Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– Vete a casa, Karl, piénsalo mientras descansas. Te llamaré mañana.

Lee se acercó a su colega y lo abrazó con fuerza.

– No hagas locuras.

– Adiós, Peter -concluyó Kluge.

Se levantó y salió del despacho del director ejecutivo. Pasó rápidamente por delante de las secretarias, las saludó y cogió el ascensor para ir al garaje. Su Mercedes SL 600, obviamente de la empresa, lo esperaba en la plaza número dos. Incluso habían numerado jerárquicamente las plazas de aparcamiento.

Un intercambio

Se encontraban de nuevo en medio de la corriente que discurría a lo largo de gran parte de los cuatro kilómetros de la calle Nanjing Lu. Empezaron a caminar en dirección al Peach Hotel.

Iban los dos en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

¿Qué sabía Jasmine? ¿A qué estaba jugando? ¿Qué quería? La muerte de Jan seguía siendo un misterio. ¿Y si hubiera descubierto algo que Andreas no sabía?

Tomó él la palabra.

– Julia, ¿qué hacemos?

– Creo que deberíamos hablar con Jasmine. La llamaré cuando llegue al hotel. Ella nos dirá lo que quiere a cambio del nombre del culpable. Me parece que no es muy difícil de adivinar.

– ¿Y crees que es conveniente complacerla?

– No lo sé. Pero no quiero que te ocurra nada, lo decidiremos según lo que ella nos diga.

»Oye, Andreas, necesito estar un rato sola. ¿Te molesta si nos vemos en el hotel dentro de un par de horas? Me apetece andar un poco.

El primer impulso de Andreas fue el de acompañarla, por seguridad. Pero luego se dio cuenta de que Julia conocía la ciudad y el idioma mucho mejor que cualquier occidental, y quien debía temer algo de Jasmine era él, no ella.

– Claro, Julia. Llámame cuando llegues.

Se abrazaron.

Él miró cómo se alejaba entre la multitud.

No era mala idea dar una vuelta. Se dirigió a la plaza del Pueblo. Desde allí fue siguiendo su instinto. La muchedumbre de Nanjing Lu era demasiado para él, y torció por una pequeña calle a la izquierda.

Caminó durante unos diez minutos antes de encontrar a la derecha una callejuela donde parecía haber un mercado, a juzgar por los tenderetes que se veían a ambos lados de la calle y la cantidad de personas que se agolpaba frente a ellos. ¿Cuánta gente había en esa ciudad?

Decidió echar un vistazo. A su izquierda, los primeros puestos vendían insectos en unos envases de plástico transparente. Andreas se acercó para averiguar de qué se trataba. Eran grillos. Grillos de pelea.

Los clientes discutían animadamente con los vendedores sobre las cualidades para la pelea que tenían los insectos, o al menos eso le pareció a Andreas.

En el lado opuesto, otros tenderetes vendían principalmente flores y pájaros.

Los pájaros pequeños se hacinaban en jaulas de bambú. En la base yacían los cuerpos de los pajaritos muertos en aquella aglomeración. Pero allí no se tiraba nada: Andreas se fijó en que el vendedor cogía uno y se lo daba a comer a una de las grandes águilas que tenía en exposición y que estaban sujetas a unos pedestales. Como tantos occidentales que pasaban por aquel mercado, él también se preguntó si era legal vender especies protegidas.

La callejuela donde discurría el mercado no era muy larga. Una vez que la hubo recorrido hasta el final, Andreas se sentó en un banco cerca del último tenderete, que vendía flores para llevar a casa.

Cada cosa que hacía, cada cosa que veía, estaba como envuelta en una niebla. Jan estaba en cada uno de sus pensamientos.

Como siempre, pero especialmente cuando le ocurría algo excepcional, como visitar un mercadillo en China, deseaba que su mejor amigo pudiera estar allí con él. Y, aunque no estuviera, en su cabeza imaginaba diálogos que lo tenían a él como interlocutor.

Rompió a llorar. Era terrible pensar que de ahora en adelante iba a estar solo.

Permaneció sentado un rato más. Cuando se le acabaron las lágrimas se puso a observar a la gente.

Sólo la dependienta del puesto de al lado del banco se había fijado en aquel occidental que le había pasado por delante, se había sentado y poco después se había echado a llorar como un niño. Se preguntó qué le habría ocurrido que fuera tan terrible. Cuando le pareció que se había calmado, se acercó a él llevando una orquídea en la mano. Se la tendió.

Andreas la miró con los ojos todavía enrojecidos.

Cogió la flor.

Thank you. Xie Xie .

La chica le sonrió y volvió a su puesto.

Andreas ahora estaba sentado, con los ojos brillantes, mirando la orquídea. Era preciosa. De nuevo tuvo ganas de llorar.

Se levantó y se volvió hacia la vendedora buscando sus ojos para saludarla. Le estaba vendiendo una planta a una señora anciana con aspecto malhumorado que examinaba la mercancía desde todos los ángulos.

Andreas se puso en marcha.

Le volvió a la memoria la historia favorita de su amigo, la del conejo blanco resucitado, y sonrió.

Al llegar a un cruce con una calle más grande miró el reloj: era mejor volver. Paró un taxi y se fue de regreso al hotel.

Cuando hubo llegado al Shangri-la, subió directamente a su habitación.

Se tiró sobre la cama y se derrumbó.

El teléfono de la habitación sonó a las ocho de la noche. Era Julia.

– Hola, Julia -contestó él algo confundido-. ¿Ya has vuelto?

– Sí, hace un rato, he intentado descansar un poco. Después he llamado a los chicos. También he llamado a Jasmine. Nos vemos en el vestíbulo dentro de media hora.

– ¡Ahora voy! Paso a recogerte por tu habitación dentro de quince minutos.

Al salir del ascensor, la vieron en seguida.

Esta vez Jasmine no estaba sola, iba acompañada por dos dandis, uno de los cuales era el que Andreas había identificado por la mañana. La verdad es que no habían sido muy discretos.

Los dos chinos, ambos vestidos con un traje marrón, se colocaron haciendo de escudo de una mesa aislada, asegurándose de este modo la privacidad y a la vez la curiosidad de la mitad del hotel.

– ¿Por fin ha conseguido que su amigo le cuente la verdad? -le preguntó Jasmine a Julia en mandarín.

– Sí, ahora sólo falta la suya -contestó esta última.

– La mía. Ya. Mire, mi verdad es incompleta, y hasta que usted me ayude a completarla no podré compartirla. Sé que con usted puedo hablar como lo haría con una china, me han dicho que cuando hacía traducciones pensaba como una de nosotras, así que no le sorprenderá mi petición.

– Estoy aquí para eso.

– Entonces, señora Tes, siga mi razonamiento. A su marido lo han matado unos estúpidos y yo he descubierto que esos estúpidos en realidad seguían instrucciones muy concretas. Así que no se trata de un atraco que ha terminado en homicidio, sino de un homicidio que han querido disfrazar de atraco. Ha sido fácil descubrirlo. ¡Occidentales! Siempre creen que están tratando con un país de obreros idiotas. Por desgracia, nos falta el móvil. ¿Por qué mataron a su marido? ¿Qué gran delito podía haber cometido? Si usted me lo revela, estoy dispuesta a decirle quién ordenó su asesinato. Me parece una propuesta sensata, ¿a usted qué le parece? -preguntó Jasmine con voz persuasiva.

Esta vez era la funcionaria la que escrutaba a su antagonista. Julia era una mujer fuera de lo común, y no sólo porque lo hubiera leído en la ficha que le había enviado uno de los analistas. Podía percibirlo. Tenía ojos de hielo, de un azul transparente, indicio de una inteligencia viva, curiosa. Su rostro estaba consumido por el dolor, pero seguía expresando una profunda dignidad.

– Ya que me considera una de ustedes, déjeme que le diga una cosa que aclara mi posición -replicó Julia-. Siempre he admirado China: su cultura, su complejidad, su gente. Pero eso no significa que la admire a usted. Podría haber arrestado a quienes ordenaron la muerte de mi marido, o al menos cursar una orden de búsqueda internacional. Y en vez de eso está aquí, sentada frente a mí, vestida con elegancia, intentando descubrir lo que podría preguntar directamente a quienes ordenaron el asesinato, ya que seguramente sabe quiénes son.

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