No lo sé… Mischa tiene un lugar muy concreto en el pasado… tan concreto que no sabría cómo hacerle un sitio en otro momento de mi vida. Mischa fue París, el fin de la adolescencia, la despreocupación, los descubrimientos, así que… ¿encontrarla veinte, treinta años después, cuando ya ni ella ni yo éramos ni remotamente jóvenes, cuando los dos teníamos otras vidas? No, Victoria, creo que no. Cada cosa en su momento. Es como releer a los cuarenta años un libro que nos fascinó a los quince. La mayor parte de las veces lo encontramos insulso, y somos incapaces de entender por qué nos gustó tanto la primera vez. Es mejor dejar los recuerdos donde están. Especialmente los buenos.
Un camarero les interrumpió: la mesa del señor Faraday estaba lista. Pasaron a un salón contiguo donde, como él había pronosticado, no había nadie más. Pidieron una cena ligera: consomé y rosbif frío con ensalada verde. Victoria no tenía apetito. Buena señal, pensó, eso quería decir que empezaba a encontrarse a gusto en presencia de Faraday.
– ¿Cómo conoció a Jan?
Así que la función había comenzado por fin. Victoria habló de la aventura del trabajo olvidado, de la corriente de mutua simpatía que se generó entre ella y Jan, de cómo, sin darse cuenta, empezaron a compartirlo todo: sus preocupaciones, sus anhelos, sus secretos. Cómo, un buen día, se dieron cuenta de que eran capaces de leer el uno en el otro.
– Suena a tópico, pero muchas veces Jan sabía lo que yo iba a contestar cuando alguien me hacía una pregunta. Y a mí me pasaba igual con él. Con sólo echar un vistazo a su cara podía adivinar lo que pensaba, incluso lo que sentía. Es difícil de explicar. Hubo una época, creo que fue en tercero de carrera, en que nos dio por contar a la gente una historia disparatada diciendo que éramos hermanos gemelos separados al nacer… Claro, todo el mundo miraba a su hijo y me miraba a mí y no daban crédito… Supongo que pensaban que yo debería demandar a nuestros misteriosos padres en protesta por el desigual reparto de dones. En aquella época, señor Faraday, su hijo era el tipo más guapo de la facultad, y yo una de las chicas menos atractivas. Luego, cuando mejoré un poco, la historia dejó de ser tan graciosa y ya no la contamos más.
Douglas Faraday había pedido una botella de Burdeos. Victoria le dijo que a Jan le gustaba el vino tinto.
– Yo prefiero el blanco -contestó él-, pero supuse que usted no. ¿Qué más cosas le gustaban a mi hijo? Él me contó lo más elemental: me habló de su madre, de su hija, de su mujer. Me habló de usted, de su carrera, de su trabajo. Pero todos los detalles se nos quedaron en el camino por falta de tiempo… Sé que es una tontería, pero son cosas que me gustaría saber.
No, no era una tontería. Los pequeños caprichos, las simpatías cotidianas, las manías, las debilidades, forman también parte del mapa vital de una persona. Y nadie como ella para trazar el de Jan. Victoria entornó los ojos, como si eso fuese de ayuda para recordar mejor, y desgranó ante Douglas Faraday toda la relación de datos menores que podían ayudarle a saber quién era el hijo al que tuvo que renunciar ocho horas después de verlo por primera vez. Fue un placer hablar así de Jan, de forma desordenada y arbitraria, sin organizar la información, sin establecer un criterio de prioridades. Ante Douglas Faraday, todo se había vuelto esencial, y cada pequeña anécdota tenía el peso que cobra aquello que hemos perdido para siempre.
A Jan le encantaba viajar en tren. Decía que la mañana era el mejor momento del día, aunque solía trabajar de noche. Fumaba. Bebía un poco más de lo aconsejable. Comía de todo, pero le encantaba la carne y los guisos pesados. Era mujeriego y apasionado, y poco tenaz en sus romances, hasta que llegó Marga y lo cambió todo. Nunca tomaba postre. Y le daba miedo el mar, aunque no quería reconocerlo. Sabía tocar un poco la guitarra. Entendía de música y de arte moderno. Le apasionaba la arquitectura. Tenía una letra horrenda que con la edad había ido haciéndose más y más ininteligible. Odiaba ponerse corbata, aunque Victoria nunca había conocido a ningún hombre a quien sentase tan bien un traje. Hablaba inglés correctamente, pero no tenía facilidad para los idiomas, y compensaba sus carencias con una dosis extra de cara dura («Tendría que haberlo escuchado cuando fuimos a Florencia, y se manejaba hablando en español pero con acento italiano. Hace falta tener rostro…»). Era una nulidad haciendo bricolaje. Jugaba a las cartas como un tahúr del Misisipi, pero se negaba a apostar dinero («Decía que era demasiado difícil ganarlo como para arriesgarse a perderlo por una mala mano»). Era generoso, y que otros no lo fueran le molestaba de una manera casi infantil. Se entendía bien con los niños pequeños, y le encantaban los animales, pero se negaba tozudamente a tener una mascota («Ni siquiera su hija fue capaz de convencerlo para comprar un perrito. Y eso que Solange hacía de él lo que quería»). Sabía construir cometas («Qué raro, ¿verdad? No conozco a nadie más que lo haga»), y hubo una época en que le dio por jugar al tenis, pero se hizo daño en la rodilla y lo dejó («No sabe el partido que le sacó a aquella lesión… Con las mujeres, quiero decir. Si le hubiesen herido en la guerra, no le habría echado más cuento»). Le encantaba vestir bien, pero fingía que la ropa no le importaba («Hasta a mí quería hacerme creer que aquellos jerséis tan bonitos y las americanas que llevaba le habían caído encima por pura casualidad»). Era presumido a su manera. Solía llevar una barba de tres días, pero cualquiera que se fijase un poco podía ver que estaba perfectamente cortada. Madrugar le costaba un triunfo, pero por la noche tenía una vitalidad desbordante («Era el último en irse de todas las fiestas. Como si le diesen cuerda a partir de las doce»). Le salían ojeras si dormía mal, y sus resacas eran espantosas. Cuando se enfadaba lo hacía siempre por cosas insignificantes, aunque luego era capaz de pasar por alto otras mucho más graves («Tenía una asombrosa capacidad para olvidar las ofensas. No sabía lo que era el rencor»). Se portaba con altivez delante de sus jefes, pero sus subordinados le adoraban. Aunque intentaba disimularlo, le impacientaba la gente torpe («Se le daba mal trabajar en equipo: él iba a su ritmo, y era incapaz de ajustarlo al de los demás»). Podía resultar impertinente si se lo proponía. Era tierno a ratos, colérico en muy contadas ocasiones, impulsivo a veces, casi siempre optimista hasta la insensatez. Era inconstante en algunas cosas, pero no había habido nadie más fiel a los verdaderos afectos.
– Era una buena persona, Douglas. Su hijo era la mejor persona del mundo…
Faraday, que había escuchado a Victoria sin interrumpir, bebió un sorbo de agua y luego sonrió de una forma muy rara, como si acabase de despertar de un sueño feliz o de algo parecido a un hechizo. Por fortuna, los camareros del Garrick habían tenido el buen sentido de no acercarse a la mesa ni siquiera para servir más vino, y Faraday se dijo que aquella noche se habían ganado una propina más generosa que de costumbre. Apenas habían tocado el rosbif, y ambos comieron en silencio un par de bocados. Victoria encontró la carne un poco seca. De todos modos, seguía sin tener hambre.
– ¿A qué se dedica, Victoria? Creo que Jan no me lo dijo.
Así que de nuevo era el turno de las preguntas de cortesía. Victoria, a quien no le gustaba nada hablar de sí misma, hubiese querido seguir conversando de cualquier otra cosa.
– Soy profesora. De Relaciones Internacionales. Doy clase en la Universidad de Grace, en Nueva York. Probablemente no le sonará, no es un centro importante. Mi marido es profesor en Columbia -sonrió-, y ahora es cuando usted dice «ah, sí, Columbia, una gran universidad». Llevo oyendo esa frase desde que me casé. ¿Y… y usted? ¿Siempre se dedicó a las antigüedades?
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