Victoria recordaba con nostalgia aquella primera etapa de independencia: acababan de licenciarse en Políticas, Jan a trancas y barrancas -a pesar de su inteligencia, era algo perezoso y tendía a dispersarse-, y Victoria con un Premio Extraordinario, que le valió una beca de investigación para doctorarse en Relaciones Internacionales. Dejó el colegio mayor y alquiló un apartamento en el mismo edificio que el de Jan, así que comenzó para ellos un feliz intercambio de idas y venidas entre un piso y otro, de puertas que se cerraban y se abrían a cualquier hora del día o de la noche, de experimentos culinarios con éxito discutible, de comida a domicilio encargada por teléfono y conversaciones hasta la madrugada. Su simbiosis degeneró en desorden. Los libros de uno aparecían en el apartamento del otro, lo mismo que los discos y las revistas de cine que compraban a medias. Decidieron compartir algunos útiles domésticos (¿para qué iban a tener dos tablas de planchar, dos tendederos, dos cubos con su correspondiente fregona?), y pagaron juntos los doce plazos de una lavadora que instalaron en el apartamento de Victoria, por ser algo más grande. Gracias a eso, la colada semanal se convirtió en un pequeño caos, y la ropa interior de Victoria se mezclaba con la de él mientras las camisas de Jan permanecían en el armario de su amiga mientras él las buscaba. Aquel amago de convivencia, que hubiese podido hacer saltar su amistad por los aires, sirvió para dar una nueva capa de cemento a una relación que, para entonces, era ya indestructible.
Quienes conocían a Jan y a Victoria contaban su historia a los extraños como quien relata una leyenda urbana: «Conozco a un tío y a una tía que llevan toda la vida siendo amigos y nunca se han acostado.» Algunos que escuchaban hablar de ellos por primera vez formulaban toda una batería de preguntas para llegar a entender el fenómeno. «¿Él es gay?» era la que más se repetía. La mayoría, sin embargo, se negaban a creer en aquella relación pura y limpia: aquellos dos estaban liados y, simplemente, no querían contárselo a nadie. No eran los extraños los únicos que desconfiaban, incluso personas que presumían de conocer a Jan y a Vic y que apreciaban a ambos sentían a veces la sensación de estar siendo víctimas de una monumental tomadura de pelo: los supuestos colegas eran en realidad apasionados amantes que preferían vivir lo suyo en una cómoda clandestinidad, quizá para echar pimienta al asunto.
Y es que los años y los cambios complicaban la teoría de la amistad cristalina. Resultaba más fácil creerse el cuento cuando Victoria era el callo malayo de los tiempos de la universidad. Pero el paso del tiempo había obrado el prodigio, y el torpe y tímido ganso del primer curso de carrera había llegado a convertirse en algo bien parecido a un cisne. Nadie sabía a ciencia cierta a qué o a quién se debía aquella milagrosa transformación (ahora sería fácil pensar que Vic había pasado por el quirófano, pero en los primeros noventa la cirugía estética inspiraba un miedo cerval a casi todo el mundo, y sólo se recurría a ella para tratar deformidades y complejos). La chiquilla esmirriada que arrastraba al andar unas eternas zapatillas de deporte y se dejaba cortar el pelo por algún enemigo dio paso a una mujer bien asentada que permitía augurar una madurez espléndida. Ya no llevaba gafas, sino unas lentillas que acentuaban el tono de sus ojos. Se había aclarado un poco el pelo, que había dejado de caer de cualquier forma por su espalda, y no usaba deportivas, sino elegantes zapatos a juego con su ropa. Había desterrado la costumbre de cargar los hombros al andar y de fijar la mirada en el suelo, se depilaba las cejas y se arreglaba las manos -unas manos recias y largas que siempre había considerado muy poco femeninas- en el mismo salón de belleza donde se ocupaban de cuidar su bonita melena cobriza. Así que la pobre Vic, la patosa Vic, la insignificante y prescindible Vic, aquella chica a la que nadie echaba de menos si se marchaba de la fiesta, había desaparecido para siempre dejando en su lugar a una apetecible mujer de veintitantos años.
Victoria reconoció siempre que el culpable de aquella oportuna metamorfosis había sido Santiago Lema y el deseo desesperado de convertirse por él -o más bien para él- en alguien a quien fuese difícil no desear. Por él empezó a usar ropa interior con encajes, por él se acostumbró a los zapatos con algo de tacón, por él se compró ropa nueva, por él se obligó a caminar erguida. Y, si no en otra cosa, al menos en eso había salido ganando. Desde entonces, cuando entraba con Jan en un restaurante, ya nadie se preguntaba qué demonios hacía aquel tipo acompañado de la fea de cuatro ojos. Ahora, quienes los veían juntos sólo pensaban en que la naturaleza hace bien las cosas al emparejar a los iguales para impulsar la mejora de la especie.
Una vez alcanzada una medida similar en la particular escala de Richter del atractivo físico, quizá había llegado el momento de que Victoria y Jan respondiesen a la expectativa de quienes los rodeaban y cayesen, por fin, el uno en brazos del otro. Pero era demasiado tarde para ambos: estaban tan acostumbrados a ignorarse físicamente que Jan fue el último en percibir que Victoria se había convertido en una mujer preciosa, de la misma forma que ella no sabía ya si Jan era guapo o era feo. Ya ninguno de los dos se le pasó por la cabeza cambiar las reglas que habían servido para hacerlos felices durante tantos años.
Vic leyó su tesis al mismo tiempo que Jan daba el salto definitivo en su vida profesional: la suerte quiso que estuviera en Moscú en el mes de agosto del 91, cuando se produjo el intento de golpe de Estado, y uno de los reportajes que envió desde allí obtuvo un premio que lo catapultó a algo muy parecido al estrellato. Victoria recordaría siempre aquel texto que sirvió a Jan para tocar la gloria. Ante la imposibilidad de acceder a un fax, él se lo había dictado por teléfono desde un hotel, y ella misma lo había llevado en mano a la agencia de noticias. Recordaba que hacía mucho calor en Madrid, que era de madrugada cuando llegó a la agencia y que desde la portería alguien avisó al redactor jefe de que estaba allí «la novia de Alonso Nance». Ella ni siquiera corrigió el error. Empezaba a darle igual lo que los demás pensaran, y ya no tenía tanta necesidad de deshacer el entuerto.
En aquella época, Jan acababa de romper con su última conquista: una pelirroja de origen americano que siempre guardó un rencor sordo a Victoria, a quien culpaba del abrupto final que había tenido su noviazgo. Si en la época universitaria las novias de Jan intentaban ganarse las simpatías de aquella muchacha sin sustancia y atraerla hacia su equipo para ganar puntos, las tornas cambiaron en cuanto Victoria también lo hizo. Cuando las mujeres que salían con Jan descubrían que su amiga era una mujer de ojos rasgados y el pelo del color del cobre antiguo, una real hembra alta y delgada, de cintura estrecha y piernas larguísimas (las mismas que durante su primera juventud la hacían parecer un ave zancuda), inmediatamente se ponían en guardia, seguras de que aquella víbora de ojos verdosos sólo jugaba las cartas de la amistad para saltar encima de su presa en el momento menos pensado.
Casi todas las parejas de Jan detestaron a Victoria más o menos abiertamente. En el fondo, a ella le hacía mucha gracia la animadversión que despertaba entre aquellas chicas desconcertadas, incapaces todas de aceptar que no tenían nada que temer de ella. Además, Victoria había decidido no interferir nunca en las relaciones de Jan, y ni siquiera demostraba sentimientos encontrados hacia aquellas mujeres que, por la razón que fuese, despertaban su antipatía. Como Chloe. Cuando Jan se la presentó, supo de inmediato que aquella francesa estirada iba a convertirse en un quebradero de cabeza para su amigo. Pero tuvo el buen gusto de guardar para sí sus reticencias. Si mademoiselle Deschamps era la chica del momento, mejor para ella. Jan era mayorcito, y tendría tiempo de sobra para arrepentirse de su error. Yvaya si lo hizo.
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