Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Fuimos a ver a Philippe, Delphine y Jérôme en Saint-Emilion unos meses después de nuestro regreso de Sri Lanka. La habitación de Juliette era un mausoleo espantosamente triste. Después Philippe escribió su libro e intercambiamos algunos e-mails afectuosos y a la vez distantes. Camille nació un año más tarde, diez días después de Jeanne, y esta vez también nos contentamos con comunicarnos la noticia. Así que reanudé el contacto con Philippe al cabo de dos años de silencio; le envié el manuscrito pidiéndole que lo leyera y que preparase para su lectura a su hija y a su yerno. Descontando algún detalle topográfico, lo aprobaba todo, pero según él era mejor que Delphine y Jérôme no lo leyeran. No ahora, en todo caso, y quizá nunca. Fuimos los cuatro -Hélène, Rodrigue, Jeanne y yo- a pasar en su casa un fin de semana que resultó delicioso. Acababan de tener un varón llamado Antoine que ni siquiera había cumplido un mes. Las dos niñas se entendieron inmediatamente. Rodrigue, que adora a Delphine, estaba feliz de volver a verla, y viceversa. Les hablé de Jean-Baptiste, que estudia ahora en una universidad de Irlanda, y su hermano mayor, Gabriel, que se estrena como montador de cine. Philippe contó cómo fundaron, y luego disolvieron, su asociación de ayuda a los pescadores de Medaketiya. Sigue pasando allí tres o cuatro meses al año. Mira el océano desde su bungalow sobre la playa. Piensa en su vida y a veces consigue no pensar ya en nada. La velada pasó como siempre en casa de Delphine y Jérôme, comentando los vinos que degustamos a ciegas, escuchando discos raros de los Rolling Stones, fumando hierba del jardín y riendo, riéndonos mucho. La habitación de Juliette ya no es un mausoleo, porque se ha convertido en la de Camille, que la compartirá con Antoine cuando éste crezca un poco, pero hay una foto de Juliette encima de la chimenea y se pronuncia su nombre sin ambages. No tienen dos hijos, sino tres, sólo que uno de los tres ha muerto. Cuando llegó el momento de hablar del libro, Delphine dijo que tenía intención de leerlo, pero Philippe, con esa voz súbitamente aguda, temblorosa, que tenía en Sri Lanka, la puso en guardia: sería especialmente penoso para ella porque se enteraría de cosas que le habíamos ocultado. Yo no veía a qué se refería y le llevé aparte para preguntárselo. Aludía al momento en que Jérôme, al volver del depósito de cadáveres de Colombo, le dijo a Delphine que Juliette muerta seguía estando guapa, y después le dijo a Hélène que había mentido, que su hijita se descomponía. ¿Te imaginas, decía Philippe, a Delphine descubriendo en tu libro que Jérôme le mintió? Le propuse eliminar aquel detalle, si lo consideraba más doloroso que los demás, pero él respondió que de ninguna manera y, al final de nuestro aparte, admitió que Delphine vería en ello, más que una traición, una prueba más del amor de su marido. Al final acordamos que Philippe entregaría el texto a Jérôme y éste se lo pasaría a Delphine, si él lo juzgaba adecuado. Vi en este orden de precedencia la forma en que los dos hombres, el marido y el padre, se habían coaligado allá para protegerla, pero cuando se lo dije a Hélène ella movió la cabeza y dijo: pues mira, es ella quien los protege, la que lo sostiene todo. Si siguen juntos, si han tenido otros hijos, si la vida al final ha prevalecido, es gracias a ella. Volví a pensar entonces en algo que Delphine había dicho durante la cena: el momento en que la vida se impuso en Sri Lanka, en que eligió vivir en lugar de hundirse, el momento en que aceptó cuidar de Rodrigue en nuestra ausencia. Al principio pensó: no, nunca podré ocuparme de un niño dos días después de la muerte de mi hija, pero dijo que sí y a partir de aquel instante continuó diciendo sí, a pesar de todo.

Esta mañana Jeanne se ha despertado a las siete, ha salido sola de la cuna, cuyos barrotes ya escala, y ha venido a nuestra cama. He ido a la cocina a prepararle el biberón y lo ha tomado, acostada entre los dos, sin excesivo ruido ni agitación, pero esta tregua nunca dura mucho tiempo, porque pronto hay que jugar y cantar. En este momento su canción preferida es Monsieur l'ours. Vuelto de espaldas, con el edredón tapándome la cabeza y roncando ruidosamente, yo hago de don Oso. Hélène canta: despierte, señor don Oso, ya ha dormido de sobra, despierte cuando cuente tres. Uno. Dos. Tres. ¡Don Oso! ¿Duerme o sale? Y la primera vez, con mi voz más cavernosa, respondo: duermo. Hélène vuelve a empezar: ¡Don Oso! ¿Duerme o sale? Esta vez me vuelvo gruñendo: ¡salgo! Hélène y Jeanne imitan, como en el disco, los gritos de miedo de los niños. Jeanne está en la gloria. Don Oso sólo durará una temporada, antes de él estaban los tres gatitos que habían perdido sus mitones, y cuando casualmente ella abre una vez más el libro musical de los tres gatitos, cuyas pilas dan muestras de agotamiento, nos invade ya algo semejante a la nostalgia: era la canción de cuando era muy pequeña, apenas sabía andar, no hablaba, y aquel tiempo, aquel tiempo milagroso ya ha pasado y no volverá. Pienso en todas estas canciones que nos hechizan y en la tortura en que debe de convertirse este hechizo cuando llega lo irremediable: los juguetes, las canciones infantiles, las zapatillas, cuando la niña se pudre en una caja bajo tierra. Sin embargo, este encantamiento ha vuelto a ser posible para Delphine y Jérôme con sus otros dos hijos. No han olvidado nada, pero no se quedaron en el abismo. Me parece algo admirable, incomprensible, misterioso. Es la palabra más exacta: misterioso.

Más tarde voy a preparar el desayuno mientras Hélène viste a Jeanne. Cuando digo que la viste no significa sólo que le pone su ropa, sino que la escoge, que pone tanto placer y coquetería en comprársela, si no más, que en comprarse cosas para sí misma, lo que convierte a Jeanne en la niña mejor vestida del mundo. Se reúnen conmigo en la cocina. Hélène lleva un pantalón de yoga y un jersey ligero, muy escotado; el pantalón le dibuja las nalgas y el jersey las puntas de los pechos. La encuentro hermosa, sexy, tierna, me maravillan la quietud de nuestro amor y la intensidad de esta quietud. A su lado sé dónde estoy. Se me hace insoportable la idea de perderla, pero por primera vez en mi vida pienso que lo que pudiera arrebatármela, o arrebatarme a ella sería un accidente, una enfermedad, algo que nos viniera desde el exterior, y no la insatisfacción, la fatiga, el deseo de novedad. Es imprudente decir esto, pero la verdad, no lo creo. Sé muy bien, por supuesto, que si logramos durar habrá crisis, instantes de desaliento, tormentas, que el deseo se agotará y buscará en otra parte, pero creo que aguantaremos, que uno de los dos cerrará los ojos del otro. Nada, en todo caso, me parece más deseable.

En la entrada, Jeanne y yo nos ponemos el abrigo y ella se apodera del cochecito con firmeza. Su cochecito no es el que ella ocupa y donde se sienta cada vez más a disgusto, sino el de miniatura donde lleva a una muñeca calva y bastante fea cuyo cuerpo de plástico huele a chicle de fresa. Desde que Hélène le compró este cochecito, quiere salir con él a toda costa. En general, quiere hacerlo todo como nosotros, y como nosotros paseamos a nuestro bebé, ella quiere pasear al suyo. Así que el cochecito sale rodando al rellano, Hélène se acuclilla en el umbral del apartamento para besar a su hija una última vez antes de que se vaya, Jeanne hace ademán de entrar en el ascensor, del que sujeto la puerta, y luego cambia de idea, se vuelve hacia Hélène, dice adiós con la mano, vuelve al ascensor, se alza sobre la punta de los pies para apretar el botón. Justo antes de que la cabina de cristal pase por debajo del rellano, veo que Hélène nos sonríe. Salimos a la calle, Jeanne empujando el cochecito y yo vigilando para que no baje a la calzada. Está tan orgullosa de imitarnos que se olvida de distraerse y pararse, como acostumbra a hacer, delante de cada portal, de cada puerta cochera, de cada motocicleta: es responsable, avanza derecha, bajamos la rue d'Hauteville casi tan rápido como si yo fuera el que la empujase a ella. De vez en cuando se vuelve para que sea testigo de que lo hace todo bien. Llegamos al edificio de la señora que la cuida, levanto a Jeanne hasta el tablero de números y le guío los dedos, como cada mañana, sobre los botones. El de la luz, en la escalera, es la continuación del rito, y después el de la puerta del piso y el acecho, al otro lado, de los pasos de la señora Laouni en el pasillo. Jeanne está a gusto con ella, la señora Laouni es a la vez cariñosa y firme, se intuye que en su casa impera el orden. Sin embargo, el año pasado perdió a su marido. Telefoneó una mañana llorando para decir que no podría encargarse de Jeanne porque su marido había muerto esa noche, lo había encontrado muerto en la cama, un ataque cardíaco. Hasta entonces daba la impresión de ser una mujer feliz, en su sitio en la vida. Nunca amargura, cansancio, dejadez. Orden, buen humor, dinamismo, amabilidad. Nada de todo esto ha cambiado después de la muerte del marido. No sé nada de su vida de pareja, a él no lo vi nunca, se iba al trabajo antes de que yo llevara a Jeanne y volvía después de que yo hubiese pasado a recogerla, pero estoy seguro de que ella le amaba, que eran buenos compañeros, buenos padres para sus hijas, que ella le añora cruelmente, que la vida sin él es triste, injusta, contra natura, y lo que me impresiona es que su aflicción, que ella no oculta cuando le hablan de ella, nunca parece pesar sobre los niños que cuida. Dice: son ellos los que me ayudan a sobrellevarlo, y la creo. A veces, cuando abre la puerta por la mañana, veo claramente que tiene los ojos hinchados, que ha debido de llorar toda la noche, que le ha costado levantarse, pero coge a Jeanne en brazos y la niña se ríe, y la señora Laouni se ríe con ella, y sé que será así hasta la noche.

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