Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– Soy Jasmine Liu, del Ministerio del Interior. ¿Quién de ustedes es el señor Kluge? -Su inglés era perfecto.

El director dio un paso hacia ella y se presentó.

– Yo soy Kluge. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de Jan Tes?

Antes de contestar, Jasmine lo escrutó a fondo de un modo que a Kluge no le gustó nada, acostumbrado como estaba a infundir temor, no a sentirlo.

– Señor Kluge, le presento al señor Tan y al señor Li. Tengo que pedirle que venga con nosotros a la comandancia.

Kluge estaba irritado. No estaba acostumbrado a que nadie lo tratara de ese modo, y menos una funcionaria china. Echó una ojeada a los dos hombres que lo observaban inexpresivos. Eran elegantes y tenían estilo, algo no muy habitual. Debía de ser un equipo de élite, incluida la antipática señora Liu.

– Me parece normal preguntar de qué se trata antes de interrumpir una reunión muy importante, en la que entre otras cosas se discute sobre enormes inversiones en China. Le será útil saber que esta noche me esperan a cenar en casa del alcalde de Shanghái junto con varios asesores. Espero que entienda que tengo que programar el resto de la jornada en detalle, y me gustaría saber de qué se trata.

Seguidamente intervino Alstrom, y encima en chino, lengua que hablaba muy mal, a pesar de llevar muchos años en China y de estar casado con una taiwanesa.

– Creo que la petición del señor Kluge es muy legítima -farfulló en mandarín, y acabó con-: Por favor, díganos de qué se trata.

Cuando Jasmine Liu recibió una llamada al móvil, esa mañana a las diez, estaba visitando a su tío, el jefe de la aduana de Shanghái, una de las personas más influyentes y poderosas de la ciudad. El objetivo de la visita era recoger un jeep nuevo que su tío le había regalado. Habría sido inadecuado preguntarle a su tío de dónde había sacado aquel coche, y Jasmine sabía cuándo no era el momento de hacer preguntas. Era su primer coche, a la venerable edad de cuarenta y dos años. Cuántas cosas habían cambiado en Shanghái durante los últimos veinte años. Increíble. Jasmine era feliz, hacía mucho tiempo que no se sentía así. Qué maravilla de vehículo. Ni siquiera tenía carnet de conducir, se lo sacaría más adelante. Eso no iba a ser un problema: sabía conducir, su ex novio le había dejado probar un par de veces su Buick, y luego estaba por ver si algún policía tendría algo que objetar, en caso de que la parasen. Una representante del Ministerio del Interior tenía suficiente poder para hacer más o menos lo que quisiera, con tal de que no creara problemas a un superior. Así pues, el móvil no le había sonado precisamente en un buen momento, pero era el jefe de policía de Shanghái en persona, no podía no responder.

Había muerto un occidental enterrado vivo en las obras del Banco de Shanghái en Pudong. Cuando moría un occidental era una lata: no era como con los chinos, por lo menos había que fingir que habían hecho todo lo posible por capturar a los culpables, a los verdaderos. Una verdadera lata.

Jasmine se despidió de su tío dándole mil gracias y sensiblemente emocionada. Un regalo así no se recibía todos los días.

De camino hacia Pudong llamó a sus dos mejores agentes para que se reunieran con ella en el lugar del crimen.

A Jasmine no le gustaba ver cadáveres, pero se entretuvo largo tiempo mirando el cuerpo exánime de Jan. Seguramente debía de ser un chico guapo, dentro de los parámetros occidentales. Le costaba definirlo como un hombre porque parecía tener más o menos su edad y ella aún se consideraba una chica: «mujeres» eran las amigas de su madre.

Pero el hecho de que fuera guapo era una proyección de su fantasía, porque era difícil ver la belleza en la cara de una persona que había muerto asfixiada. Sólo se veía sufrimiento, desesperación, rabia, soledad. Cerró los ojos por un momento, intentó sacudirse de encima sus temores y volver a ponerse en la piel de la funcionaria objetiva que había conseguido hacer una carrera fulgurante, al menos hasta ese día. La zona de las obras era un hervidero de policías: era la demostración de que la muerte de un occidental resultaba ser una verdadera lata.

El cuerpo de Jan se hallaba en el fondo de un agujero de unos tres metros de profundidad. La policía científica estaba recogiendo las últimas pruebas. Era como en una serie de televisión americana, estilo «CSI», pero Jasmine sabía que una vez terminados los análisis de laboratorio le tocaría a ella y a los tradicionales métodos chinos descubrir la verdad o algo que se le pareciera. Tan y Li llegaron poco después, a tiempo para ver cómo izaban el cuerpo sin vida del agujero con unas cuerdas.

– ¿Quién es? -preguntó Tan.

– No se sabe. Lo han dejado bien limpio, no lleva nada encima excepto la ropa y un encendedor. La policía ha hecho unas fotos y ha enviado a unos agentes a los hoteles de la zona, quizá alguien lo reconozca.

Mientras pronunciaba esa frase se volvió hacia el montón de tierra, maderas y piedras que la excavadora había sacado de lo que se había convertido en la tumba de Jan. Había decenas de policías que lentamente iban examinando uno por uno todos los fragmentos antes de cargarlos en un camión para hacer futuros análisis.

Pasó uno de los médicos del equipo especial. Era increíble la cantidad de organizaciones paralelas que se encontraban en ese lugar. Jasmine lo conocía, habían hecho juntos un par de cursos en la Fudan Daxue, una de las universidades de Shanghái. Y él la conocía a ella, todo el mundo la conocía. Él podía vanagloriarse de caerle simpático, nada más, pero ya era mucho considerando la cantidad de hombres completamente ignorados por aquella diosa. Era la encarnación de la nueva China, guapa, inteligente, imbatible, al menos así era como el doctor Zhong Hui se la imaginaba.

– Doctor, ¿ha venido a verme a mí o para echar una mano en la investigación? -lo increpó Jasmine con una sonrisa.

Conocía la debilidad que el guapo doctor sentía por ella; no era distinto de la gran mayoría de los hombres con los que trataba, pero a diferencia de éstos, el tímido Zhong Hui algún día podría convertirse en el señor Liu…, quizá.

– Diría que es europeo o americano, pero por la ropa me inclino más por europeo. Edad, alrededor de los treinta y cinco, cuarenta años. Alguien debió de golpearlo con un palo u otro objeto contundente por detrás de la cabeza. Ya he dado instrucciones para que recojan cualquier objeto que pueda haber servido para ello. Creo que perdió el conocimiento durante un tiempo, aunque la causa de la muerte es la asfixia. Debió de morir entre las doce y las dos de la madrugada, no he apreciado otros signos destacables, no hay señales de pelea -explicó Zhong.

Permanecieron unos minutos en silencio, Jasmine imaginándose mentalmente qué podía haber pasado, Zhong perdiéndose en los ojos de la mujer.

Ella estaba desconcertada. ¿Quién podía haberlo hecho? Un atraco que había acabado en tragedia era imposible, los chinos sabían que los extranjeros no se podían tocar, era demasiado arriesgado. Según las estadísticas oficiales de la policía, ningún homicidio de extranjeros en territorio chino había quedado sin resolver. Siempre encontraban a un culpable, fuera o no el verdadero.

La semana anterior alguien había irrumpido en una villa y había matado a toda una familia de origen alemán. Y a Jasmine no le había costado mucho cerrar el caso: habían sido dos estúpidos a los que encontraron borrachos a quinientos metros del lugar del crimen.

La mujer despertó de su trance y, mirando a Zhong directamente a los ojos, le preguntó:

– ¿Quién ha sido?

– No lo sé, sólo sé que tenían intención de matarlo desde el principio. No ha sido un robo que ha acabado mal. Probablemente recibió el golpe en la cabeza sin que la víctima pudiera ver a los agresores, y estoy seguro de que, por el tamaño del hematoma, tardó bastante tiempo en despertarse. Así que, ¿por qué matarlo si ni siquiera había visto a sus agresores?

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