equilibrio apoyándose contra el respaldo de mi sillón.

– Pues yo sí -admitió. En la sala empezó a sonar el teléfono. Era un modelo nuevo, con todas las prestaciones modernas (indicador de llamadas en espera, selector de mensajes grabados y demás), y aquel sonido no era exactamente un timbrazo, sino más bien una alarma, como la de un Porsche que intentaran robar en mitad de la noche-. ¿Quieres que conteste?

– Sí, gracias -dije, y con cuidado volví a apoyar la cabeza en el suelo. Estaba seguro de que era Sara, que llamaba para decir que no sólo su perro había desaparecido sino que además a Walter le habían robado una chaqueta negra de satén valorada en veinticinco mil dólares. Cerré los ojos, todavía bajo los efectos del ligero centelleo de fuegos artificiales visuales, y me pregunté si no tendría algún inquilino diabólico en el cerebro, una maligna araña que abría sus largas patas negras como varillas de un paraguas. Me pregunté cómo reaccionaría si mi médico me diagnosticase alguna enfermedad terrible que me enviaría al otro barrio en poco tiempo. ¿Me desentendería de mi trabajo para concentrarme en escribir mi nombre en el agua, ligando con travestís en los aviones, seduciendo a ambiguos muchachos vírgenes, recorriendo Pittsburgh en un convertible prestado a las cuatro de la mañana, buscando líos? Durante unos instantes me complació la idea de pensar que sí, pero inmediatamente comprendí que, con la muerte en mis entrañas, mi único deseo sería aovillarme en mi sofá con medio kilo de buena hierba afgana y dedicarme a liar un canuto tras otro mientras miraba en la tele la reposición de Los casos de Rockford, hasta que la chica del kimono negro viniese a buscarme.

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