Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Una vez en el hotel, Nigam se retiró excusándose porque todavía tenía que responder a algunas llamadas y dejó solos a Jan y a Sonia en el vestíbulo. Se verían a las nueve en el desayuno y luego cogerían el vuelo de las once, él se encargaría de la reserva.

Jan seguía reflexionando sobre lo que había pasado y ahora el sueño parecía haber dejado paso a mil pensamientos. Decidieron tomar una cerveza en el bar antes de acostarse, los dos lo necesitaban. Se sentaron a la barra de uno de los locales más oscuros en los que Jan había estado nunca.

– ¿Te encuentras a menudo en estas situaciones? -le preguntó a su colega.

– La verdad es que no. Hasta ahora hemos hecho más contratos que despidos. Sobre todo en la India. Cuando me enteré de la decisión me quedé bastante sorprendida, tengo que admitirlo. Pero si tuviera que preocuparme por cada decisión que no entiendo de esta empresa, no tendría tiempo ni de ir a la peluquería.

Terminó la frase con una sonrisa y se llevó el vaso a los labios. A Jan empezaba a gustarle. Era simpática, y también eficiente. A pesar del cansancio y una creciente necesidad de confiarle sus secretos, consiguió mantener a raya su instinto. Seguía siendo una colega a la que conocía desde hacía sólo dos días.

– Comparto tu perplejidad. Me habría gustado preguntarle a Kluge, pero como hace tan poco tiempo que trabajo en la empresa no me atreví. Quizá en el futuro, si es que hay un futuro.

– Lo has hecho muy bien -le sonrió Sonia.

Pidieron otra cerveza. El teléfono de Jan sonó, quien llamaba era Kluge.

– Jan, espero no molestarlo. He llamado a Mohindroo, me ha hablado de unas muertes que usted le ha confirmado. Explíquese.

Era el fin del detective novato, pensó Jan. Es hora de volver a Milán.

– Doctor Kluge, estoy en el bar con Sonia Kittel, déjeme buscar un sitio apartado y lo llamo dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo?

– No, espero en línea.

Jan desactivó el micrófono del móvil y se disculpó con Sonia, pero era el jefe y quería hablar en privado. Se verían al día siguiente en el desayuno.

El vestíbulo del hotel era inmenso y estaba medio vacío, no resultó difícil encontrar un rincón tranquilo. Jan se sentó y activó la línea.

– Ya estoy aquí, doctor Kluge.

– Bien, ¿se acuerda de la pregunta o tengo que repetírsela?

No hacía falta que se la repitiera. Era la misma que Jan se había hecho mil veces desde que había decidido seguir los pasos de Marlowe.

– Doctor Kluge, durante la reunión en Múnich en la que decidimos cerrar el centro de la India, le oí decir una frase al doctor Lee, una frase que me quedó grabada. ¿Quiere que se la repita?

– No, continúe.

– Al principio, en el centro, Mohindroo me ha dicho que quería hablar conmigo. Me ha contado que conocía el verdadero motivo del cierre. Estaba extremadamente alterado y yo, muy cansado. Cuando me ha dicho que yo no sabía nada y que tenía que informarle a usted de nuestra conversación, he mencionado una parte de la frase, que Mohindroo me ha confirmado. En pocas palabras, eso es lo que ha sucedido. No sé lo que significa, doctor Kluge, explíquemelo usted.

Jan sudaba como si hubiera estado corriendo. Había hablado sin respirar, pero le pareció que había conseguido disimular bastante bien.

Kluge dejó escapar un largo suspiro y adoptó un tono paternalista.

– Entiendo. Aunque se quisiera escribir el guión de una película no se podría imaginar una situación más absurda. Jan, usted ha hecho un buen trabajo en la India. De veras. Vuelva a Múnich cuanto antes y se lo explicaré todo. Está claro que se trata de un enorme malentendido, sólo lamento que todo esto se deba a una frase mía referida a un contexto completamente distinto de la India y que no tiene nada que ver con el centro de desarrollo. Le ruego que no hable de esto con nadie. Váyase tranquilamente a dormir. Hasta pronto.

Jan no acababa de saber si la conversación había resultado positiva, y tampoco tenía ni idea de cuál sería su futuro en la empresa. Tenía la impresión de haberse cerrado todas las puertas. Había entendido mal el sentido de aquel «morirán todos», demostrando ser un idiota. Y, en el caso de no haberlo entendido mal, había dado muestras de no ser muy astuto. Y una empresa seria no debería contratar a idiotas. Acabara como acabase todo aquello, la respuesta que le había dado a Kluge era honesta, y la única que consideraba posible. Y había pensado en muchas, fantasía no le faltaba.

Mientras, todavía trastornado, se dirigía al ascensor, Sonia estaba saliendo del bar y le hizo señas de que la esperara. De hecho, la llamada había durado poco.

– Hola, ¿todo bien con el jefe?

– Muy bien, nos ha felicitado por el estupendo trabajo que hemos hecho. -No consiguió añadir nada más porque le sonó el teléfono. Un número oculto, perfecto-. Diga.

– No pensarán que soy tan estúpido, ¿verdad? Pueden echar abajo el centro con las excavadoras, pero den por seguro que he tomado mis precauciones.

A Jan le pareció reconocer la voz de Mohindroo.

– No sé lo que dice, ¿quién habla?

– He vuelto al centro porque había olvidado algunos efectos personales y he visto que no han perdido el tiempo. Pueden quemar todos los servidores, no cambiará nada, dígaselo a su jefe.

– Mohindroo, si tiene algo que decir, dígaselo personalmente a Kluge, yo no puedo ayudarlo -y colgó.

– ¿Y ahora qué ocurre?

– Nada. Mohindroo ha estado en el centro, ha visto que ya lo están desmantelando y no me ha parecido contento. Me voy a dormir, estoy destrozado, nos vemos mañana.

Se despidieron y Jan, una vez en su habitación, se desplomó sobre la cama. Ni siquiera tenía ganas de desnudarse.

Su maletín estaba junto a la cama, lo cogió y lo tiró sobre el sillón. Estaba abierto, y entre los documentos que salieron volando también estaban los perfiles de los dirigentes del centro que Sonia le había dado el día anterior. Se levantó y recogió la carpeta de Mohindroo del suelo. Leyó su contenido atentamente. Luego las pocas fuerzas que le quedaban lo abandonaron.

Se durmió.

Mohindroo bajó del coche. Había olvidado una foto de su hija en el despacho y esperaba encontrar todavía a alguien en el centro. Pero ya se habían ido todos. Maldijo para sus adentros. Sonó el teléfono. Era Kluge. No quería darle nada. Le dijo que no sabía de lo que le estaba hablando. Le aconsejó que se tomara unas vacaciones y lo llamara a la vuelta; verían si tenían algún puesto para ofrecerle.

Pero su hombre de paja se lo había confirmado. Aquí Kluge pareció sorprendido. ¿Qué había confirmado? Le había confirmado las muertes.

En ese momento, Kluge perdió la paciencia.

– Mohindroo, que quede claro. No tengo ni idea de lo que me está diciendo. Si se atreve a llamarme, o si me entero de que ha intentado ponerse en contacto con otros empleados de mi empresa, puede olvidarse del finiquito que le hemos ofrecido. Espero que quede claro -y colgó.

Al principio Mohindroo quedó estupefacto, luego dio rienda suelta a su fogosidad india. Chilló, maldijo, lloró. Empezó a dar patadas a las piedras del aparcamiento, una de las cuales fue a estrellarse contra la puerta delantera de su coche.

Se tranquilizó ligeramente. Se dirigió al automóvil. Después de comprobar los daños de su bravuconería subió y se fue conduciendo a casa.

Su mujer estaba en la cama durmiendo. Bien, pensó Mohindroo. Ésa no se despierta ni con los monzones.

Se dirigió al salón. Abrió una botella de whisky. Después del primer vaso llamó al pelele. Jan también lo trató como a un apestado y le colgó el teléfono en las narices.

A cada vaso que bebía, su rabia iba en aumento. Miró algunas fotos que estaban colocadas sobre la mesa que había frente al sofá en el que estaba sentado. Cogió la de la boda de su hija. La hija que había tenido en su anterior matrimonio.

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