Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Estaba a punto de apagar el móvil cuando volvió a sonar. Quizá era Kluge, que se había olvidado algo; sin embargo, la mala suerte quiso que fuera Lange. Esta vez sólo tardó media hora en hacer el resumen de la jornada. Pero ¿por qué no llamaba a Sonia, ese desgraciado? Las cinco menos diez, marcaba sin piedad el despertador que había junto a la mesilla de noche. Jan apagó la luz.

A las seis sonó el teléfono que había junto a la cama. Era Nigam, mal asunto. Alguien había divulgado la noticia. Algunos empleados se manifestaban delante del centro enarbolando pancartas contra la empresa e impedían entrar a nadie.

– Diez minutos y estoy en el vestíbulo -masculló Jan.

No podía creerlo, le daba vueltas la cabeza. Encendió un cigarrillo y entró en el baño para darse otra ducha de agua fría.

En el coche Nigam planteó la estrategia. Ya se encargaría él de aquellos cabezas huecas. Tenía contactos en la policía y también en la prensa, todo estaba controlado. Sonia intentaba frenarlo, Jan luchaba por seguir despierto.

A su llegada la situación parecía menos dramática de lo que esperaban. Sólo había una docena de trabajadores delante de la puerta del centro y parecían tranquilos. Nigam bajó del coche hecho una furia, era evidente que prefería la estrategia del ataque frontal. Jan se estaba despertando, la adrenalina lo ayudaba, y bajó con Sonia, teniendo bien presente que cuando los indios pegan, pegan. Le sugirió a la chica que se quedara a una distancia prudencial, pero ella, como buena directiva, se acercó a Nigam intentando una vez más mediar entre la dureza de los países en vías de desarrollo y la gran diplomacia europea. El director le lanzó una mirada conminándola a dejarlo actuar.

Jan pensó que era su deber intervenir.

– Señores, calma, soy el representante del consejo de la empresa y estoy seguro de que cualquier cosa que hayan oído no se corresponde con la realidad. Déjennos entrar, nos sentaremos en un despacho y les explicaré la situación.

Siguieron unos instantes de silencio, todos lo miraron con aire interrogativo excepto Nigam, que le clavaba los ojos como un toro a punto de salir al ruedo, hasta que el que parecía ser el jefe de los sublevados se le acercó y dijo que estaba de acuerdo con la propuesta.

De las siete de la mañana a las cinco de la tarde estuvieron negociando el cierre del centro con los cinco representantes escogidos por los empleados. Fue una batalla que a Jan le pareció interminable. Sin embargo, Lange tenía razón en una cosa: un año de sueldo garantizado en la India era una indemnización increíble. Cuando se corrió la voz, una fila de trabajadores se plantaron ante la sala de reuniones: querían asegurarse de que no quedaban excluidos de esa oferta. Sonia había hecho preparar desde el departamento jurídico indio las copias del contrato que firmarían los trabajadores. Como Jan había insistido en que el cierre de la empresa fuera inmediato, desde las cinco hasta las doce de la noche los empleados, en grupos de cinco, fueron entrando en la sala para firmar el finiquito y luego fueron escoltados hasta su puesto de trabajo, donde pudieron recoger sus efectos personales y dejar el edificio para siempre.

Hacia las once de la noche, los cinco directivos, que habían logrado obtener alguna mensualidad más, quisieron despedirse de Jan y de Sonia. La ceremonia de los grupitos de cinco fue brevemente interrumpida para dar paso a grandes muestras de afecto y promesas recíprocas, mezcladas con las ineludibles lamentaciones, que sustituyeron el clima hostil de antes.

Hacia medianoche Mohindroo, el director de innovación tecnológica del centro, llevó a Jan aparte y le pidió hablar con él a solas. Él no dejó escapar la oportunidad: faltaban por firmar menos de treinta ingenieros, que se encontraban ante la puerta en una angustiosa espera. A él no le quedaba más por hacer. Los ojos le lloraban de sueño y anunció a Nigam y a Sonia que todavía debía discutir algunas cosas con el señor Mohindroo en su despacho y luego se iría al hotel. Quedaron en verse a la mañana siguiente a las nueve durante el desayuno. Antes de sentarse en el despacho del directivo, Jan escribió un sms a Kluge confirmando que a medianoche el centro podía considerarse cerrado.

– Siéntese, por favor -dijo el director de innovación tecnológica indicando una de las tres sillas que había en el despacho.

Era un espacio pequeño pero acogedor, con plantas exóticas repartidas por todas partes. Jan no se había preguntado lo que quería, de tan contento como estaba de poder aprovechar esa oportunidad como excusa para desaparecer. Fuera lo que fuese, no podía durar más de diez minutos.

– Quería decirle, señor Jan, que puede fiarse de mí. No le contaré a nadie el verdadero motivo del cierre del centro. Sólo quería que lo supiera y que informara al doctor Kluge.

Jan creía que estaba soñando. ¿Qué le estaba diciendo? ¿El verdadero motivo del cierre?

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir? -preguntó.

– Le he dicho que conozco el verdadero motivo del cierre del centro. Me ha llevado años entenderlo. Noches de trabajo. Pero al final lo he conseguido, he encontrado la clave. No estoy aquí para juzgar, al contrario, les prometo que seré discreto.

Jan creía que iba a estallarle la cabeza. Como atontado, preguntó:

– ¿Perdone? ¿A qué se refiere?

– Mire, si usted no lo sabe, no me importa, sólo refiérale nuestra conversación a Kluge.

– Sí que lo sé -dijo Jan bajando los ojos, y se preguntó de dónde había salido esa respuesta.

– Lamento haberlo molestado, veo que usted no sabe nada, cuénteselo a Kluge. Adiós. -El ingeniero dio por zanjada la conversación y se levantó.

– Morirán todos -dijo Jan, imperturbable.

Mohindroo se paró en seco y se lo quedó mirando fijamente, luego se le acercó y se inclinó hasta que estuvieron cara a cara.

– Exacto, como nos sucederá a todos, sólo que antes. ¿Usted puede ofrecerme una salida digna o tiene que pasar por su jefe?

Jan tuvo la impresión de que el fiel empleado se había transformado.

– No, no, puedo encargarme yo. Informaré a Kluge de su situación y alguien se pondrá en contacto con usted.

– Disfrute de la India, señor Jan -fue la última frase del técnico antes de salir del despacho cerrando la puerta a su espalda.

Jan se deshinchó en la silla como un globo pinchado y encendió un cigarrillo. Qué idiota había sido. Había querido jugar a los detectives.

Tendría que darle una explicación a Kluge.

Pero ahora no, luego. Le dolía demasiado la cabeza.

Pero ¿quién iba a morir?

¿Y cerraban el centro porque causaba la muerte de quién?

Jan seguía sentado, inmóvil, idiotizado. Mil preguntas le cruzaban por la mente. Se encontraba en una situación para la que no estaba preparado. Miró el cigarrillo. Se había convertido en ceniza. Había permanecido inmóvil durante todo el tiempo que tardó en consumirse, inmerso en sus pensamientos. Lo tiró al suelo y lo apagó aplastándolo con el zapato.

Se levantó y empezó a dar saltitos. Se paró y empezó a respirar profundamente. Recordaba haber leído que la hiperventilación iba bien en casos de estrés. A la quinta inspiración tuvo que volver a sentarse, le daba vueltas la cabeza. Cerró los ojos esperando que la respiración se normalizara.

Volvió a recordar cuando, en Múnich, había oído a Kluge dirigiéndose a Lee. No había olvidado aquella frase: «He recibido el último informe. Por fin lo han entendido. ¡Ahora! Ahora que saben que morirán todos.»

La frase de Kluge: «Por fin lo han entendido.»

El remolino que tenía en el cerebro seguía girando.

¿Qué hago?

Pero ¿qué significa?

¿Y Mohindroo?

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