Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Después se reunió con su amiga.

Cuando estuvieron dentro del ascensor pulsaron el botón de la planta doce, donde estaban sus habitaciones.

Andreas le pasó el teléfono a Julia.

– Mira, ésta fue la última foto que le hice a Jan. No hago otra cosa que mirarla.

Ella cogió el móvil y miró la pantalla. Leyó el mensaje que Andreas acababa de escribir en la tienda. Lo leyó dos veces. Se volvió hacia Andreas, que le hizo una señal para que permaneciese en silencio.

Julia le devolvió el teléfono.

En ese momento un funcionario informó a Jasmine que no había salido ningún mensaje ni ningún correo electrónico del número de móvil de Weber.

– ¿Te das cuenta, Tan? -le preguntó Jasmine a su colega.

– Así pues, ¿qué ha hecho? ¿Le ha escrito un mensaje a la señora Tes? -replicó Tan.

Una vez en la habitación de Andreas, Julia se dejó caer en la cama. Necesitaba llorar, no podía contenerse más. Un llanto liberador resonó en el silencio del dormitorio.

Él cogió dos botellines de whisky del minibar y los sirvió en dos vasos con poco hielo.

Se bebió uno. Le ofreció el segundo a Julia, que no estaba en condiciones de responder, así que dejó el vaso sobre el escritorio.

Necesitaba un poco más de tiempo.

Cuando se recuperó, Julia se sentó en la cama, tenía que interpretar su papel. Aferró el vaso que Andreas le tendía y se lo bebió de un trago. Terrible. Un pálido color rosa le animó el rostro.

– Puedes hablar, Andreas, te escucho.

– Julia, a Jan lo ha matado Jasmine.

– ¿Cómo? -gritó ella.

Eso mismo exclamó la funcionaria delante del intérprete oficial de chino-italiano que le tradujo la frase captada por uno de los muchos micrófonos que había en la habitación.

– Sí, no materialmente, pero dio la orden. Estoy seguro de ello.

– Pero ¿por qué?

– Para obtener algo de la empresa para la que Jan trabajaba.

Siguió un largo silencio. El mensaje que Andreas había escrito de prisa y corriendo y que había mostrado a Julia no decía otra cosa más que tenían que salir y encontrar un lugar seguro en el que poder hablar.

Jasmine se preguntaba a qué estaba jugando Andreas, pero si querían jugar, ella estaba dispuesta.

Andreas y Julia salieron de la habitación y se dirigieron hacia los ascensores. No había nadie en el pasillo. Una vez en el ascensor, él pulsó el botón que los llevaría al subterráneo, donde estaba el bar. Desde allí tomaron la escalera de emergencia. Salieron en la planta del vestíbulo, pero por la parte opuesta a la zona de los ascensores.

Andreas buscó a Tan. No estaba. Caminaron rápidamente hacia la salida y se abalanzaron sobre el primer taxi que vieron.

– Acaban de subir al taxi -comunicó Tan a los demás agentes que estaban a la escucha.

– Tenemos que ir a un sitio donde haya mucha gente -le sugirió Andreas a Julia-. Así será más difícil que puedan escuchar lo que decimos.

– Nanjing Lu, Xizang Lu -dijo Julia al taxista-. Vamos a unos grandes almacenes. Conozco unos que tienen un comedor en el último piso. Van tanto empleados como clientes. Es enorme y normalmente está siempre lleno.

El trayecto en taxi fue breve, ninguna conversación, ningún atasco. Bajaron frente al Museo de Shanghái, situado en el parque del Pueblo. Desde la parte opuesta del parque, en la Nanjing Lu, había una sucesión de grandes almacenes, uno detrás de otro.

Debían cruzar la calle y abrirse paso entre la multitud de personas que abarrotaban la principal arteria peatonal de la ciudad.

Julia marcaba el camino.

Entraron en uno de los muchos almacenes generales. Cogieron el ascensor y subieron a la penúltima planta. Era la de electrodomésticos. Al lado de cada lavadora había una dependienta encargada de dar las explicaciones. En realidad, al lado de cada nevera, lavaplatos, lavadora, secadora, horno había una dependienta. La tienda debía de ofrecer un buen servicio: si cada empleada vendía un solo producto, seguro que lo conocía bien.

Miraron a su alrededor y no tuvieron la impresión de que nadie los siguiera.

Subieron por la escalera que llevaba a la última planta, la de las oficinas de administración y el comedor. Este último era como un gran self-service , con largas mesas de madera y bancos en vez de sillas, y estaba increíblemente abarrotado. Julia se dirigió hacia una mesa del centro. Pidió a las dos personas que estaban sentadas al fondo de la mesa si podían hacerles un poco de sitio. Los comensales, sorprendidos de oír a una mujer occidental hablar un chino perfecto, se apretaron cuanto pudieron contra sus vecinos, creando así una onda que recorrió la mesa.

En un primer momento todos se volvieron con aire de fastidio para ver quién había causado aquel alboroto pero, al darse cuenta de que se trataba de dos turistas, se apretaron todavía un poco más.

El resultado, algo embarazoso, fue que, una vez sentados, Julia y Andreas eran los que gozaban de mayor espacio.

– Ahora puedes hablar. ¿Por qué lo han matado? -le espetó.

– La mayor parte de las cosas ya las sabes, Julia. Lo que no sabes te lo voy a contar ahora, pero no basta para aclarar el porqué. Eso no lo sé ni yo. Jasmine ha mentido sobre ese punto. Cuando estaba en la India, Jan le robó el ordenador a la hija del responsable de innovación tecnológica del centro que fue a cerrar. Ese tipo, un tal Mohindroo, lo agredió verbalmente la noche antes; concretamente le pedía dinero por su silencio. Aseguraba que conocía el verdadero motivo del cierre del centro, sabía algo de unas muertes que debían de ser el motivo de dicha decisión.

– ¿Se refería a la frase que Jan le había oído decir a Kluge? -lo interrumpió Julia.

– Exacto. Debes saber que Mohindroo también ha muerto, aparentemente en un accidente.

– Y ¿qué hay en ese ordenador?

– Los archivos clave están codificados. Todavía no hemos podido descifrarlos.

Julia no hizo más preguntas, reflexionaba sobre lo que acababa de oír.

En el fondo, de una cosa estaban seguros: Jan había sido asesinado por Kluge y sus socios porque había descubierto algo muy importante.

– ¿Dónde está ahora el ordenador? -preguntó Julia.

Andreas no respondió. Señaló el reloj, dando a entender que era hora de irse.

Se levantaron y se dirigieron a la escalera después de que Julia dio las gracias a sus compañeros de mesa por su amabilidad.

– ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha contestado el occidental a la pregunta? -Jasmine ordenó al atemorizado intérprete que respondiera, y éste le repitió por tercera vez que no había oído ninguna réplica. Pero en el fondo Jasmine también lo sabía, había oído la conversación tal y como había sido en traducción simultánea.

– ¿Cómo puedes seguir adelante?

Kluge había aterrizado pocas horas antes en Múnich, después de haber pasado los peores días de su vida en Shanghái. Había escapado de milagro.

Había tenido que prometer el cielo a los funcionarios políticos con los que se había reunido. Menos mal que los chinos eran más pragmáticos que nadie en el mundo.

– Yo me bajo aquí, Peter, no puedo más.

– Lo sé, Karl. Pero, te lo ruego, no lo hagas. No te lo permitirán. Sabes por qué ha muerto Jan. No quiero que tú acabes como él. Te lo estoy suplicando -respondió Lee con la voz rota por la emoción-. Tómate una semana de vacaciones. Vete a la playa con tu familia. Ve a pescar, haz lo que te parezca. No tenemos elección, lo hemos discutido centenares de veces. Tú no tienes elección. Yo no tengo elección. Pero no puedo permitir que te ocurra nada. Karl, te necesito. Como amigo, como colega.

– Peter, me voy a casa. Es el momento de escoger otros caminos, que antes parecían inimaginables. Los tiempos han cambiado.

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