Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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»En realidad, lo corrigió Lee, eran muchos los que reconocían el potencial de esa tecnología, pero la consideraban demasiado peligrosa para la salud.

»«Exacto» coincidió el doctor Richard. «Lo cierto es que nosotros hemos conseguido lo imposible.»

»Después de pronunciar esa frase triunfal, él esperaba que descorchásemos una botella de champán millésimé para brindar por el éxito. En cambio, quedó bastante decepcionado cuando le propusimos destinar fondos para una investigación independiente que comprobara la fiabilidad de los descubrimientos efectuados por su equipo.

»Tardamos dos horas en llegar a un acuerdo que de alguna manera satisficiera su sed de omnipotencia y nuestra intención de reducir al mínimo la inversión de recursos y tiempo en algo que, en nuestra opinión, iba a resultar un fracaso.

»Al final Richard aceptó, pero se quedó con la dirección de la investigación: él decidiría los pasos y los criterios que había que seguir. Además, quería que su suegro estuviera en el comité estratégico que se encargaría de dar el veredicto final, basándose en los resultados definitivos. Se lo concedimos.

»También acordamos mantener el proyecto en total secreto y, dada su potencial relevancia estratégica, tomar las máximas precauciones para minimizar el riesgo de ser víctimas de espionaje industrial.

»Así pues, contacté con un instituto con el que ya habíamos trabajado en el pasado en proyectos muy delicados y le encargué la investigación. Tenemos un acuerdo con ese centro: todos los datos de los análisis se conservan en nuestros servidores. No puede descargarse nada en un ordenador local, ni copiarlo en ningún tipo de memoria portátil. En cualquier caso, a pesar de que tres meses después los resultados preliminares de la investigación ya eran claramente negativos, el doctor Richard se ocupó de prolongarla todo lo posible. Se encontraba en una posición incómoda ante su suegro y esperaba algún tipo de milagro.

»El estudio se realizó con varias especies animales, no sólo con ratas de laboratorio. Cuando usted me oyó pronunciar aquella frase, acababa de recibir un informe mensual del instituto que anunciaba el fin de la investigación, ya que no había sobrevivido ningún animal. Los datos eran tan claros desde hacía meses, incluso para mí, que continuar flagelando a esos pobres animales me parecía una crueldad inútil. Usted cazó al vuelo una parte de mi desahogo por una situación muy irritante. Y es obvio que iba dirigido a Richard y a su suegro.

»Todavía se estará preguntando usted qué tenía que ver Mohindroo con todo esto. Verá, el servidor donde almacenábamos todos los datos de ese estudio estaba en la India, en Bangalore. Nuestro centro de innovación tecnológica crea un espacio reservado en un servidor, seleccionado por casualidad en una de nuestras sedes en el mundo, y lo usa como servidor principal. El responsable local está informado del hecho de que, para un proyecto «especial», ocuparemos un espacio de su servidor, pero al cual él no tiene acceso. Aparte de los investigadores, los únicos que pueden acceder a él somos Lee, yo y, en este caso, Richard. Hasta ahora nunca nadie había conseguido leer archivos reservados. Parece ser que Mohindroo lo hizo.

»Desgraciadamente para él, a causa de su ignorancia sobre las características del proyecto, cayó en un equívoco garrafal.

– Mohindroo se cayó por la escalera -subrayó Jan con una amarga sonrisa.

– Y ha sido una verdadera desgracia. Mohindroo era un experto en tecnologías de la información, no un experto en ondas, y todavía menos un experto en análisis de laboratorio. En el servidor se conservaban principalmente datos, y las partes descriptivas eran limitadas, ya que el laboratorio todavía tenía que redactar el informe final. Yo hablé con Mohindroo después de que usted me llamó. Estaba convencido de que la investigación se basaba en una tecnología actualmente en uso y, además, que eran tecnologías que se desarrollaban en el centro de Bangalore. De ahí había llegado a la simplista conclusión de que el centro se cerraba porque trabajaba con tecnologías peligrosas para el hombre.

– La verdad es que la premura con la que hemos intervenido resulta un poco inusual, ¿no le parece? -repuso Jan.

– No. Con el tiempo ya me irá conociendo mejor. Cuando vislumbro la posibilidad de mejorar la rentabilidad de la empresa intento actuar lo más rápidamente posible. Claro, algunos procesos requieren años, otros meses pero, en el caso de la India, la fábrica china puede absorber la producción india en cualquier momento, y entonces ¿para qué esperar y perder dinero? Afortunadamente en la India se montaban componentes fabricados en China. El único ajuste que habrá que hacer será aumentar los turnos de trabajo en la fábrica china. Y si esa salida no presenta problemas, ¿por qué no iba a darme prisa, según usted? ¿Por el personal? Estamos en la India, no en Alemania, donde hay que negociar con los sindicatos.

Jan no tenía argumentos para rebatir sus explicaciones y lo admitió.

Mientras tanto, su cabeza seguía analizando las palabras de Kluge.

Así pues, todo era un malentendido.

Eran animales, víctimas de crueles experimentos, los que iban a morir.

Mohindroo había visto datos parciales de la investigación y había sacado conclusiones equivocadas.

Era un experto en tecnologías de la información, no sabía nada de ondas electromagnéticas.

Mohindroo había muerto en un accidente.

– Eso es, brevemente, lo que ha sucedido -retomó Kluge-. La triste coincidencia de la muerte de Mohindroo hace que este malentendido sea todavía más grotesco. Imagino que usted habrá hecho todo tipo de conjeturas: en su lugar yo habría hecho lo mismo.

– Tiene razón, doctor Kluge, no puedo pensar en otra cosa. Por otra parte, como convendrá conmigo, me he visto envuelto en una serie de acontecimientos que desconcertarían a cualquiera.

– Claro, lo entiendo, y es principalmente culpa mía y de mi estupidez al desahogarme con Lee. Le ruego que acepte mis disculpas: lamento sinceramente lo que ha pasado y estoy muy furioso conmigo mismo por mi imprudencia.

Con un gesto Jan le hizo entender que no había nada por lo que disculparse. En realidad, cuanto más pensaba en las consecuencias que aquella frase había tenido en los últimos días, incluido el hecho de saltar desde un segundo piso con un ordenador aparentemente inútil, más se enojaba. Sin embargo, el jefe parecía sinceramente consternado, y Jan sabía que más ya no podía decirle.

– ¿Resuelve sus dudas esta explicación? ¿Cree que podrá seguir trabajando para mí? -preguntó Kluge, que parecía algo incómodo. Se notaba que no estaba acostumbrado a pedir disculpas.

– No he encontrado ningún elemento que no fuera convincente en su explicación, doctor Kluge. Me siento sinceramente aliviado, como puede imaginar. Deme veinticuatro horas de sueño y volveré a trabajar para usted encantado.

– Me alegra oírlo. Una cosa más. Considere esta conversación totalmente confidencial. En particular le pido que no hable de ello ni con Lee ni con Richard. Ellos no entenderían por qué le he revelado un proyecto confidencial a un empleado que lleva tan pocos días con nosotros. Espero que pueda comprenderlo.

– No se preocupe, no hablaré de ello con nadie.

Kluge sonrió y le tendió la mano.

Jan se la estrechó y confirmó que se iba a casa a dormir, estaba sencillamente destrozado.

El jefe lo acompañó hasta la puerta y le dijo que se tomara el tiempo que necesitara para descansar.

Al salir del despacho, Jan se fijó en una persona que estaba sentada esperando su turno.

Se le parecía un poco; además, aquel rostro ya lo había visto antes, dejando a un lado los parecidos. Quería asegurarse. Le preguntó a la secretaria que estaba más alejada de la sala de espera quién era aquel hombre. Era Kroeger, el responsable de la seguridad. Era la persona en la que había reparado en el hotel de Bombay. Era la persona que Sonia había visto embarcar hacia Bangalore. Era la persona que, según la hija de Mohindroo, le había robado el ordenador. Jan empezó a sentirse mal, se apoyó con las dos manos en la mesa de la mujer.

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