Llegaron puntuales a la oficina, el responsable de China los estaba esperando en el vestíbulo.
Fue una buena tarde. Kluge era competente, Jan pensó que se podía aprender de él. Hacía preguntas oportunas y sometía a las personas a la justa presión, sin desmotivarlas. Tenía una memoria excelente y un buen conocimiento del mercado; por otra parte, iba a China más o menos una vez al mes.
Hacia las cinco Jan se dio cuenta de que estaba a punto de quedarse dormido. Sentía tal modorra que tuvo que levantarse y abandonar la sala de reuniones. Fue al baño y se mojó la cara varias veces con agua helada. Ahora se encontraba mejor, ostras, qué espeso estaba. Todavía tenía que aguantar un par de horas, luego la cena y por fin se iría a su habitación. Mientras se imaginaba la cama del Pudong Shangri-la, entró un chino que lo saludó con reverencia. Jan respondió al saludo y evidentemente fue un error, porque el chino empezó a hablar en un inglés complicado de entender para una persona que estuviera al ciento por ciento, y todavía más para alguien como él, que estaba al quince. Era el responsable de innovación tecnológica y, como todos los responsables de innovación tecnológica, no contaba mucho, de no ser así estaría en la sala de reuniones con Kluge. Pero Jan siempre había sido muy educado y se esforzó por entenderlo. Se llamaba Franz. Al oír el nombre Jan intentó contenerse, pero no consiguió dejar escapar una sonrisa. No se dijeron nada interesante, excepto cuando Franz -era realmente difícil imaginarse a un chino de Hangzhou con ese nombre- le preguntó si durante su viaje a la India había conocido a Mohindroo. Franz probablemente notó la sorpresa en la cara de su interlocutor.
Sí, lo conocí, respondió Jan. ¿Por qué se lo preguntaba?, si podía saberse.
– Éramos amigos, hicimos una serie de cursos juntos en Alemania y en Estados Unidos. Perdone que lo moleste, pero seguramente usted fue una de las últimas personas que estuvieron con él, y me preguntaba…, me preguntaba…
– Diga, no se preocupe, si puedo ayudarlo le contestaré encantado.
– Es que, ¿cómo lo diría?, hace unos días recibí un correo electrónico suyo. Un correo muy extraño. Intenté llamarlo al día siguiente para aclararlo, pero había muerto. Fue algo terrible.
– Sí, una desgracia -subrayó Jan.
– Sólo quería saber qué impresión le causó. Si estaba preocupado por el cierre del centro o si a usted le pareció que no se encontraba bien.
Evidentemente Franz no quería revelar el contenido del correo electrónico e intentaba averiguar si había sido escrito por una persona alterada o en precarias condiciones emocionales.
– Qué quiere que le diga, Franz, la verdad es que la noticia del cierre del centro de Bangalore fue una sorpresa para todos, pero creo que las condiciones de salida que se ofrecieron fueron muy dignas, lo que hizo que el golpe resultara menos traumático. Hablé personalmente con Mohindroo, estaba preocupado como todos, ni más ni menos. ¿Qué le escribió?
– Una especie de código, no lo entiendo.
– Mire, Franz, si quiere dejarme leer el correo quizá pueda ayudarlo, en otro caso olvídelo y quédese tranquilo. Por otro lado, Mohindroo debió de enviárselo antes del accidente, y la policía dijo que estaba completamente borracho cuando se cayó por la escalera.
– Se lo agradezco, señor Jan, debió de suceder así. Es lo que yo también me he dicho. El alcohol juega malas pasadas. Perdóneme si lo he molestado -concluyó Franz, y prácticamente salió corriendo del baño.
Jan se quedó mirándose al espejo, la conversación que acababa de mantener le parecía irreal. Volvió a mojarse la cara y regresó a la sala de reuniones, no sin antes detenerse a fumar un cigarrillo en el balcón del despacho del jefe chino.
A las siete llegaron al hotel, según lo previsto. La habitación, en la decimocuarta planta del Pudong Shangri-la, era confortable y amplia. Jan se tomó una copa rápida que cogió del minibar mientras se llenaba la bañera. Un baño caliente, hacía doce horas que no soñaba con nada más. Las palabras de Franz lo habían puesto de mal humor, no quería tener nada que ver con aquella historia. Cuando se terminó el vaso, más borracho por el cambio de hora que por otra cosa, decidió revisar el correo.
Se conectó a la intranet de la empresa para descargar sus correos electrónicos.
Era increíble la cantidad de correos que recibía, las secretarias del jefe lo habían incluido en casi todas las listas de correo principales. Al mirar rápidamente por encima los ciento veintisiete mensajes que se habían acumulado en su buzón, sus ojos se detuvieron en uno de los más recientes. Era de Franz.
Lo abrió.
Distinguido doctor Jan:
Le remito el correo del que le he hablado, quizá pueda darle mejor uso que yo.
A continuación, Franz había adjuntado el correo electrónico original que Mohindroo le había enviado poco antes de su muerte.
Dear Franz:
There is something you must know, it is really important
Bw2#srey e35ngjlk’9gf6Fre5!!243…
El texto continuaba así, en un código, si es que era un código, que Jan no entendía. Claro que Franz también debía de estar confuso, si no se trataba de un código que ambos usaban.
¿Qué tenía que hacer?, se preguntó Jan.
Se dio un baño. En su cabeza se agitaban hipótesis, miedos, posibles iniciativas.
Se secó y volvió frente al ordenador.
Distinguido doctor Kluge:
Hoy he mantenido una conversación con nuestro responsable de innovación tecnológica aquí en China. Me ha informado de que había recibido un correo electrónico enigmático por parte de Mohindroo antes de su muerte. Usted quizá no lo sepa, pero parece ser que eran amigos. Obviamente he intentado tranquilizarlo respecto al desgraciado accidente que sufrió Mohindroo. En persona, Franz no ha querido explicarme el contenido del correo, pero está claro que lo ha pensado mejor porque me lo ha enviado. Encontrará el mensaje original de Mohindroo a continuación.
Atentamente,
Jan
Miró el reloj, era la hora de bajar al salón. Pero antes envió el mismo correo electrónico a Andreas.
Querido Andreas:
Quizá te sirva.
Hasta pronto,
Jan
Al llegar al salón Jan se fijó en que Alstrom, el director ejecutivo de China, estaba sentado en el bar. Había ido a recogerlos él solo. Se sentó a la misma mesa y pidió una cerveza. Veinte minutos después llegó Kluge, con cara de pocos amigos, o al menos eso le pareció.
Saludó a los dos hombres. Luego, dirigiéndose en voz baja a Jan, teniendo cuidado de que Alstrom no lo oyera, dijo:
– Gracias por el correo. Me parece que podría haberlo escrito en el código que usamos para proteger los archivos delicados como los que estaban en el servidor indio. Ya se lo he pasado a alguien que puede ayudarnos a entenderlo. Lo mantendré informado.
– Gracias, doctor Kluge, me pareció importante que estuviera al corriente.
– Ha hecho bien. Ahora vayamos a cenar, tengo hambre.
Cogieron un taxi y cruzaron el túnel que conecta Pudong con el centro de la ciudad. El túnel pasa por debajo del Huangpu, el río de Shanghái: un caldo marrón, peor que la bahía de Bombay, en el que sólo podían sobrevivir monstruos radiactivos, o al menos eso fue lo que pensó Jan cuando echó un vistazo antes de entrar en el restaurante.
El viaje fue breve. El local estaba en la última planta del Peace Hotel, un alojamiento de estilo francés con vistas sobre el Wai Tan, también conocido como Bund, el bulevar del muelle.
La cena fue agradable y deliciosa.
Todos estaban cansados, y cuando acabaron de cenar decidieron irse a dormir. Kluge los invitó a tomar la última copa en el bar del hotel. El bar era en realidad una especie de local nocturno situado debajo del vestíbulo, donde tocaba una banda musical de filipinos que cantaban en directo canciones en inglés. Lo hacían bien. También había numerosas chicas que sólo parecían esperar una señal. Un par de estas señoritas se acercaron en seguida al grupo de recién llegados, pero con poco éxito.
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