Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– Claro -asintió ella-, ¿por qué matarlo?

Los dos colegas se acercaron a Jasmine. Tan llevaba una serie de fotografías de la víctima que había imprimido en una de las furgonetas de la policía.

– ¿Cómo lo hacemos, jefa? -preguntó Li.

Existían procedimientos estándar para averiguar la identidad de un fantasma, pero ése era un caso especial.

Jasmine miró a su alrededor. Estaban detrás del Shangri-la, y en un radio de quinientos metros había otros dos hoteles de lujo. La víctima iba bien vestida y era occidental: en el caso de que se alojara en un hotel era probable que fuera en uno de ésos. Estaba segura de que la policía de Shanghái ya estaba haciendo averiguaciones en todos los hoteles, pero ésos no eran capaces de encontrar una pista ni aunque la tuvieran delante de sus narices, era mejor comprobarlo en persona.

– Tan, ve al Hyatt; Li, pasa por el Saint Regis, yo me acercaré al Shangri-la. Nos llamamos dentro de media hora para informarnos. Doctor, gracias por todo, manténgame informada, por favor.

Jasmine pidió a Tan que le diera un par de fotos y los tres se dirigieron hacia la salida de la zona de obras.

Conocía bien el Shangri-la, el año anterior había pasado tres meses haciendo una vigilancia, cuando le asignaron seguir una investigación de corrupción que había acabado en suicidio. Aunque ella sabía perfectamente que no se había tratado de un suicidio -había visto salir del hotel personajes de los servicios secretos que no dejaban lugar a dudas-, su superior no quería saber nada de todo eso, y Jasmine tenía la suficiente experiencia para saber cuándo no era el momento de imponer sus teorías.

En recepción nadie reconoció al cliente de aquellas terribles fotos, pero podía deberse al hecho de que el personal de la mañana no fuera el mismo del de la tarde, y si el extranjero había llegado por la noche ninguno de los empleados del turno de mañana tenía posibilidad de conocerlo.

La policía ya había pasado media hora antes con fotos parecidas, pero se fue al no encontrar a nadie que pudiera responder afirmativamente a las preguntas.

Jasmine pidió la lista de los clientes extranjeros que habían llegado el día anterior. Eran cuarenta y nueve. Dejando a un lado a árabes, asiáticos no chinos, a los demasiado viejos y a los demasiado jóvenes, la lista quedó reducida a seis nombres.

Dio la orden de examinar todas las habitaciones; tenía suerte, todavía no las habían arreglado, y sólo una seguía con la cama intacta: la de Jan Tes.

Jasmine no entró, no quería estropear las pruebas. Llamó a Tan y a Li, que llegarían al hotel al cabo de diez minutos, luego informó a la científica para que se reunieran con ella.

Se puso a leer la ficha del cliente que uno de los recepcionistas le había entregado. Jan Tes, empleado de una conocida multinacional, con pasaporte italiano, residente en Milán. Jan viajaba a menudo con el pasaporte italiano en vez de hacerlo con el norteamericano, era más cómodo cuando se movía, sobre todo en Europa. Además, al no tener casa en Múnich, todavía no había cambiado de residencia. Para Jasmine fue fácil acceder a todos esos detalles en las veinticuatro horas siguientes.

Tan fue el primero en llegar. Llevaba consigo guantes de plástico y cubrezapatos del mismo material. Odiaba el ritmo de la científica; si de él dependiera lo haría todo por su cuenta. Se pusieron todas las protecciones en los pies y entraron en la habitación. No había gran cosa: una toalla tirada sobre la cama, una botellita del minibar abierta, el ordenador portátil sobre el escritorio, una maleta abierta pero aún no deshecha del todo. Cuando Li llegó, Jasmine lo envió a la recepción para averiguar si había otros huéspedes del hotel que pertenecieran a la misma multinacional de Jan. Luego Jasmine hizo lo que mejor se le daba: adulterar las pruebas metódicamente. Ordenó a Tan que cogiera el ordenador y se lo llevara a la oficina, lo analizarían ellos.

Tan desapareció con el objeto, mientras Jasmine distraía al personal del hotel que curioseaba alrededor de la habitación.

La científica llegó una media hora más tarde, el momento ideal para desaparecer.

En recepción Jasmine se encontró con Li para volver a comprobar la lista de los seis huéspedes del hotel que no habían descartado. Una de esas personas era un colega del difunto, un tal doctor Kluge.

Jasmine le respondió a Alstrom en inglés.

No se fiaba de su comprensión del chino, había notado que lo hablaba realmente mal.

– Señor Alstrom, señor Kluge, lamento no poder darles más detalles. Ahora tenemos que irnos. Vamos, señor Kluge, sus compromisos de esta noche ya han sido cancelados y el alcalde ha sido informado de la situación.

Esta última observación hizo montar en cólera a Kluge. ¿Cómo se permitía aquella chinita interferir en su agenda sin ni siquiera explicarle el motivo? Sin embargo, estaba desconcertado por la personalidad de Jasmine, y comprendió que no tenía mucho sentido discutir con alguien que seguramente sabía lo que estaba haciendo.

– Entonces será mejor que nos vayamos, pero sepa que haré llegar una queja formal a mi embajada por el modo en que he sido tratado -dijo el director sin conseguir parecer muy convincente.

– Como quiera, doctor Kluge, ahora acompáñenos, por favor -concluyó Jasmine-. Usted no -dijo categóricamente dirigiéndose a Alstrom, que se estaba uniendo al grupo-. No necesitamos su ayuda.

Alstrom llevaba en China el tiempo suficiente para saber que no era el momento de contradecir a aquella mujer, era demasiado decidida para no contar con un pleno apoyo de las alturas. Aunque consiguió pronunciar una frase para quedar bien con su jefe:

– Doctor Kluge, llámeme en cuanto pueda, iré a recogerlo a cualquier hora y en cualquier punto de la ciudad.

Recibió un gruñido como respuesta.

El viaje en coche, en plena hora punta, fue largo y silencioso. Kluge se pegó al móvil, hablando con monosílabos, y sólo paró cuando el coche entró en el parking subterráneo de un gran edificio con forma de cubo. Era el cuartel general de Jasmine.

Jasmine se quedó en silencio, pensando. Cuando mencionó el nombre de Kluge a un colega del ministerio descubrió que el caso era de competencia común con la oficina para el desarrollo económico. Eso se debía al hecho de que la persona en cuestión era el representante de una empresa internacional con grandes influencias en el país.

A sus órdenes. Jasmine sabía cómo funcionaban esas cosas.

Había entendido el sistema mejor que todos los demás. Pensaba en sus compañeras de academia: ellas no lo habían conseguido. Era un mundo de hombres. Ella había sido lista y afortunada. Lista porque conocía cada una de las organizaciones que tenían que ver con la seguridad nacional del país. Ese conocimiento, adquirido durante sus estudios, mientras preparaba una tesis sobre comunicación entre entes gubernamentales encargados de la seguridad nacional, le había permitido ser muchísimo más competente en el desarrollo de sus funciones que cualquiera de sus colegas masculinos. Y afortunada porque era sobrina de su tío, una persona importante y respetada en Shanghái e incluso más lejos.

No es que la hubiera ayudado directamente, pero le había servido para darle una ulterior aura de fuerza. Además, tampoco había que dejar de lado el hecho de haber sabido mantener a distancia a algún funcionario entrometido que pensaba poder aprovecharse fácilmente de ella.

Jasmine miraba por la ventana. Había coches por todas partes. Bicicletas, motocicletas, todos ellos cargados de personas y mercancías. El gris parecía ser el color predominante. Entonces recordó que por la tarde la habían llamado del consulado norteamericano. Habían sabido que había muerto un extranjero y querían asegurarse de que no se trataba de un compatriota suyo.

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