José Santos - La Amante Francesa
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Los primeros soldados portugueses embarcaron en Lisboa con destino a Brest a finales de enero de 1917, en un ambiente de secretismo y alguna confusión.
El flamante capitán se enteró de la noticia cuando estaba sentado en el comedor con un vaso de aguardiente de caña en la mano. El mayor Montalvão le contó los pormenores durante una partida de bridge, entre dos bocanadas de tabaco de pipa y una taza de café. Cuando acabó la partida y el mayor se fue, Afonso se quedó cavilando en el asunto, no sabía si debía estar contento o preocupado.
Se vio frente a un dilema. Por un lado, Portugal se comprometía en un conflicto de dimensión europea y respetaba sus compromisos de alianza con Inglaterra. Además, el Ejército cumplía con sus deberes. Pero, por otro, todo aquello sería sencillo si no lo implicase directamente, si no hubiese la posibilidad de que lo llevasen a él también a aquellos escenarios de muerte. Desde el punto de vista abstracto, la partida de las tropas lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, como acontecimiento que podría tener un impacto directo en su vida, el embarque lo asustaba. Aunque, en cierto sentido, hubiese allí un toque de aventura que no le disgustaba del todo: andar a tiros arma en mano, arriesgar la vida, afrontar el peligro. Quizás un acto de bravura lo convertiría en un héroe, un valiente, un Mouzinho, [5]¡qué fastidiada se quedaría Carolina!
La aparición del teniente Pinto en el comedor lo hizo decidirse a encarar la noticia por el lado positivo, los miedos eran para los cobardicas, en Francia lo esperaba la acción, el heroísmo, la gloria. Afonso, sumido en sus pensamientos, tomó conciencia de que tenía galones de oficial y debía comportarse como tal. Por otro lado, el apoyo a la partida de las tropas siempre era una forma de meterse con el teniente, un pretexto para provocarlo, para revolver su visceral rechazo a la intervención de Portugal en la guerra.
– Ya salen los muchachos para ese viaje que decías que nunca se realizaría -soltó Afonso maliciosamente cuando su amigo se sentó con un vaso de aguardiente en la mano.
– Una triste figura, eso es lo que van a hacer -farfulló el Zanahoria entre dientes, poco convencido.
– Y ha aparecido todo el mundo. Soldados, oficiales, no ha habido deserciones.
– ¿Ah, no? ¿Y qué ha ocurrido entonces en Santarém, eh?
– No me hables de Santarém.
– No te conviene…
– Es a ti a quien no le conviene.
– ¿A mí?
– Sí, a ti. Fue una vergüenza lo que ocurrió allí. Los soldados se presentaron en el cuartel, no faltó ni uno, todos preparados para coger el tren a Lisboa y continuar hasta Francia. Todos. Y los señores oficiales se quedaron todos en casa.
– Estás exagerando. -El teniente se rio-. No olvides que apareció un alférez.
– No te burles, que es grave. Los oficiales desertaron, abandonaron a sus hombres, y eso no es motivo de broma.
– No desertaron. Se indignaron.
– Desertaron. ¿Y ya sabes lo que les ocurrió?
– Los detuvieron.
– No, después de eso.
– ¿Después de eso? Después de eso, nada. Están presos.
– Hombre, ¿no sabes lo que les ocurrió?
– Yo no.
– Aaah, no lo sabes… Mira, fueron insultados por el populacho. El pueblo salió a la calle cuando los llevaban a la estación. Las madres, las mujeres, las novias, las hermanas de los soldados, todas en la calle tirándoles piedras y barro, llamándolos cobardes, insultando a los oficiales que se quedaron mientras se iban los subalternos. Una vergüenza.
– Pero ¿quién te ha contado todo eso?
– El mayor Montalvão.
– Ese también es una buena pieza -murmuró en voz baja, revirando los ojos-. Pero, oye, al menos lograron no ir hasta Francia.
– Eso es lo que tú piensas. -Afonso se rio-. Fueron condenados a treinta días de prisión correccional y ya están cumpliendo la pena en un barco.
– ¿Qué? ¿Fueron realmente a Francia?
– Claro, pues.
– No sé si será buena idea.
– No veo por qué. Me parece incluso muy justo.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo unos oficiales que están contra la guerra van a conducir a los hombres en el combate? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
– Bajo el fuego no tienen otro remedio que ir al frente, caramba.
– Afonso, Afonso, las guerras no se ganan así. Se ganan con liderazgo y moral elevada, se ganan con motivación y empeño. Dime qué liderazgo, qué moral, qué motivación, qué empeño tienen esos oficiales.
Afonso hizo un silencio meditativo, ponderando aquella situación.
– Sí, tienes razón -admitió finalmente-. Puede ser un problema. Pero no veo alternativas. Si se hubiesen quedado aquí, habría sido un premio y habría alentado a otros a repetir la misma gracia.
Pinto sacó del bolsillo un paquete de Mondegos y encendió un cigarrillo.
– Otra cosa que no entiendo es por qué los mandan en barco -dijo pensativo, y exhaló una voluta gris-. Con los submarinos alemanes a sus anchas, me parece un peligro innecesario, es un disparate más de este Gobierno de mierda.
– ¡Vaya, hombre! ¿Y cómo querías que fuesen?
– En tren, claro.
– ¿En tren? ¿Estás loco o qué?
– Pero ¿cuál es el problema?
– Hombre, que España no lo permite.
– ¿No lo permite? ¿Y por qué?
– Por razones políticas, ¿por qué habría de ser?
– Pero ¿qué tiene que ver la política con esto?
– El problema es que España es un país neutral y no autoriza el movimiento de tropas beligerantes por su territorio. Además, no te olvides de que los españoles simpatizan con los alemanes.
– Oye, que no todo ha de ser exactamente así -replicó el teniente-. Me dijeron que el coronel Abreu va a ir a Francia en tren.
– Vestido de paisano, Zanahoria, vestido de paisano. Como turistas, sin el uniforme, podemos ir por España, no hay ningún problema. Pero no es posible enviar a todo el CEP de paisano en tren, como comprenderás. Por tanto, como ir nadando no es una opción, no tienen otra solución que irse en barco.
El teniente Pinto se quedó un momento callado.
– Si quieres que te lo diga, los españoles tienen razón -se desahogó finalmente.
– ¿En qué? ¿En ser neutrales?
– Sí, en eso también. Pero me refiero a apoyar a los alemanes.
– No digas disparates.
– No es ningún disparate. ¿A cuenta de qué vamos a ayudar a los ingleses y a los franceses?
– Oye, Zanahoria, tenemos que respetar nuestra alianza con Inglaterra. Si ellos nos piden ayuda…
– No me vengas con eso. Los ingleses que tienen una alianza con nosotros son los mismos que nos dieron el ultimátum en 1890, los mismos que negociaron con los alemanes la entrega de nuestras colonias. Y en cuanto a los franceses, mejor no recordar las invasiones napoleónicas ni lo que ellos destruyeron aquí. ¿Vamos a ayudar a esos tipos? ¿Con qué fin?
– Por nuestro interés. Si no hacemos nada ahora, no estaremos más tarde en condiciones de defender nuestro imperio, cuando se vuelvan a diseñar los mapas. Y, además, reafirmando nuestra alianza con Inglaterra, estaremos seguros de que los españoles no se atreverán a machacarnos la cabeza.
– Y venga, otra vez con el mismo tema.
– Tienes razón -sonrió Afonso, que, bajando la cabeza, pensativo, en busca de otro tema menos tenso y conflictivo, recordó-: Oye, ¿has estado esta semana en el restaurante del hotel Fráncfort? ¡Ahí preparan un bacalao que está de rechupete!
La partida de la 1 aDivisión estuvo acompañada por una intensificación de los preparativos de las unidades que pertenecían a la 2 aDivisión. Los británicos hicieron llegar uniformes nuevos a Portugal, distribuidos por los contingentes integrados en el CEP. Se decía que hacía frío en Francia y se le entregó a cada soldado un capote de lana y dos mantas, además de dos mudas de cada prenda de ropa. En Braga, se equipó a todos los hombres de la Infantería 8, la mayoría con cascos de copa acanalada en la cabeza, de mala calidad, desechos del ejército británico. Afonso tuvo más suerte y consiguió un casco MK1, más resistente, y un magnífico dolmán abierto: privilegios de oficial.
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