Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Hundió el rostro entre las manos.

¿Qué había hecho?

Tenía que contárselo a Julia.

Qué idiota.

Al aceptar la versión de Kluge, todos los acontecimientos se le aparecieron bajo una luz diferente.

La vergüenza dejó paso al pánico.

Se había hecho pasar por Kroeger.

Podría haberse inventado cualquier otro nombre en vez de usar el de Kroeger.

No podía creerse lo idiota que había sido. Un megaidiota.

El jefe de seguridad era un ex agente. No tardaría ni veinticuatro horas en descubrir que había sido él. Un par de fotos y listo, no le iba a costar nada.

Tenía que contar la verdad.

No tenía otra elección, debía hablar con Kluge. Él lo entendería. Las circunstancias, el cansancio, ¡Dios, qué idiota había sido! Sería lo primero que haría a la mañana siguiente. Tenía que adelantarse a las averiguaciones de Kroeger, en otro caso todo estaría perdido.

Al día siguiente entregaría el ordenador.

Se levantó, fue hacia el armario, sacó una gran caja de zapatos y cogió el ordenador que estaba escondido en el fondo. No había encontrado un escondite mejor; tampoco lo había buscado mucho, estaba demasiado cansado.

Cuando arrancó, el ordenador le pidió la contraseña, igual que sucedió cuando lo encendió la primera vez, durante el viaje de regreso de la India. Imaginó que los documentos también estarían protegidos.

Jan se quedó mirando la pantalla.

Tecleó la palabra «Pamira», pulsó «Enter».

Nada.

Aquello no era ninguna película.

Hizo un último intento antes de entregar el ordenador, el origen de todos sus males, males autoinfligidos gracias a su idiotez. Jan no dejaba de torturarse. Había tardado un poco en asimilar las posibles consecuencias de su comportamiento, pero ahora estaba recuperando el tiempo perdido.

Tendría que pedir disculpas a Kroeger.

A Pamira.

A Julia.

A Kluge.

Qué imbécil.

Mientras se felicitaba a sí mismo, oyó abrirse la puerta de la habitación de Andreas y Ulrike.

Era Andreas. Había reparado en la tenue luz de la pantalla procedente del salón y fue a saludar a su amigo antes de entrar en el baño. No sabía si se verían en el desayuno: él iba a levantarse tarde, necesitaba dormir, era una de las pocas ventajas de ser el jefe.

– ¿Qué estás tramando a estas horas? ¿Estás trabajando? -La mirada de Jan lo asustó-. ¿Qué pasa?

– Me parece estar viviendo una pesadilla.

– ¿Por el trabajo?

– Sí. ¿Te acuerdas de cuando tuve que presentar una estrategia para la India que al final no presenté?

– ¿Las famosas quinientas páginas?

Andreas se sentó en el sofá cama al lado de su amigo.

– Sí, ésas. Pero no te conté que cuando mi jefe entró en la sala de reuniones le oí decir al director general una frase en la que no puedo dejar de pensar.

– ¿Una frase?

– Sí: «He recibido el último informe. Por fin lo han entendido. ¡Ahora! Ahora que saben que morirán todos.»

– ¿«Que morirán todos»? -Andreas estaba impresionado. Tras una breve pausa preguntó-: Y ¿sabes lo que quiere decir?

– Déjame terminar. Obviamente no tenía ni idea de lo que quería decir. Me lo he preguntado mil veces. Luego, cuando estaba en la India, en Bangalore, se me acercó el director de innovación tecnológica del centro. Prácticamente me agredió diciéndome que tenía conocimiento del verdadero motivo por el que íbamos a cerrar el centro. Quería dinero, estaba claro. Yo estaba cansado, me pareció que me estaba provocando, no sé cómo pero le mencioné una parte de la frase, «morirán todos», y él asintió.

– ¿Asintió?

– Sí.

– Pero ¿quiénes?

– Ahí voy. El director de innovación tecnológica llamó a Kluge después de comprender que yo no tenía ninguna posibilidad de negociar en nombre de la empresa, y él me llamó a mí. Tuve que decirle que le había oído pronunciar aquella frase en la sala de reuniones.

– ¿Y él qué dijo? -Andreas no podía dejar de interrumpir a su amigo, le costaba creer lo que estaba oyendo.

– Hoy…, ayer, en la oficina, Kluge me explicó lo que significaba.

– ¿Y qué significaba?

– Un segundo. Debes saber que la misma noche en que me vino al encuentro, el director de innovación tecnológica del centro murió.

– Es una broma. Me estás tomando el pelo.

– No. Y no sólo eso. Me dejó un mensaje poco antes de morir, en el buzón de voz, en el que me citaba en una calle de Bangalore. En la misma calle donde vivía su hija.

– ¿Y tú cómo lo sabías?

– Había leído el perfil empresarial del hombre, la dirección de su hija se mencionaba como persona de contacto en caso de emergencia.

– ¿Y cómo murió?

– Oficialmente se cayó por la escalera de su casa estando borracho.

– ¿Y tú te lo crees?

– Ahora sí, en ese momento, no. No sólo creía que lo habían matado, sino que además fui a casa de su hija, como me pedía en el mensaje. No sabía qué hacer, quizá lo hice sólo por desesperación, estaba destrozado, llevaba tres días sin dormir, me drogué…

– ¿Te drogaste?

– No importa, después te lo explico, estaba cansado, exhausto. Llegué frente a la casa de la mujer y llamé al timbre sin tener ni idea de lo que iba a decirle. Me presenté como el jefe de seguridad de la empresa y le pregunté si su padre tenía un ordenador en su casa. Me pareció natural pensar que, si ese hombre disponía de datos, datos comprometedores, los tendría en algún ordenador. La hija me dijo que su padre había usado su ordenador, así que se lo robé.

– ¿Le robaste el ordenador?

– Sí, pero no fue un robo como puedas imaginarte tú. No me lo escondí debajo del jersey. Lo tiré por la ventana y luego salté desde el segundo piso con el peligro de romperme el cuello.

– ¿Saltaste desde un segundo piso?

– Sí, no sé cómo, pero no me hice nada. Todavía no puedo creer el lío que he organizado. Pero hoy Kluge, el jefe, me ha dado su versión.

– ¿Su versión?

Jan describió a su amigo todos los detalles de la conversación que había mantenido unas horas antes. Respondió a todas sus preguntas y se lo explicó todo desde el principio, sin omitir nada, ni siquiera el episodio de las modelos indias.

Terminó de hablar. Miraba fijamente sus rodillas.

Andreas dejó pasar unos instantes.

– ¿Y tú le crees, al jefe?

– Sí, le creo. La historia es incuestionable. Podría hablar con el doctor Richard para verificarla, pero sería lo último que haría en la empresa porque Kluge me ha pedido explícitamente una total discreción en este asunto.

– ¿Y si estuviera mintiendo? ¿No quieres intentar entrar en el ordenador?

– No. El ordenador se lo llevaré a Kluge mañana.

– Creo que es lo mejor que puedes hacer. Dios mío, menuda historia. Pero ¿de verdad saltaste desde un segundo piso?

– No me lo recuerdes.

– Déjame ver el ordenador. ¿Has probado con alguna contraseña?

– Más de una, créeme.

Andreas estaba muy interesado, también profesionalmente, en el contenido del portátil. Como solía hacer cuando estaba concentrado, empezó a hablar consigo mismo. Jan conocía bien esa faceta de su amigo. A menudo le había hecho perder los nervios, cuando se salía por la tangente y no había posibilidad de discutir con él.

– Entrar en Windows no debería ser muy difícil. Nosotros tenemos una aplicación que va probando combinaciones; se trata de combinaciones de ADN, pero siempre en formato alfanumérico, y estoy seguro de que uno de nuestros técnicos podría adaptarlo a este caso. En un teclado hay más o menos cuarenta y seis teclas, todas ellas con al menos dos variables, mayúscula o minúscula, número o símbolo. Comprobar todas las posibles combinaciones, y además las repeticiones, puede suponer bastante tiempo. Cuanto más larga es la contraseña y más caracteres distintos usa, números, letras, símbolos, más tiempo se necesita.

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