Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Hizo una pausa.

– Me llamo Kroeger, soy el responsable a nivel global de la seguridad de la empresa de su padre. Tengo motivos para creer que el señor Mohindroo está en peligro porque tiene conocimiento de hechos que afectan a algunas empresas chinas fabricantes de móviles.

Hizo una nueva pausa, esta vez para recuperar el aliento.

– Por desgracia esta noche su padre ha desaparecido, esta mañana no ha regresado a casa y tengo serias razones para pensar que usted también corre peligro.

– ¿Cómo? -consiguió balbucear Pamira.

– Estamos convencidos de que su padre posee documentos muy importantes que quieren obtener algunos representantes de la competencia china y no tendrán escrúpulos a la hora de recuperarlos. Le pido que escuche el mensaje que su padre me ha dejado esta noche. -Dicho esto, activó de nuevo el buzón de voz y le pasó el móvil a Pamira, haciendo que empezara la escucha desde el momento en que terminaba la frase «No he llegado a un acuerdo satisfactorio con Kluge».

Pamira pudo escuchar la voz de su padre solamente diciendo: «Encontrémonos mañana por la mañana en Pushkar Road, frente a la tienda de electrodomésticos. Quisiera mostrarle una cosa y me gustaría que le contara a Kluge lo que ha visto. Pushkar Road es pequeña, no le costará encontrar el sitio. A las ocho, por favor, le dará tiempo a coger el avión.»

– Pamira, es importante: ¿se acuerda de si su padre alguna vez le dio documentos para que los guardara, o de si copió archivos en su ordenador o de cualquier otra cosa que le hubiera pedido que conservara por él?

La mujer estaba visiblemente turbada, pero la voz de su padre era clara, al igual que el mensaje.

– Alguna vez ha usado mi portátil, decía que para instalar programas. De todos modos, él es el experto de la familia. El ordenador me lo compró él y me instaló todas las aplicaciones.

– Pamira, si no es demasiada molestia, ¿puedo echar un vistazo a su ordenador? Quizá consigamos identificar los archivos que usted no reconozca como suyos.

Ella asintió.

– Sígame.

Una vez dentro, la mujer condujo a Jan al estudio. Sobre el escritorio había un ordenador portátil.

– Es éste -indicó la hija de Mohindroo-. ¿Qué quiere hacer ahora?

No había terminado la pregunta cuando sonó el timbre de la puerta.

Tras un instante de indecisión, Pamira se acercó a la ventana, seguida de Jan. Ante la entrada estaba Nigam. Jan sintió que se le aflojaban las piernas, le habría venido bien sentarse en la silla que había delante del escritorio. ¿En qué lío se había metido?, se dijo.

La mujer lo miró con aire interrogativo.

– Pamira, ése es el jefe de la filial india. No me fío de él y creo que su padre tampoco se fiaba, de no ser así no me habría llamado a mí. Vaya a ver qué es lo que quiere pero, por favor, no lo deje entrar hasta que hayamos descubierto lo que su padre ha escondido en este ordenador.

– Espéreme aquí, vuelvo en seguida -dijo la mujer.

Entonces Jan hizo algo inimaginable sólo unos días antes. Cogió el ordenador, lo metió en su maletín y corrió hacia la ventana que daba a la parte trasera de la casa.

Vio un pequeño patio cerrado entre otras casas de dos pisos de alrededor. Abrió la ventana y consideró la altura que había: no dejaba de ser una segunda planta. Pensó que lo conseguiría.

Cogió la maleta con la ropa y sopesó si podía tirarla abajo sin que quedara destrozada. Imposible. No es que fuera muy alto, pero aun así se trataba de un salto considerable. Encontró la funda de un sofá y pensó en usarla a modo de cuerda para bajar el equipaje y el maletín, pero advirtió que era demasiado corta y no llegaba al suelo. No tenía tiempo de buscar nada más largo, así que desató la funda. Que se rompiera todo, quizá fuera mejor así. Las maletas cayeron estrepitosamente en el patio, la que contenía el ordenador encima de la otra. Quizá no estuviera todo perdido, pensó Jan. Ahora le tocaba a él. Le dio la sensación de que la distancia se había hecho mayor. Era un salto de locos. Pasó por encima del alféizar y fue deslizándose por la pared manteniéndose agarrado con las manos a la cornisa de la ventana. Miró abajo, tenía miedo de romperse todos los huesos, estaba seguro de que eso era lo que iba a pasar. Por otra parte, no tenía alternativa: volver a subir sirviéndose sólo de la ayuda de los brazos era imposible, al menos para él. La única opción que le quedaba era permanecer colgado en esa posición hasta que alguien lo ayudara a volver a entrar. Se dejó caer.

Aterrizó en el patio sin graves consecuencias. Desató los nudos y corrió hacia la salida de la casa de enfrente. Apareció en la paralela de Pushkar Road. No había ningún taxi a la vista. Intentando pasar desapercibido, caminó rápidamente hasta la esquina con Joshi Road, una calle más transitada donde pocos minutos después consiguió parar un taxi.

Estaba completamente empapado de sudor y todavía no se sentía seguro. Lo arrestarían en el aeropuerto, pensó.

Transcurrió el resto del viaje temiendo que lo iban a capturar y que acabaría en una prisión india. Jan imaginaba que no podría sobrevivir más de veinte o treinta días en una cárcel local, así que cualquier pena, por leve que fuera, pondría fin a su inútil existencia.

Desde Bangalore llegaron a Delhi: sala de descanso en el aeropuerto hasta la fantástica hora de salida hacia Frankfurt, las dos y media de la madrugada. Aterrizaje a las seis treinta hora local, después vuelo hacia Múnich a las ocho con llegada a las nueve de la mañana al aeropuerto y a la oficina a las diez. Si la principal causa de muerte de los directivos era el infarto, bien mirado tenía una razón de ser.

En ese lapso, Jan tuvo tiempo de inventarse todas las paranoias posibles; de concretar con Sonia sobre los últimos detalles del cierre del centro y de la muerte de Mohindroo; de aceptar una cita con Kluge a las once del día de llegada; de hablar por fin con su mujer y sus hijos; de encender el ordenador de Pamira en un baño del aeropuerto de Frankfurt y descubrir que necesitaba una contraseña para acceder incluso a Windows; de redactar el informe de su viaje a la India para Kluge; de beberse cuatro cafés y fumarse un par de cigarrillos.

La explicación

– Bienvenido, Jan, siéntese. -Kluge parecía cordial, iba vestido con elegancia y llevaba un reloj de coleccionista en la muñeca. Además, por primera vez, había sonreído. Una bonita sonrisa cordial.

Jan se sentía sucio y pegajoso. Apenas había podido refrescarse la cara en los lavabos del aeropuerto. Como de costumbre, en el avión no había dormido, y estaba listo para ser despedido.

Se sentó en uno de los dos sillones que había frente al escritorio del jefe. Tenía fotos y diplomas por todas partes colgados de las paredes. Kluge había ido acaparando cualquier trozo de papel que pudiera conseguirse del departamento para el desarrollo de recursos humanos: desde el curso de mánager de nivel uno hasta el de nivel seis, sólo accesible para los máximos dirigentes. Y todos ellos resaltaban por encima de su cabeza. No había duda de que Kluge era un hombre de empresa. De los que conocían a todo el mundo, y no desde hacía poco. Algunas fotos lo mostraban junto a los miembros del consejo de administración, con un ex primer ministro alemán y uno francés, en medio de un equipo de fútbol patrocinado por la empresa, con un futbolista brasileño, con un cantante famoso y, naturalmente, con su mujer y sus hijos. Por todas partes había móviles de «edición limitada» grabados con dedicatorias al número dos de la empresa. Los palos de golf estaban colocados no lejos de la puerta.

– Jan, se lo agradezco mucho. Ha hecho un estupendo trabajo en la India. Un trabajo nada fácil. Sobre todo con la historia de Mohindroo. Y además con la desgracia que ha sufrido, pobre.

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