Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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De repente se dio cuenta de que tenía que salir de allí, estaba a punto de derrumbarse.

Se dirigió a los ascensores.

Llegó a su habitación como atontado.

Se dejó caer en la cama y llamó a Julia para asegurarse de que estaba bien y para que le informara sobre la conversación que había mantenido con Jasmine.

Su amiga lo tranquilizó, ahora debían dormir, ya hablarían al día siguiente.

El funcionario del consulado estadounidense, acompañado nuevamente por su colega italiano, fue a recogerlos al hotel a las seis de la mañana. Durante el trayecto hacia el aeropuerto les dieron algunas informaciones técnicas: la urna con las cenizas de Jan la enviarían al día siguiente y la entregarían directamente en casa de Julia en Milán. Se pondrían en contacto con ella para los detalles de la entrega.

Una vez en el aeropuerto de Pudong, Julia y Andreas hicieron los trámites del embarque y se dirigieron al control de pasajeros.

Había la cola habitual, como en todos los aeropuertos.

Por lo menos allí no pedían que te quitaras los zapatos.

Era casi su turno cuando una voz conocida los llamó.

– Señora Tes, señor Weber, un segundo, por favor.

Era Jasmine. Salieron de la fila y se apartaron hacia un rincón menos concurrido.

– Quería desearles buen viaje. Han pasado unos días muy difíciles y lo lamento. Hay una cosa que todavía me siento en la obligación de darles -y diciendo esto sacó de su bolsillo una hoja de papel que entregó a Andreas-. Es el correo electrónico que Mohindroo envió a Franz con el código para descifrar los archivos. Quizá pueda serles útil. Imagino que, si todavía no han logrado saber lo que se esconde en el ordenador, seguramente es porque los datos están cifrados. Podría ser que el código usado fuera el mismo que el del correo electrónico: es extremadamente complejo.

»Señor Weber, le doy tres días. Después, un empleado del consulado chino se presentará a usted en Alemania. No haga tonterías, se lo digo desde el fondo de mi corazón. No implique a ningún policía, a ningún ente, a ninguna organización. Va su vida en ello. -Después se volvió hacia Julia-. Adiós, señora Tes, ha sido un gran honor conocerla. Deseo que la verdad pueda servirle de consuelo.

No dijo nada más y no esperó respuesta. Dio media vuelta y desapareció, dejando a Julia y a Andreas mirando una hoja de papel.

Kluge

Había dormido poco y mal. Kluge se despertó más cansado que cuando se había acostado. Se duchó, se afeitó y se vistió, no para ir a la oficina sino para dar una vuelta con el aire fresco de Múnich. Vivía en Lehel, uno de los barrios más bonitos de la ciudad, que daba al río Isar. Caminaba por el paseo peatonal y admiraba la estatua del Friedensengel, el ángel dorado de la paz, que parecía mirarlo desde lo alto.

Prosiguió todavía un buen rato inmerso en sus pensamientos. Se encontró delante del Museo de la Técnica, la meta preferida de sus nietos. Al pararse allí delante se acordó de todo lo que había hecho para que su empresa hiciera donaciones al museo.

No se trataba sólo de filantropía: quería que desde pequeños los futuros clientes estuvieran familiarizados con el nombre de la empresa.

Se volvió, hizo una inspiración profunda. Se olía aire de montaña. Consideró si era mejor volver a casa a pie o coger el tranvía.

La parada estaba justo delante del museo.

Se decidió por el tranvía.

Más tarde pasaría por la oficina para preparar su salida de escena.

Tenía que pensar en una historia creíble, quizá algún leve problema de salud. O bien que había decidido dedicar más tiempo a su familia y a sí mismo.

Sí, eso sonaba mejor.

El tranvía estaba llegando.

Se dispuso a esperarlo en el andén. Había bastante gente aguardando para subir. El tranvía corría veloz como siempre. Los transportes públicos en Múnich no son sólo extensos y puntuales, también son rápidos. Eso hace que el uso de vehículos particulares por parte de muchos de los habitantes de la ciudad sea muy limitado.

Cuando el tranvía estuvo a pocos metros de él, Kluge sintió que cuatro manos lo aferraban y lo lanzaban hacia los raíles. Vio que el tranvía se le echaba encima, sin posibilidad de evitarlo. Las mismas manos que lo habían empujado, sin dejar nunca su presa, lo retiraron hacia atrás en el andén.

El conductor vio de repente una silueta delante del morro del tranvía y casi en el mismo instante la vio desaparecer.

Por poco no tuvo un infarto. Como reacción, golpeó el freno de emergencia. La mayoría de los pasajeros que iban de pie se cayeron.

El tranvía se detuvo.

El conductor bajó hecho una furia a buscar al responsable de aquel desastre. No parecía que hubiera heridos graves a bordo, sólo un par de personas se quejaban de las contusiones sufridas en la caída.

El conductor no consiguió encontrar a nadie.

Kluge ya estaba en el otro lado de la calle y caminaba entre los dos hombres que le habían procurado aquella desagradable experiencia. No oponía resistencia, sabía que habría sido inútil.

– ¿Adónde me llevan?

– A ninguna parte, sólo lo acompañamos hasta el final del Ludwigsbrücke. No nos gustaría que le ocurriera nada malo, doctor Kluge -respondió uno de los dos.

Lo dejaron al final del puente, detrás de él podía oír las sirenas de la policía acudiendo a la parada del tranvía para las comprobaciones de rigor.

La advertencia había sido clara.

No podía dejar la empresa.

Al menos, no por decisión suya.

Empezó a caminar hacia su casa.

A mitad de camino sonó su móvil. Era su hija. Estudiaba y vivía en Heidelberg, donde estaba terminando la carrera universitaria.

– Hola, Astrid -respondió en voz baja.

– Hola, papá. ¿Te molesto? ¿Puedes hablar? -preguntó tímidamente la chica, que sabía los innumerables asuntos de trabajo que desde siempre abrumaban a su padre.

– Claro, tesoro, dime.

– Hoy me ha ocurrido algo extraño. Cuando he ido a coger mi coche, en el parabrisas había una hoja de papel que decía que comprobara los frenos antes de salir. Primero he pensado que se trataba de una broma. Pero luego, cuando he puesto en marcha el coche y he hecho un par de metros de prueba, efectivamente los frenos no funcionaban. Ni siquiera el freno de mano. He puesto punto muerto hasta que se ha parado. No te imaginas qué susto.

– ¿Te ha pasado algo? -preguntó el padre, muy preocupado.

– No, no, estoy bien. Claro que, si no hubiera sido por la nota, no sé si ahora estaría en condiciones de decir lo mismo. Te llamo para preguntarte qué tengo que hacer. ¿Quieres que vaya a la policía?

– No. Yo me encargo del tema. No te preocupes -contestó con decisión Kluge-. No hagas nada. Te prometo que no volverá a suceder. Querían enviarme un mensaje a mí.

– ¿Quiénes?

– No sé decírtelo. Hemos despedido a algunos empleados últimamente a causa de la crisis económica. Quizá lo que te ha ocurrido esté relacionado con eso. Informaré en seguida al jefe de seguridad para que tome las medidas oportunas. No tienes nada más que temer -respondió enérgicamente un padre que, en realidad, tenía ganas de sentarse y echarse a llorar en medio de la calle.

– De acuerdo, papá. Pero ¿tú estás bien?

– ¿Cómo quieres que esté bien con lo que acabas de contarme? Pero no te preocupes, tesoro, nadie te hará daño. Nadie. Te llamo más tarde. Un abrazo.

– Hasta luego, papá. Ten cuidado, por favor.

Colgaron.

Kluge caminó hasta su casa.

Acababa de decidir lo que iba a hacer. No les daría otra oportunidad.

Una vez en casa se duchó por segunda vez esa mañana y se vistió para ir a la oficina. Escogió el traje más elegante que tenía. Debía irse.

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