Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Al día siguiente, ella y Jan se sentaron juntos en clase, y compartieron mesa en la cafetería a la hora de comer. Fueron al cine ese mismo fin de semana, y el lunes siguiente, cuando el profesor de Estadística dijo que debían emparejase para hacer un trabajo, nadie en el aula dudó de que la compañera de Jan iba a ser aquella chica con gafas de culo de vaso a quien, a juzgar por su aspecto, debía de comprarle la ropa su abuela nonagenaria.

El desequilibrio físico entre Jan y Vic había sido una ventaja, sobre todo al principio de su amistad. Cuando alguien los veía juntos, nadie pensaba en dos estudiantes pelando la pava, sino en un guaperas dando conversación a su prima del pueblo o camelándose a una condiscípula birriosa para conseguir los apuntes del próximo parcial. Victoria se decía que su falta de atractivo era más bien un cómodo parapeto: le servía para saber que Jan no quería nada con ella y, sobre todo, para recordar continuamente que no tenía nada que hacer con Jan. Si él hubiese sido un chico menos guapo, o ella una muchacha un poco más interesante, es posible que uno u otro hubiesen empezado a llevar su amistad a la deriva. Pero era imposible que a Jan pudiese atraerle una insignificancia como Victoria, y no menos imposible que la inteligente Victoria se fuese a enamorar de alguien tan fuera de alcance.

– Te romperá el corazón. -Solé compartía habitación con ella, y eso le daba carta blanca para cantarle las verdades. Era canaria, tenía una maravillosa piel del color del caramelo y un sobrepeso que se negaba a combatir.- No quiero ser desagradable, pero no creo que ese Jan sea de la clase de tío que sale con chicas como nosotras.

A Victoria le hacía gracia la franqueza de Solé, y estuvo a punto de replicarle que tal vez, si dejara de atracarse de golosinas a todas horas, «sí» podría ser de la clase de chicas que salen con tipos como Jan.

– No compliques las cosas. A Jan le caigo bien y ya está.

– ¿Y vas a acostarte con él sólo por eso?

Victoria dio un respingo. ¿De qué demonios estaba hablando?

– ¿Por qué crees que quiere acostarse conmigo?

– Porque es lo que quieren todos. Contigo, con la del cuarto de al lado… Incluso conmigo. Así sobrevive la especie. Gracias a que los tíos están dispuestos a acostarse con cualquiera, las chicas como yo no nos morimos siendo vírgenes.

A juzgar por sus palabras, Solé se tenía por una especie de monstruo repulsivo. Sintió ganas de arrancarle de un manotazo la bolsa de galletas de la que se servía generosamente y llevarla a la fuerza ante el espejo: «¡Mírate! Eres guapísima. Si no te empeñaras en comer guarradas a todas horas, no tendrías la sensación de que sólo la biología te salva de la abstinencia.»

– Quiere acostarse contigo -Solé seguía a lo suyo-, y cuando lo haga te colgarás de él y él pasará de ti, porque una cosa es un rollo y otra ir en serio. Y conste que no digo que no le caigas bien. Eres supersimpática, y bastante lista, pero tenemos dieciocho años. Los chicos andan por ahí con las hormonas despendoladas, y no creo que el tal Jan sea una excepción.

Ella se echó a reír.

– Bueno, no me he preocupado nunca de las hormonas de Jan. Pero apostaría a que en mi presencia permanecen bastante tranquilas.

– Vale. ¿Y tú? ¿Qué hay de tus hormonas? Te pasas la vida con un tío que parece un modelo. ¿De verdad nunca piensas en…?

Hizo una señal explícita con los dedos. Solé sabía cómo resultar desagradable.

– No. Como bien has dicho, está fuera de mi alcance.

– Con cuatro copas encima, incluso yo puedo parecer un bombón.

Victoria meneó la cabeza. No se trataba de eso. Por supuesto que tener una aventura con alguien tan guapo constituiría una agradable experiencia, pero en aquel momento había cosas de Jan que le interesaban bastante más que apaciguar sus instintos. Lo pasaba bien con él, eso era todo. Nunca había estado tan a gusto hablando con alguien. Y eso era lo único que quería de Jan. Mantener con él una charla infinita. Tendría que estar completamente loca para poner en peligro sus planes por una noche de apetecible desahogo. Era algo que no podía explicar a Solé. Algo que sólo el propio Jan podría entender.

En su afán por protegerla de lo que consideraba una influencia perniciosa, Solé había llegado a dibujar el cataclismo que se abatiría sobre Victoria «cuando tu gran amigo tenga un rollo y te deje tirada». A ella le dio la risa. Desde que se conocían, Jan siempre estaba saliendo con alguien. Su amigo gustaba a las chicas -cómo no-, y se encontraba muy cómodo en el papel de seductor. Ligaba con unas y con otras, simultaneaba dos o tres romances al mismo tiempo, entraba y salía con sorprendente facilidad de las vidas de las jóvenes más guapas del campus. Victoria había llegado a conocer a más de una, y le divertía ser testigo del recelo con el que se le acercaban -hartas quizá de que Jan empezase todas las frases con «mi amiga Victoria dice»-, y su alegría al comprobar que no era en absoluto alguien de quien debieran preocuparse. Qué belleza en sus cabales vería una rival en una pobre chica desgarbada, que llevaba aquellas gafas enormes y ni siquiera era capaz de comprar con acierto unos pantalones vaqueros: todos se le escurrían a la altura de las nalgas. Cuando entendían que Victoria era una criatura inofensiva, cambiaban de estrategia y se acercaban a ella con la intención de agarrar al santo por la peana. Intentaban hacerse amigas suyas, la llamaban por teléfono, le proponían meriendas en el Vips y tardes de compras. Cualquier cosa con tal de poner de su parte a la persona que ocupaba un lugar preferente en la vida de Jan. Luego, cuando se producía la consabida ruptura -Jan no era capaz de mantener una relación mucho más allá de quince días-, aquellas preciosidades con el corazón destrozado llamaban a Victoria suplicando complicidad para recuperar al amor perdido, e incluso a veces pidiendo las explicaciones que jan no había sido capaz de darles para justificar el fin del romance. Ella había aprendido a consolarlas utilizando frases hechas -«es posible que sea lo mejor», «las cosas siempre pasan por algo», «quizá no estaba hecho para ti»-, y normalmente aquellas pobres chiquillas despechadas se quedaban casi satisfechas después de desahogarse con la amiga del pérfido Casanova. Sólo hubo una insensible a sus buenos consejos, que antes de colgar se revolvió diciéndole: «¿Y tú qué sabes? No conoces a Jan de esta manera.» Victoria se había quedado pensativa, con el teléfono en la mano, diciéndose que aquella chica tenía razón. No, «de esa manera» no conocía a Jan en absoluto. Y estaba segura de que era mucho mejor así.

Jan vivía con su madre y no tenía padre, o eso era lo que a él le gustaba decir. Al principio, Victoria pensó que el tipo se habría esfumado al saber que iba a tener un niño, pero luego, cuando conoció a la madre de Jan, se dijo que no tenía pinta de ser una de esas mujeres a las que un hombre abandona. No era sólo por su aspecto -era alta, delgada, distinguida, y tenía unos increíbles ojos cuyo color esquivo había legado generosamente a su único heredero-, sino porque poseía un carácter muy particular que no casaba en absoluto con el de la pobre novia repudiada. Fue la primera mujer interesante que había conocido Victoria, y la primera persona a la que hubiera querido parecerse. Jan la adoraba, y reconocía que la ausencia de un padre había servido para multiplicar aquel afecto. Estaban muy unidos pero, a pesar de ello, en cuanto Jan acabó la universidad y encontró su primer trabajo -un puesto como becario en la sección internacional de una agencia de noticias, que pese a lo sugerente de su nomenclatura era una condena a galeras para cortar teletipos durante nueve horas al día-, su madre prácticamente le obligó a marcharse de casa. Con el tiempo, Victoria entendió que aquella expulsión del vástago era más bien una generosa forma de renuncia: la madre de Jan acababa de cumplir sesenta y tres años, y no quería seguir envejeciendo junto a su hijo, pues a medida que pasase el tiempo él se sentiría más culpable por abandonarla. Así que buscó para su niño un pequeño estudio amueblado en una calle cercana a la que ella vivía y le cerró la puerta en las narices. Había llegado el momento de volar fuera del nido.

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