Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Esta jurisprudencia se endurecía en el momento en que Juliette sustituyó a Jean-Pierre Rieux. Las entidades erediticias recurrían, descontentas de que un puñado de jueces izquierdistas respaldara sistemáticamente en contra de ellos a los prestatarios morosos. Los casos se veían en el tribunal de casación. Ahora bien, no menos sistemáticamente, este tribunal, que tiene vocación de derechas, empezó a anular las sentencias en primera instancia. Los desventurados que se habían alegrado de no tener ya que pagar intereses ni penalizaciones, se enteraban de que al fin y al cabo sí tenían que pagarlos, porque un juez más poderoso había golpeado con la palmeta los dedos del juez que les había sido favorable. Para ello, el tribunal de casación utilizaba dos armas, y aquí, con perdón, voy a tener que ser un poquito más técnico.

La primera arma se llama plazo de prescripción. La ley dice que el acreedor debe actuar dentro de los dos años siguientes al primer impago, pues de lo contrario la deuda prescribe y le mandan a paseo. La idea es impedir que aparezca al cabo de diez años para reclamar sumas enormes que habría permitido que se acumulasen sin llamar nunca al orden al deudor. Es cierto que esta medida protege a este último. Ahora, el tribunal de casación añade que hay que establecer un equilibrio y que la misma imposición se aplique a las dos partes: también el deudor, por tanto, dispone de dos años para impugnar la corrección de su contrato después de haberlo firmado; al cabo de dos años se acabó, ya no tiene derecho a quejarse. Ignoro lo que el lector pensará de esto, si ha leído atentamente este párrafo. No excluyo que mi apreciación de estos puntos jurídicos, pero también políticos y morales, esté demasiado influenciada por Étienne. Sin embargo, me cuesta no pensar que este equilibrio está desequilibrado. Porque siempre es el acreedor el que lleva al deudor ante la justicia, nunca al contrario. De modo que le basta con esperar tranquilamente dos años para atacarle con la certeza de que nadie podrá ya alegar nada contra su contrato, aunque esté plagado de cláusulas abusivas. Para defenderse, habría sido necesario que el prestatario supiese que era ilegal al firmarlo. Habría debido estar perfectamente informado, mientras que el espíritu de la ley era impedir que alguien se aprovechara de su ignorancia.

Para Étienne, Florès y ahora Juliette, esta manera de desviar a favor del prestamista un texto destinado a proteger al prestatario era una traba seria. Sus sentencias se basaban en la ley, pero a la hora de interpretarla es el tribunal de casación el que tiene la última palabra, y la tenía cada vez más a menudo. No obstante, disponían de un pequeño margen, porque la prescripción no se aplicaba en todos los casos. Como si un par de torres les pusieran en jaque, aún podían huir por las diagonales. La situación se volvió crítica cuando el adversario, además de las torres, sacó la dama. La dama del tribunal de casación es una sentencia que data de la primavera de 2000 y que dice que a un juez no le compete perseguir de oficio, es decir, por su propia iniciativa, una infracción a la ley. Se advierte la teoría liberal: no hay más derecho que el que se reclama; para reparar un daño, quien lo ha sufrido tiene que quejarse. En el caso de un litigio entre un consumidor y un profesional del crédito, si el primero no se queja del contrato, el juez no debe hacerlo en su lugar. Esto se sostiene en la teoría liberal, pero en la realidad el consumidor no se queja nunca porque no conoce la ley, porque no es él quien lleva el litigio a los tribunales, porque nueve de cada diez veces no tiene abogado. Da igual, dice el tribunal de casación, la función del juez es la función del juez: no tiene por qué inmiscuirse en lo que no le concierne; si está escandalizado, debe quedar en su fuero interno.

Escandalizados, Étienne, Florès y Juliette estaban también atados de pies y manos, y consternados estaban los deudores a los que habían infundido falsas esperanzas. Las entidades de crédito, por su parte, exultaban.

Un día de octubre de 2000, Étienne hojea revistas jurídicas en su despacho. Tropieza con una sentencia comentada del TJCE, es decir el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, y empieza a leerla primero distraídamente y después cada vez con mayor atención. El caso consiste en un contrato de crédito al consumo que estipula que cualquier litigio se someterá al tribunal de Barcelona, donde tiene su sede el organismo de crédito. Puesto que dicho organismo tiene su sede en Barcelona, ¿el consumidor que viva en Madrid o en Sevilla tendrá que desplazarse para defenderse? Salta a la vista del juez de Barcelona que esta cláusula es abusiva, y la denuncia. Pero en España tampoco tiene competencia para hacerlo de oficio, y la somete al TJCE. Este tribunal emite su dictamen. Étienne lo lee. Antes incluso de haber terminado, se levanta y desciende a la planta baja. Entra en la salita contigua a la grande donde Juliette preside una audiencia, abre la puerta entre ambas salas y le hace una señal de que se acerque. Juliette, como una actriz a la que llamasen desde las bambalinas en plena representación, no comprende, no quiere hacerle caso, pero él insiste. Con gran sorpresa de la secretaria, del ujier, de las partes enfrentadas en un asunto de un inodoro defectuoso, Juliette interrumpe la audiencia, empuña las muletas, cojea hasta la salita donde la espera Étienne. ¿Qué pasa? Mira esto. Le tiende la revista. Ella lee.

«En cuanto a la cuestión de saber si un tribunal al que se le ha sometido un litigio relativo a un contrato celebrado entre un profesional y un consumidor puede apreciar de oficio el carácter abusivo de una cláusula de dicho contrato, conviene recordar que el sistema de protección aplicado por la Directiva europea se basa en la idea de que el consumidor se encuentra en una posición de inferioridad con respecto al profesional en lo referente tanto al poder de negociación como al nivel de información. El objetivo que persigue la Directiva, que impone a los Estados miembros prever que unas cláusulas abusivas no vinculen a los consumidores, no podría alcanzarse si estos últimos se viesen obligados a denunciar ellos mismos el carácter abusivo. De ahí que una protección eficaz del consumidor sólo se puede conseguir si al juez nacional se le reconoce la facultad de apreciar de oficio una cláusula semejante.»

Uf. En una película, una música intensamente dramática debería acompañar el momento en que la heroína descubre estas líneas. Se le vería mover los labios a medida que avanza en la lectura, y su cara expresaría primero estupor, luego incredulidad y por último alborozo. Alzaría los ojos hacia el héroe balbuceando algo como: pero, entonces…, esto quiere decir…

Aquí un contraplano de Étienne, tranquilo, intenso: has leído bien.

Yo me burlo un poco, y es cierto que hay algo cómico en el contraste entre esta prosa indigesta y el arrebato que causó, pero podemos burlarnos del mismo modo de casi todas las empresas humanas en las que no estamos involucrados, de todos los compromisos y todos los entusiasmos. Étienne y Juliette libraban una lucha cuyo desenlace tenía incidencia sobre la vida de decenas de miles de personas. Llevaban meses sufriendo una derrota tras otra, y de repente Étienne encontraba la estocada secreta que iba a cambiar el curso de la batalla. Es siempre un placer, cuando un jefe- cilio te maltrata diciendo: es así, como yo digo, no tengo que dar cuentas a nadie, descubrir que por encima de él hay un gran jefe y que además éste te da la razón. No sólo el TJCE dice lo contrario del tribunal de casación, sino que prevalece sobre él, porque el derecho comunitario tiene un valor superior al derecho nacional. Étienne no sabía nada de derecho comunitario, pero ya le parecía formidable. Empezaba a desarrollar la teoría que nos expuso, me acuerdo, la mañana de la muerte de Juliette: cuanto más alta es la norma jurídica, tanto más generosa es y más cercana está de los grandes principios que inspiran el Derecho con mayúscula. Los gobiernos se sirven de decretos para cometer vilezas, mientras que la Constitución o la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano las proscriben y se mueven en el espacio etéreo de la virtud. Por suerte, la Constitución y la Declaración priman sobre los decretos, y sería muy idiota no sacar este as de la manga para desbaratar las maniobras de una sota o hasta un rey. Hacer que un deudor te pague es un derecho, desde luego, pero también lo es vivir una vida decente, y cuando hay que arbitrar entre los dos, cabe sostener que el segundo constituye una norma jurídica superior, y por tanto prevalece. Es similar en el caso, por un lado, del derecho que tiene el propietario a cobrar los alquileres, y por otro, del que tiene el inquilino a dormir bajo un techo, y gracias a estos combates librados desde hace una decena de años por jueces como Étienne y Juliette el segundo de estos derechos se está volviendo oponible, es decir, superior en la práctica al primero.

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