Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Mohindroo había enviado una clave de lectura a un colega suyo. También en ese caso pocas horas antes de morir.

La versión de Kluge ya no era creíble, había matado también a Jan, no cabía duda. Todas esas historias sobre el cierre del centro por motivos financieros eran mentira, la explicación de las muertes, referidas a las ratas de laboratorio, eran mentira. Eran asesinos sin escrúpulos.

Un odio que nunca antes había sentido se apoderó de Andreas, pero duró poco, el miedo ocupó su lugar.

¿Qué podía hacer? ¿También llegarían hasta él?

Claro que iban a llegar, sólo tenían que leer el mensaje enviado desde el ordenador de Jan. Andreas temblaba.

Debía ir a la policía. Tenía que pedir protección.

Iría en cuanto volviera de China. Tenía que reflexionar, preparar la historia, comprometer a ese maldito Kluge.

Cuando Ulrike regresó se abrazaron llorando, recordando a una persona que siempre había formado parte de su vida, una parte importante de su vida, desde que se habían conocido.

En Frankfurt Andreas se encontró con Julia, se abrazaron y luego buscaron un sitio más discreto donde abandonarse a las emociones. No querían hacerlo delante de extraños, en eso se parecían.

Un representante del consulado estadounidense, uno del consulado italiano y un funcionario chino los esperaban directamente a la salida del avión.

– Señora Tes, soy Mike Pulski, represento al gobierno norteamericano. Lamentamos profundamente lo que ha ocurrido. Mi colega Patrizio Fugazzola y yo hemos intentado facilitarle al máximo los trámites burocráticos.

– Mi más sentido pésame -añadió el colega italiano.

– Gracias -respondió Julia con un hilo de voz.

– Sígannos, ya nos hemos ocupado de los documentos de Inmigración.

Los acompañaron a una salida secundaria, donde los esperaba un coche. Las maletas las llevarían más tarde directamente al hotel. No había mucho que decir, así que pasaron gran parte del viaje mirando por la ventana.

Menudo sitio, pensaba Andreas. Había estado en Shanghái muchos años antes, en un congreso internacional, pero la ciudad había cambiado por completo. Era impresionante el desarrollo que había experimentado en los últimos veinticinco años.

Y luego asoció la ciudad a la muerte de su amigo. Aquí te han asesinado, en este lugar tan alejado de casa.

Julia se ocultaba tras sus gafas de sol. Nunca le habían gustado, pero ahora le resultaban muy útiles, la protegían del mundo. Vivía en una especie de trance. Había enviado a sus hijos a la playa con los abuelos, todavía no lo sabían, pero lo intuían: nunca habían visto a su madre en esas condiciones.

Tenía sentimientos encontrados, de una violencia que nunca había experimentado. La empresa de Jan había llamado el día anterior: la ayudarían de todas las maneras posibles, le reembolsarían los gastos, ¿podía, por favor, guardar las facturas? Le garantizaban un adecuado apoyo financiero, el jefe en persona había dado instrucciones al respecto, y muchas palabras más a las que Julia no había prestado atención, mientras pensaba qué iba a ser de sus hijos sin un padre.

– ¿Quieres un poco de agua, Julia? -preguntó Andreas tendiéndole una botellita que había cogido en el avión.

– Sí, gracias, gracias por estar aquí conmigo.

Él la abrazó, con los ojos empañados.

Mientras tanto el coche había atravesado el gran puente sobre el Huangpu y circulaba en dirección al viejo aeropuerto.

Andreas no había dejado de pensar en ningún momento en el ordenador que tenía en su despacho y en el último correo electrónico que había recibido de Jan. Tenía que decírselo a Julia, era justo que ella lo supiera, pero no hoy, ahora no era el momento.

El coche entró en el parking subterráneo de uno de los depósitos de cadáveres de la ciudad. Estaban allí para hacer la identificación oficial y organizar el traslado del cuerpo o, en su caso, el transporte de la urna con las cenizas, porque Jan, a pesar de no haber hecho testamento, siempre se había referido a la cremación como la práctica que más se aproximaba a su manera de pensar.

Subieron a la cuarta planta y se acomodaron en una sala de espera. La visita a los restos mortales se realizaría dentro de unos minutos. Julia temblaba, Andreas la abrazaba acariciándole la espalda.

Entró otro funcionario, todo estaba listo. La pequeña comitiva se dirigió hacia un largo pasillo y luego entró en una sala donde los saludó un hombre con bata blanca. Era uno de los responsables del depósito. Hablaba un discreto inglés.

– Mi pésame más sincero, señora Tes. Por desgracia no podemos evitar un reconocimiento oficial por parte de un familiar.

– Quiero verlo -murmuró Julia.

– Claro, señora. Hemos intentado preparar el cadáver lo mejor que hemos podido. Lamentablemente, la muerte por asfixia nunca es un espectáculo agradable. Sea fuerte, señora Tes. ¿Usted también viene? -preguntó dirigiéndose a Andreas.

– Sí, yo también voy.

– Bien. Síganme, por favor.

Entraron en una sala adyacente, donde había unas veinte mesas. Alguna estaba vacía, la mayor parte estaban separadas por biombos. Jan estaba tendido en una de las primeras.

Julia se acercó temblorosa, sujetada por Andreas.

Era una visión terrible. El rostro de Jan era de un color inhumano, un color que alguien había intentado enmascarar con maquillaje, que lo hacía todo aún más espeluznante. La ropa que llevaba no era suya, era nueva. Jan no se habría puesto nunca algo parecido.

– ¿Qué te han hecho, amor? -gimió Julia-. Cuánto te han hecho sufrir.

El llanto de su amiga tuvo un efecto detonante para Andreas. Él, que quería servirle de apoyo, también necesitó ayuda.

El doctor chino se dio cuenta antes que los demás.

– Siéntese aquí -y le acercó un taburete.

Andreas lo usó como bastón, apoyándose encima con una mano. Quería permanecer junto a su amiga.

– ¿Vamos, Julia?

– Un momento, quiero despedirme de él. -Se volvió hacia su marido-. Les explicaré a Samuele y a Anna que estabas preparado para esta nueva aventura. No sabrán nunca cómo te he encontrado. No se lo diré nunca.

Le acarició el rostro y rompió a llorar desesperadamente. Era el momento de sacarla de allí.

Cuando salieron de la sala, Andreas notó que, apoyada en una de las paredes del pasillo, había una mujer china vestida de manera muy elegante. Los observaba y tenía una mirada triste. Era Jasmine.

Se trasladaron a un despacho donde, durante las tres horas siguientes, se ocuparon de los documentos para la cremación y el posterior traslado de la urna.

Julia también tuvo que firmar una declaración en la que elogiaba el excelente trabajo de la policía, que en el transcurso de muy poco tiempo había conseguido arrestar a los culpables, y afirmaba estar satisfecha del resultado de las investigaciones.

No pronunció ni una sola palabra en chino, y se hizo traducir cada uno de los documentos por el funcionario que estaba presente. Jan había sido asesinado durante un atraco. Los tres culpables habían sido arrestados y serían fusilados en un par de semanas. No le estaba permitido asistir a la ejecución, aunque tampoco lo deseaba.

El mismo coche que los había recogido en el aeropuerto los llevó al hotel. Estaban deshechos, los dos. Se registraron en recepción y quedaron en verse por la mañana después del desayuno. Permanecerían en Shanghái veinticuatro horas más y luego cogerían el vuelo de regreso al día siguiente.

Andreas acompañó a Julia a su habitación, y se ofreció a dormir en el sofá o en el suelo, si ella no se veía con fuerzas de pasar la noche sola. Julia rehusó amablemente. Quería estar sola, ya lo llamaría si lo necesitaba.

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