– Lo hemos conseguido, bien. Perdóname que desapareciera anoche, pero te vi bien acompañado y me tenía que ir. Espero que Barthi te avisara, me dijo que estabas en el baño y que se ocuparía de ti.
– Y fue una espléndida velada hasta que decidí volver al hotel en taxi.
– ¿Por qué? ¿Qué pasó?
Jan le contó lo que había sucedido, incluida la camisa que le había costado veinte dólares.
– Se la pagaste demasiado bien. Vaya historia, Jan. Lo siento. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que aplacemos el viaje? -comentó Nigam sacudiendo la cabeza.
– Estoy bien, gracias. Sólo un poco atontado. Trataré de dormir un par de horas en el avión.
El otro asintió. Se dirigieron hacia la zona de mostradores.
Al llegar al mostrador de facturación se les acercó una chica rubia que se presentó como Sonia Kittel. Era una directiva de recursos humanos del departamento del doctor Lange. Había llegado con el vuelo de la mañana y les estaba esperando. Rubia, alta, alemana, con el traje chaqueta de las ocasiones especiales, por debajo de los treinta, calculó Jan. Era lo que le faltaba, una joven y ambiciosa ejecutiva que contaba menos que nada pero que quería hacer carrera rápidamente. Sus peores temores se vieron confirmados en seguida.
– Jan, a ver si podemos sentarnos juntos y así aprovechamos para trabajar en el avión -le propuso la chica.
Sí, mira, ni muerto; necesito dormir, le sugirió el cuerpo.
– Estupenda idea, te lo iba a proponer yo ahora -le salió de esa boca maléfica de empleado, perfectamente consciente de que los seis meses de prueba acababan de empezar.
Nigam tuvo buena cuenta de sentarse lejos de los dos occidentales, tenía otras cosas que hacer y, de hecho, estuvo roncando durante todo el viaje.
Ya antes del despegue Sonia sacó un montón de papeles de su maletín. Eran los perfiles de los doscientos treinta trabajadores de Bangalore. Seleccionó la documentación de los directivos, eran cinco.
– Empecemos por éstos, Jan, yo ya me los he estudiado en el avión de Frankfurt, pero creo que será mejor que los repasemos otra vez juntos.
– Claro -dijo él, que estaba oyendo roncar a alguien al fondo del avión y se imaginaba quién podía ser.
– Todos ganan trece mil euros al año, y están con nosotros desde hace unos cuatro años. Tres de ellos, incluido el responsable de informática, tienen perfiles de alto nivel, y me gustaría que nuestra prioridad fuera intentar conservar con ellos una magnífica relación, por si fuera el caso de que necesitáramos incorporar profesionales parecidos en la India a corto plazo.
Jan no prestó atención, pensaba en Shamira y se preguntaba qué habría pasado si la hubiera esperado.
– Yo aconsejaría ofrecerles seis meses de sueldo como punto de partida, con opciones de reincorporarse a la empresa dentro de dos años.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Jan.
– Si dentro de dos años tuviéramos que incorporar perfiles similares, tendríamos la obligación de ofrecerles primero a ellos esta oportunidad.
– Hay que tener cara dura, ¿no?
– Ya, esa parte te la dejo a ti -sonrió Sonia.
– ¡Ah, muy bonito! Y ¿cómo vas a organizar las reuniones?
– Tú y Nigam explicaréis los motivos, yo haré las ofertas de rescisión de contrato, y tú, como representante del director financiero, podrás renegociar y hacer la última oferta, ¿qué te parece?
– Me parece una buena propuesta. ¿Conoces a alguna de esas personas?
– A decir verdad, no. Estuve aquí el mes pasado para coordinar la contratación de doce nuevos técnicos. Has tenido suerte, mi visado todavía es válido, si no te habría tocado hacerlo todo a ti solo. Ahora que me acuerdo, ¿has venido a Bombay con Kroeger?
– ¿Con quién?
– Con Kroeger, el responsable de seguridad. Un ex agente de los servicios alemanes que ahora se ocupa de que no nos roben los ordenadores y las carteras en la empresa. Me pareció verlo esta mañana mientras embarcaba en un vuelo a Bangalore anterior al nuestro.
– No lo conozco, conmigo sólo vino tu jefe, que hizo bien en salir corriendo en seguida.
– ¿Lo preferías a él en vez de a mí? -preguntó Sonia con una sonrisa.
– Yo no, pero mi mujer probablemente sí -respondió Jan, más dormido que despierto.
Efectivamente, fue la última frase que pronunció antes de sucumbir. Sonia lo despertó cuando el avión se hubo detenido y los pasajeros empezaban a levantarse para coger las maletas alojadas encima de sus cabezas.
Jan miró el reloj. Había dormido una hora y media, mejor que nada.
A la salida los esperaba un chófer que mostraba claramente un cartel con sus nombres. Después de una hora de coche llegaron al centro de desarrollo. Era una especie de nave industrial blanca sin ventanas, de reciente construcción, en medio de otras naves parecidas. En la entrada fueron identificados y tuvieron que ponerse zapatos desinfectados con suela de goma y una bata blanca. La de Jan parecía una minifalda, y provocó una serie de risitas entre el personal de recepción. Los acomodaron en la sala de reuniones principal y les anunciaron que el director del centro se reuniría con ellos en seguida.
Sonia preparó sus papeles, Jan se repitió mentalmente su discurso. Desde que habían aterrizado Nigam estaba casi constantemente pegado al móvil. Abhat, el director, entró diez minutos más tarde con el rostro ensombrecido; seguramente ya lo sabía todo, pensó Jan.
Fue una tarde larga y complicada. Lange se había equivocado, esa gente sabía negociar. Eran las dos de la madrugada cuando se llegó a un acuerdo para los cinco directivos. Un año y tres meses de sueldo, con opción a ser readmitidos, obligación de otros seis meses de sueldo si en un año no habían conseguido encontrar un nuevo empleo con las mismas condiciones. Se profirieron gritos, amenazas, lágrimas, todo ello con incesantes interrupciones para dar tiempo a que la otra parte evaluara las diferentes ofertas. Al final Sonia y Jan consiguieron llegar a un acuerdo contra la opinión de Nigam, que era más partidario de echarlos a todos a la calle con la intervención de la policía y sin siquiera un mes de sueldo.
A Jan le pareció que Nigam y Abhat se intercambiaban amenazas de muerte en hindi, y algunos puntos de su conversación le recordaron la de la noche anterior entre el taxista y el caminante noctámbulo. No podía más, propuso reanudar la reunión a la mañana siguiente para concretar la oferta que harían a los doscientos veinticinco empleados restantes. Propuesta aceptada, quedaron en volver a reunirse a las nueve de la mañana.
El hotel se encontraba a veinte minutos. En el coche Jan comprobó su móvil, que había tenido guardado en la chaqueta durante todo el tiempo, y vio que tenía más de diez sms. Dos eran de Julia, cinco de las secretarias de Kluge, que lo conminaban a que llamara al jefe a cualquier hora, y tres de Lange, que le pedía lo mismo. Eran las diez de la noche en Europa; decidió que los llamaría cuando llegara a su habitación. Tras registrarse en el hotel y despedirse de los otros dos, Jan se dio una ducha y llamó primero a Julia. En casa todo iba bien, lo echaban de menos. Él también echaba de menos a su familia, hacía dos días que no podía hablar con los niños.
No tuvo tiempo de preguntarse por enésima vez en su vida si todo aquello valía la pena porque recibió la llamada de Kluge. Quería saberlo todo y tenía preparada una serie de recomendaciones que creyó oportuno repetir mil veces, como se hace con alguien un poco duro de mollera.
Después de terminar la negociación había que cerrar el centro en un plazo razonable. Por este motivo Kluge debía ser informado de inmediato, en cuanto se llegara a un acuerdo.
¿Creía que podía conseguirlo al día siguiente? Difícil, pero lo intentarían. Fue una hora larga de conversación. Eran más de las cuatro. Jan no podía creérselo. Era tarde para llamar a Lange, lo haría al día siguiente.
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