José Santos - La Amante Francesa
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Las órdenes de embarque llegaron un día nublado de abril. La mañana del sábado, día 21, los dos mil hombres de la Infantería 8 y de la Infantería 29 marcharon por las calles de Braga y formaron en la estación en medio de un ambiente muy conmovedor: aparecieron familias enteras para despedirse, las mujeres lloraban amargamente la partida de sus hijos, de sus maridos, de sus novios, de sus padres. Algunos civiles irrumpían entre las filas desordenadas de soldados para abrazar a uno o a otro, para dar un último consejo, para entregar una manzana, un pastel, un bollo, para compartir una lágrima más o dar un último beso.
A una orden de los oficiales, los hombres subieron a los vagones y el tren inició la marcha con un pitido largo y triste, gorras que decían adiós por las ventanillas, besos lanzados al aire, la locomotora a carbón ganó velocidad y desapareció lentamente en la curva, del tren sólo se veía ahora el humo negro que se alzaba por encima del caserío, dejando a la multitud desalentada con la partida de sus muchachos para la guerra.
Aquél era un tren especial, por lo que no hacía paradas. Afonso no se despidió de nadie, se limitó a enviar una carta a Carrachana con la noticia de su partida. El capitán se pasó el viaje viendo cómo Portugal desfilaba por la ventanilla, rezando en silencio, interrogándose si volvería y en qué estado. Leyó muchas veces la edición de esa mañana del Commèrcio do Minho, que, en la primera página, calificó de «jornada solemne» aquel día. «Cuántas lágrimas se derramarán hoy; cuántos recuerdos nostálgicos amargando las almas -escribió el periódico en un largo artículo repleto de angustias, de exhortaciones y que terminaba con una fervorosa plegaria-: Dios os acompañe en la lucha y guíe vuestros pasos al triunfo, a la victoria.» A Afonso el texto le pareció cursilón, pero en el fondo le gustó, lo sintió sincero. Cuando acabó de leer el periódico, se dedicó a las «Instrucciones para el embarque», un documento emitido en la víspera por la 2 aRepartición del CEP, destinado a regular procedimientos que impidiesen la repetición del caos de los primeros embarques. El ambiente en el tren resultaba moderadamente alegre, los soldados eran muchachos jóvenes y muchos se mostraban excitados con el viaje, vivían intensamente la gran aventura: «Vamos a ligar con unas francesas». Todo era novedad, la mayoría abandonaba por primera vez el Miño y sentía que iba a conquistar el mundo. A la vista de Lisboa, el tren redujo la velocidad y entró lentamente en la estación. Los soldados se apearon y fueron alojados en un cuartel, donde pernoctaron.
A la mañana siguiente se dirigieron al puerto. En el muelle, Afonso comprobó que su compañía se alineaba en el lugar que le fue designado; todos se quedaron aguardando las instrucciones de los delegados del cuartel general. Había miles de hombres y centenares de caballos en el puerto, y quedó claro que el embarque se retrasaría. Aprovechando el compás de espera, Afonso fue a una tabaquería, compró un ejemplar de O Sé culo de ese memorable día 22 de abril y regresó al muelle. Los hombres se encontraban sentados en el suelo, conversando o admirando los barcos británicos que los llevarían a Francia.
El capitán se sentó sobre unas cajas, Pinto apoyó su cabeza sobre el hombro de Afonso, y ambos se quedaron así, leyendo el periódico. La gran cabecera del día era la noticia: «Los ingleses derrotan a los turcos». Sin embargo, pasearon los ojos por las primeras líneas y entendieron que todo aquello ocurría en la distante Mesopotamia, que no les interesaba. Su atención recorrió la segunda columna hasta fijarse en un pequeño título: «Los prisioneros de guerra»; eso era algo que les importaba o podía importarles. La noticia contaba la historia de tres soldados británicos que habían huido de un campo alemán de prisioneros y, una vez en las líneas aliadas, «citan cosas extraordinarias de los sufrimientos y del trato brutal al que son sometidos los prisioneros». Según la noticia, los tres parecían esqueletos vivientes y revelaron que la vida en los campos estaba dominada por el hambre, el frío y las enfermedades.
– Fíjate -exclamó el Zanahoria-: ya he comprendido que, si me rindo, tengo que llevar unos chorizos en el bolsillo.
Otro título despertó igualmente su atención: «Portugueses en la guerra». Leyeron y comprobaron que era el anuncio de que la Ilustração Portuguesa del día siguiente incluiría «flagrantes aspectos de nuestras tropas que fueron a combatir contra los alemanes».
– ¿Has visto? -preguntó Afonso-. Cualquier día también aparecemos nosotros en la Ilustração Portuguesa.
Al cabo de algunas horas de espera, dedicadas esencialmente a cargar los navíos con abastecimientos y caballos, los delegados del cuartel general dieron la orden de embarque. Como responsable de una compañía, Afonso subió al Bellerophon, el barco destinado a su regimiento, y se quedó junto a la plancha esperando a los hombres. La Infantería 8 se alineó en grupos de doce soldados, cada grupo dirigido por un cabo, y los hombres marcharon de lado, en parejas, y desfilaron hacia la cubierta del barco, donde los distribuyeron en los alojamientos según las instrucciones de los comandantes del pelotón. El embarque se hizo en silencio, de acuerdo con las órdenes emitidas, lo que otorgó una severa solemnidad al momento. Terminado el embarque de la Infantería 8, los oficiales entregaron a los delegados la relación nominal de todos los hombres embarcados en el Bellerophon. Eran en total 29 oficiales, 45 sargentos y 1.075 soldados del 8, además de 50 soldados del 10, el regimiento de Braganza.
Algunos hombres del 8 habían sido asignados al Inventor. Desde la cubierta, Afonso observó los restantes navíos, el City of Benares y el Bohemian, donde se encontraban los miembros del 29, el otro regimiento de Braga, y pensó que tendría que habituarse a la idea de que aquellas unidades dejarían de ser regimientos y se convertirían en batallones: era un paso necesario para homogeneizar las fuerzas portuguesas y británicas.
Se desmontaron las planchas y, poco tiempo después, los remolcadores comenzaron a arrastrar los barcos lejos del muelle, los llevaron hacia las aguas profundas, hacia abismos lejanos, hacia tinieblas desconocidas, y los hombres se quedaron en silencio observando cómo se alejaba la tierra, despacio, despacio… Sólo volverían a ver la costa cuando avistasen Brest.
SEGUNDA PARTE
Capítulo 1
El enorme Daimler negro, con las banderas con el águila imperial que flameaban junto a los faros delanteros llenos de barro, cruzó la Rué de la Chausée, entró en la Grande Place por el sur, dio lentamente la vuelta a la plaza y se detuvo frente al Hotel de Ville, el edificio de la Mairie. Los batidores estaban distribuidos para vigilar los accesos a la plaza: eran ocho las calles que convergían allí. Un oficial con la cruz de hierro al cuello y uniforme feldgrau dirigió un saludo hacia la ventanilla de la limusina, dio un paso adelante y abrió con deferencia la puerta izquierda trasera. El general salió del coche, su bota impecablemente lustrada se sumergió en un charco de agua barrosa. «Scheisse!», imprecó, buscó una parte más seca del suelo, sintió el viento cortante punzándole el rostro y se acomodó el grueso abrigo con un gesto rápido, para proteger su cuello del frío.
– Was für ein schreckliches Wetter! -vociferó entre dientes, con su voz ronca y baja, rezongando contra el tiempo y el frío.
Alzó los ojos hacia el cielo gris, buscando inexistentes rayos de sol, pero su atención fue atraída por la soberbia fachada que se levantaba enfrente. El general se detuvo frente a los enormes portones abiertos, y admiró la arquitectura del edificio del Consistorio Municipal e ignoró a los soldados que se cuadraban y la extraña estatua de hierro que protegía la entrada.
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