Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Qué guapa era. Siempre había sido guapísima, la más guapa de todas. Cuántas propuestas de matrimonio había recibido. Se conmovió, como siempre le ocurría cuando estaba borracho y pensaba en su hija, que hacía bastantes años que ya no vivía con él. Encendió un cigarrillo. Su mujer fumaba de vez en cuando, él lo había dejado tiempo antes. La botella estaba casi vacía. Estaba borracho. Iba a ganar esa partida. Cogió el teléfono. Salió el contestador. Dejó un mensaje.

¿Con quién pensaban que se las iban a ver?

Quizá no creyeran que se atrevería.

No encontraba otra explicación.

Pero él lo había logrado. Era un gran matemático. El mejor. En Boston lo había demostrado. Las empresas hacían cola para adjudicárselo. Pero él quiso volver con su esposa, con su familia. Siempre lo había dado todo por aquella asquerosa empresa. Y ¿ahora dudaban de su capacidad?

Mañana le daría una prueba de ello a ese idiota. Y entonces sí que podrían negociar. ¿Cuánto podía valer lo que había descubierto? ¿Cien millones? ¿Mil millones? ¿Diez mil millones?

Y ellos no querían darle nada. A él, que no pedía gran cosa, sólo un par de millones. Nada. ¿Cómo era posible que no se dieran cuenta de que el suyo era un gesto de amor por la empresa? Con lo que sabía, los tenía cogidos. Con la información que tenía podía crucificarlos y, en cambio, lo único que pedía era desaparecer en silencio, con un pequeño fondo de pensiones. Podría haberse dedicado a sus estudios, a su pasión, quizá a hacer de asesor para alguna empresa.

Mañana. Mañana sería su día. Les daría la prueba definitiva de lo que sabía y luego ya se vería si aceptaban negociar o no. Cogió su portátil y escribió rápidamente un mensaje a un amigo, necesitaba desahogarse.

También tenía que ir al baño, urgentemente. Se levantó. Decidió usar el de la planta de abajo, que era más silencioso, no fuera que por una vez su mujer se despertara y lo viera en ese estado.

Nunca se había caído por la escalera y no era la primera vez que estaba borracho. No atinó a agarrar la barandilla con la mano izquierda.

Se cayó hacia adelante con todo el peso.

Su mujer no oyó nada.

El teléfono del hotel sonó a las siete, era Nigam.

Habían encontrado a Mohindroo muerto. Se había caído por la escalera de su casa estando borracho y se había abierto la cabeza contra un canto.

Jan se quedó petrificado. Lo habían quitado de en medio, estaba seguro. Tardó un poco en tranquilizarse. Nadie había hablado de asesinato. Seguro que se trataba del accidente de un borracho.

Llamó a Sonia para decírselo. Se reunieron en el vestíbulo media hora más tarde. Nigam había llamado para avisarlos de que no iba a ir con ellos y despedirse. Se reuniría con la viuda para concretar las diligencias administrativas y que le pagaran el finiquito de su marido cuanto antes.

– ¿Crees que deberíamos ir también para darle el pésame a la viuda? -preguntó Sonia.

Jan no estaba en condiciones de contestar, recordaba sus conversaciones con Mohindroo, incluida la llamada al final de la cual le había colgado el teléfono en las narices. La perspectiva de la explicación de Kluge era cada vez más interesante, siempre que mantuviera su promesa.

Ahora estaba seguro, se volvía a Milán.

Sonia le preguntó por segunda vez si quería ir a casa de la viuda a darle el pésame.

– No. Nigam se ocupará -respondió finalmente.

Durante el desayuno permanecieron en silencio, y sólo hacia el final Jan se acordó de que había apagado el móvil antes de caer rendido en la cama. Lo conectó y pocos instantes después oyó el sonido que tanto odiaba: tenía mensajes en el buzón de voz.

– Perdóname, Sonia, en seguida vuelvo -y se levantó.

En realidad sólo había un mensaje, de Mohindroo: «No he llegado a un acuerdo satisfactorio con Kluge. Encontrémonos mañana por la mañana en Pushkar Road, frente a la tienda de electrodomésticos. Quisiera mostrarle una cosa y me gustaría que le contara a Kluge lo que ha visto. Pushkar Road es pequeña, no le costará encontrar el sitio. A las ocho, por favor, le dará tiempo a coger el avión.»

Bueno, una cita que se podía considerar cancelada. La cabeza empezó a dolerle de nuevo. «No he llegado a un acuerdo satisfactorio»: quizá Mohindroo, desde el cielo, hoy vería las cosas de otro modo.

Volvió a la mesa.

Cogió su maletín, lo abrió y leyó con discreción el expediente de Mohindroo. En él aparecían las personas con las que contactar en caso de indisposición o accidente. Su hija Pamira vivía en el número 10 de Pushkar Road. Recordaba esa dirección. Dejó el maletín en el suelo, cerrado.

– Voy a coger un poco más de fruta, ¿Tú quieres algo? -le preguntó a Sonia mientras se levantaba.

– No, gracias, no quiero nada más.

Se dirigió a la mesa del bufet donde estaba la fruta. Preguntó a un camarero cuánta distancia había hasta Pushkar Road. Veinte minutos a pie. ¿Por casualidad estaba camino del aeropuerto? Sí, sólo había que desviarse cinco minutos del trayecto.

Jan se sirvió algunas rodajas de mango en el plato y regresó con Sonia.

– Está bueno el mango indio. El que se encuentra en Milán da asco, comparado con éste.

– En Múnich tampoco vale nada.

Fueron interrumpidos por el móvil de Jan. Era Nigam. Todavía estaba en casa de Mohindroo: la viuda era inconsolable. Se quedaría allí un poco más y luego iría a hablar con la hija del primer matrimonio de Mohindroo, que, a decir de todos, era guapísima. Jan percibió cierta excitación en la voz del indio.

Nigam sólo quería asegurarse de que el chófer estuviera delante del hotel. Jan se volvió hacia la entrada y vio un rostro conocido, el del chófer. Le confirmó que todo era correcto y que dentro de poco se marcharían. Se despidieron.

Luego informó a Sonia de las pocas cosas relevantes que su colega indio le había dicho.

Tenía poco tiempo, sabía por la llamada que Nigam también tenía intención de ir a Pushkar Road.

– Oye, Sonia, todavía nos queda algo de tiempo antes de ir al aeropuerto. Cogeré un taxi, a ver si puedo encontrar un regalo para mi mujer. A ti puede acompañarte el chófer. Nos vemos allí.

Se levantó y se volvió rápidamente para evitar la mirada de la chica. No quería que se invitara a acompañarlo.

De hecho, a Sonia le habría gustado visitar un par de tiendas antes de regresar, pero ahora tendría que hacerlo sola, visto que él ya estaba en recepción pagando la cuenta de su habitación.

Jan cogió un taxi en la parada de delante del hotel.

– Pushkar Road, 10, por favor.

– De acuerdo, señor.

Durante el breve trayecto se le ocurrió que la hija de Mohindroo seguramente habría cambiado de apellido después de casarse, y empezó a preguntarse si no sería mejor que fuera directamente al aeropuerto. Sin embargo, el asunto del nombre era una excusa: la verdad era que no sabía lo que iba a decirle.

No tuvo tiempo de pensar mucho más, el taxi se detuvo: habían llegado.

El taxista lo miró con aire interrogativo al ver que no parecía dispuesto a bajar.

Al final Jan pagó y bajó del vehículo.

Se encontró delante de un edificio de dos plantas que sólo albergaba dos apartamentos. Tras una breve reflexión tocó el timbre del que estaba en la segunda planta: ORIOL.

Le abrió una mujer guapísima. Nigam no había mentido. No pareció molesta al ver a un extranjero; por su apellido francés, seguramente estaba familiarizada con los occidentales.

– Buenos días -dijo.

– Buenos días -respondió Jan-. Perdone que la moleste, y disculpe que no la haya llamado antes para quedar con usted, pero se trata de un asunto delicado que debo atender con la máxima urgencia.

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