»Señora Jasmine, como usted ya sabe, porque estoy segura de que lo sabe, he trabajado para varias agencias chinas y conozco su modo de pensar: interesado, lo definiría yo. Me hacen gracia los que los llaman «comunistas». ¿Qué piensa obtener de todo esto? ¿Un secreto industrial que pueda beneficiar al gran pueblo chino? ¿Que les aporte «desarrollo», su palabra favorita?
»Señora Jasmine, la he llamado para decirle que mañana me voy, regreso a Italia.
»No tengo nada más que decirle, a menos que usted no me trate con el respeto que merece mi inteligencia. Decida, pero hágalo de prisa porque, si le soy sincera, su tiempo conmigo ha terminado.
Jasmine la había escuchado atentamente. Julia hablaba el chino como una china culta, con una riqueza de vocabulario que ni siquiera ella poseía. La observaba con la misma seriedad y reflexionaba sobre su respuesta. Ningún chino se habría atrevido a decirle nada parecido a ella o a sus colegas. Todos sabían que si alguien del Ministerio del Interior quería obtener algo lo conseguía sin muchos problemas.
Y ella quería obtener algo, a toda costa, pero no sabía exactamente qué. Si de ella dependiera habría tratado a Kluge de otro modo, no le habría costado mucho hacer hablar a alguien como él.
¡Ejecutivos! Gallinas, deberían llamarse.
Pero las órdenes habían sido claras, no se le podía tocar, de momento. Por desgracia, en el lenguaje cifrado de la burocracia, eso equivalía a decir nunca.
Apostaría todo lo que tenía a que ese hombre no volvería a poner nunca más los pies en el Gran Imperio del Centro.
Había leído todos los correos electrónicos del ordenador de Jan. Habían conseguido descifrar el mensaje que el director de innovación tecnológica indio había enviado a Franz, su colega chino. Desencriptar ese código había sido difícil. Era mucho más complejo que el que habían usado los torturadores de Jan, y lo habían logrado, según decía el jefe de la oficina de criptografía, únicamente gracias a una serie de afortunadas coincidencias.
Pero al final la traducción no había aportado muchos elementos útiles. Mohindroo sabía, porque la empresa le había informado, que en uno de los ordenadores indios se habían cargado datos a los que no le estaba permitido acceder directamente.
Se trataba de una cantidad enorme de datos. Estaba claro que ese hecho había estimulado en Mohindroo cierta curiosidad, puesto que decidió intentar descifrar el código de seguridad del servidor.
El informe que le había llegado a Jasmine desde la India también sugería que la curiosidad del indio podía estar más relacionada con el código de protección que con el contenido mismo de los datos.
De hecho Mohindroo había sido matemático, le apasionaba la criptografía. A pesar de sus reconocidas capacidades, tardó años en encontrar la clave para descifrarlo. En el correo electrónico a Franz explicaba que descifrar ese código se había convertido en una obsesión para él, pero al final lo había conseguido. Los datos eran estremecedores, según decía. Seguían informaciones técnicas sobre cómo acceder al servidor e identificar los archivos importantes. El correo electrónico había sido escrito con el mismo código usado para la protección de los datos, de ese modo Mohindroo demostraba que efectivamente había logrado descifrarlo.
Eso era todo. Ni un detalle más. Lo que resultaba ser tan estremecedor no lo especificaba. Jasmine en seguida abrió los canales con la India: un equipo de hackers se puso a trabajar. Al final el resultado fue decepcionante. El servidor ya estaba cerrado, Mohindroo estaba muerto. Pero hubo un informe en particular de uno de los ocho equipos que tenía en la India que espoleó la imaginación de Jasmine. La hija de Mohindroo había denunciado el hurto de su ordenador portátil al día siguiente de que muriera su padre. Según la denuncia, el culpable era un occidental llamado Kroeger.
Jasmine hizo algunas averiguaciones y descubrió que un tal Kroeger, jefe de seguridad de la empresa de Kluge, estuvo en Bombay los mismos días que Jan, cuando Mohindroo murió. Kroeger, según el informe que había recibido desde Alemania, no estaba localizable. Había desaparecido. Pero a Jasmine no se le escapaba el hecho de que la descripción física del ladrón se correspondía de manera sorprendente con la fisonomía de Jan.
Era probable que Mohindroo tuviera copia de ciertos archivos en el ordenador de su hija por seguridad. Si Jan había robado el ordenador, no había muchos sitios donde podría haberlo escondido. En la India seguro que no. Si de verdad había sido él, había tenido muy poco tiempo para ocultarlo desde que lo robó hasta que partió hacia Múnich: debía de habérselo llevado consigo. Tenía que estar en Múnich. Los dos equipos de Baviera que Jasmine había puesto a trabajar no habían encontrado nada, ni en el despacho de Jan ni en el piso de Andreas, donde sabía que Jan estaba viviendo entonces. Jasmine estaba convencida de que Andreas desempeñaba un papel determinante en el asunto del PC, teniendo en cuenta que Jan le había enviado el correo electrónico cifrado de Mohindroo a Franz. ¿Por qué iba a hacerlo a no ser que Andreas estuviera al corriente de todo y si, además, no pudiera ayudarlo de alguna manera? El trabajo de investigación de Jasmine la había llevado hasta allí. Ahora le tocaba a ella descubrir el resto de la historia.
– Señora Tes, créame, no subestimo su inteligencia. Su marido ha sido asesinado y el motivo de su muerte todavía es oscuro. Quien mata una vez normalmente no tiene reparos en hacerlo de nuevo.
Ahora Jasmine había hablado en inglés, en un volumen suficientemente alto para que Andreas pudiera oírla con claridad. Y él lo había entendido perfectamente. La frase le causó una náusea terrible. Por fortuna se recuperó en cuanto la funcionaria empezó a hablar de nuevo.
– Gracias por haber querido reunirse conmigo, señora Tes. Les dejo esta noche para pensar, iré a despedirme de ustedes al aeropuerto. Mientras tanto los invito a que reflexionen y se planteen una pregunta: ¿vale la pena? Déjennos estos asuntos a nosotros, vuelvan a hacer su vida normal, piensen en sus familias, en sus seres queridos. Hasta mañana, Andreas. -Concluyó la conversación con una sonrisa.
Él no sonreía. La mujer tenía razón.
– Un momento, señora Liu -la detuvo-. Yo tengo lo que está buscando.
Siguió una larga pausa.
Todos lo miraban como en trance.
A Julia le costó ocultar su disgusto. La partida era entre ella y Jasmine, él no debía entrometerse. Se dio cuenta de que no tenerlo al corriente de su estrategia antes de la reunión había sido un grave error.
– Estoy dispuesto a entregárselo -continuó Andreas-, pero sólo si hay una incriminación oficial de los responsables por parte de las autoridades chinas, con la consiguiente orden de captura internacional.
Jasmine permaneció en silencio unos instantes.
– Eso no será posible, señor Weber. Lo que puede hacer es entregar el ordenador a un encargado mío tan pronto como llegue a Múnich, y yo, de manera no oficial, le diré quiénes han ordenado el asesinato. Lo que hagan con esa información no me concierne.
– No podremos hacer mucho con ella si en el certificado oficial de defunción de Jan pone que fue asesinado en un atraco, ¿no le parece? -respondió Andreas.
A Julia no se le escapó notar cierta satisfacción en los ojos de la china.
Andreas buscó la mirada de Julia, pero la que recibió como respuesta no le pareció muy amistosa. Lo interpretó como una invitación a zanjar la conversación.
– Le entregaré el ordenador, pero el nombre de quien está detrás de todo esto nos lo dirá ahora. Es la única condición que ponemos.
Jasmine lo miró atentamente. Tenía la sensación de que Julia no estaba contenta con ese acuerdo. Pero ahora era con Andreas con quien tenía que negociar, el ordenador lo tenía él.
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