Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Dejando a un lado que el inglés de las chinas era elemental, los tres hombres eran poco proclives a aventuras de ese tipo, por lo menos esa noche.

Kluge se retiró después de la primera copa, seguido de Jan y Alstrom.

Como tenía una habitación para no fumadores, Jan decidió dar un pequeño paseo por los alrededores del hotel para fumarse el último cigarrillo.

Pudong era increíble: el Shangri-la sería un rascacielos imponente en Europa, pero parecía un edificio normal y corriente en Shanghái. En Pudong también se encontraba el Centro Financiero Mundial de Shanghái, la torre Perla de Oriente y la torre Jin Mao, en cuyo interior estaba el Grand Hyatt Shanghái.

Todas ellas eran maravillas arquitectónicas que se disputaban la primacía de la altura y la luminosidad.

Desde el otro lado del río se veía el Bund y sus casas de principios del siglo XX, iluminadas como en Europa sólo se ve en Navidad. Pero más allá de esa primera hilera de casas de mucho prestigio se levantaba un perfil digno de Nueva York, quizá incluso más sugestivo. Donde él se encontraba, en cambio, era todavía un mundo en construcción. En Pudong se estaba edificando el rascacielos más alto del mundo, e innumerables edificios más. Aquello que sólo unos años antes era una gran charca se había convertido en un centro arquitectónico de valor mundial.

Aquí y allá seguían sobreviviendo casitas con sus restaurantes y pequeñas tiendas, destinadas a desaparecer en poco tiempo. China sólo tenía un dogma, el desarrollo. Lo viejo no era historia, era obsoleto.

El panorama que veía a su alrededor era tan fascinante que Jan iba caminando sin una meta concreta, perdido en aquella orgía de edificios y luces. Ahora recorría una pequeña calle por detrás del hotel, donde aparcaban los taxis mientras esperaban a que salieran los clientes. De repente giró a la derecha y se encontró en un solar destinado a edificar el próximo rascacielos. Estaba vallado, había maquinaria esparcida por todas partes y se veía el clásico cartel que ilustraba lo que se iba a construir allí. Setenta plantas de cristal. Pero, por el momento, prosiguiendo todavía unos veinte metros más en aquel embrión de obra, se disfrutaba de una espléndida vista del Bund y sus maravillosos edificios. La verja del recinto estaba abierta. Jan entró, se sacó el móvil del bolsillo, quería hacer una foto de los edificios que se asomaban al Wai Tan.

Mientras pensaba en lo bonito que sería que Julia estuviera allí con él en ese momento oyó unos pasos a su espalda. No tuvo tiempo de volverse, algo contundente lo golpeó en la cabeza.

Por la mañana

El jefe de obra observó con aire interrogativo al operario que le mostraba el acto vandálico que algún gamberro había cometido durante la noche. ¿Quién podía haberse divertido cerrando el foso donde iban a colocar uno de los veinticuatro ascensores previstos para el futuro rascacielos del Banco de Shanghái?

¿Tenía que actuar como si no hubiera pasado nada y hacer que lo volvieran a perforar?

Decidió que primero era mejor presentar una denuncia a la policía, de ese modo, si el jefe de proyecto le pedía explicaciones por los posibles retrasos, la denuncia le serviría de excusa.

Llamó personalmente.

– Buenos días, diga.

– Buenos días, soy el jefe de obra del Banco de Shanghái en Pudong. Esta noche alguien se ha divertido rellenando el foso que iba a servir para alojar uno de los ascensores. Debo volver a empezar el trabajo desde el principio, corriendo el riesgo de que se produzcan retrasos en la programación de la obra. Tenemos un seguro para cubrir determinadas situaciones. Quisiera que enviara a alguien para evaluar los daños, únicamente para tener un documento oficial.

– Le mando una patrulla, cinco minutos.

– Muchísimas gracias, señora.

El coche de la policía entró en la zona de obras casi inmediatamente después de la llamada telefónica. Jing, el jefe de obra, se dirigió a los dos agentes que habían bajado del vehículo.

– Gracias por venir. Les mostraré los daños.

Se encaminó hasta el foso cubierto de tierra.

– Ayer acabamos de excavar, hasta la misma profundidad que los que ven aquí alrededor. Esta mañana lo hemos encontrado cubierto de tierra.

Los dos agentes comprobaron el estado de las obras. No tuvieron que hacer otra cosa más que confirmar lo que Jing acababa de decir. Redactaron un informe. Vandalismo.

Una vez que los policías se hubieron marchado, el jefe de obra dio orden de volver a empezar el trabajo de excavación.

Uno de los operarios se subió a la excavadora y empezó a cargar tierra en el camión.

Jing entró en la caseta. Quería prepararse un té y estudiar el programa de la jornada.

Veinte minutos después el operario que manejaba la excavadora entró corriendo.

– Jefe, de prisa, tiene que venir a ver una cosa.

– ¿Cómo? ¿Qué tengo que ver?

– Venga, no hay tiempo para explicaciones.

Llegaron corriendo al lado del agujero, habían vaciado la mayor parte.

– ¿Qué pasa?

– Mire allí, en la esquina, ¿ve la pierna?

Jing la vio, y entonces comprendió por qué habían tapado el agujero.

– Voy a llamar a la policía.

– No estoy seguro, quizá la he tocado con la cuchara, pero me ha parecido que la pierna se movía.

Jing se metió el móvil en el bolsillo y saltó al agujero.

– ¡Pásame una pala, rápido!

Julia se despertó con un sobresalto. Había tenido una pesadilla horrible, seguramente incluso había gritado, ya que al lado de la cama vio a sus hijos, que la habían despertado zarandeándole un brazo.

– No es nada, niños, un sueño desagradable. ¿Queréis dormir en la cama con mamá?

Tardó más de dos horas en volver a conciliar el sueño. Antes de caer rendida intentó llamar a Jan. Eran las dos de la madrugada, en Shanghái serían las ocho de la mañana. No contestó nadie, el móvil estaba apagado.

Eran las ocho. Kluge hizo que el conserje llamara a Jan por tercera vez. No contestaba. Lo intentó con el móvil. Estaba apagado. ¿Dónde se había metido ese idiota? El director estaba de pésimo humor, odiaba los contratiempos.

Alstrom se mantenía prudentemente a distancia, conocía a Kluge desde hacía muchos años y sabía cuándo era el momento de no hacer preguntas ni comentarios.

Decidieron irse. Dejaron un mensaje al conserje rogando a Jan que se reuniera con ellos cuanto antes en la oficina. El chófer de Alstrom le dedicó una amplia sonrisa a Kluge mientras le abría la puerta del flamante Audi A8. Kluge no tenía nada por lo que sonreír.

Todo era condenadamente complicado. Hacía varios meses que no podía dormir bien. Tenía pesadillas tremendas. En el mundo todo iba de mal en peor, la economía, el clima y la contaminación, Israel y Palestina, Bagdad, Afganistán, políticos ineptos. Y la gente no sabía lo que sabía él, idiotas.

Malditos, todos.

Jasmine

El recepcionista entró en la sala de reuniones balbuceando. Había venido la policía, querían ver al jefe. Alstrom y Kluge se levantaron a la vez, el pobre hombre tampoco había especificado a qué jefe se refería. Sospecharon de inmediato que se trataba de Jan. Eran ya las seis de la tarde y Alstrom había llamado a la policía a través de la secretaria para comprobar si había noticias. Habían contactado con los principales hospitales de Shanghái, sin resultados.

Los policías esperaban en la entrada, pero eran distintos de como Kluge se imaginaba. Eran tres y ninguno iba de uniforme, cosa bastante rara en un país como China, donde el uniforme representaba un estatus muy determinado, una posición mal pagada pero que denotaba poder. Un poder que a menudo redondeaba el sueldo gracias a favores que podían llegar incluso a la extorsión. Los más afortunados eran los que trabajaban en la aduana, en el puerto. Ésos sí que, si querían, podían permitirse coches de alta gama. Por otro lado, cuando había mercancías que no debían pagar los aranceles oficiales, el importador de turno siempre se mostraba generoso. Volviendo a los tres chinos, eran dos hombres y una mujer insólitamente alta. Era inútil adivinar su edad, para un occidental era casi imposible. Tanto podían tener treinta años como cuarenta y cinco. La mujer tenía cierto estilo. Llevaba un traje de chaqueta oscuro y zapatos de tacón, ropa de calidad, no la había comprado en un mercadillo. Su rostro era dulce y duro a la vez, difícil de definir. Fue ella quien tomó la palabra cuando Kluge y Alstrom se acercaron al grupo.

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