Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Todo natural, nada que resultara peligroso, fue la respuesta.

Las setas venenosas también son fruto de la naturaleza, consideró Jan, pero al ver que todos masticaban y chupaban aquella cosa decidió que no debía de ser una droga especialmente peligrosa. Se llevó el paquetito a la boca y, una vez que la hoja se hubo desenvuelto, se liberaron unas piedrecitas que, según las instrucciones, había que ir chupando. El sabor era horrible y las chicas se rieron de la expresión de disgusto reflejada en la cara de Jan.

En un restaurante de Milán él había probado el paan , un sucedáneo indio de los cigarrillos. En una hoja de nuez de betel se esparcía una pasta extraída del árbol de la goma, después se añadían nueces de betel, tabaco, especias y, en algunos casos, azúcar y fruta. Esa cosa creaba dependencia y, por lo visto, no hacía ningún bien. Según algunos estudios médicos, en las poblaciones que lo consumían esporádicamente se contabilizaba una incidencia de tumores en la boca equivalente al doble respecto a las poblaciones que no lo consumían. El efecto era similar al de un cigarrillo.

Entonces no le había gustado y ahora todavía le gustaba menos. Durante algunos minutos todos estuvieron más ocupados en terminar aquella delicia que en continuar con la conversación.

– ¿Has visto? No ha sido tan terrible -empezó a decir Barthi, que había sido el primero en terminar su ración.

– Efectivamente…, estoy tan cansado como antes, pero al menos todavía estoy vivo.

Las chicas se rieron por la sorprendente ocurrencia y pidieron cuatro whiskies con coca-cola al camarero. Una magnífica idea para eliminar el sabor de detergente que se le había quedado en la boca. Diez minutos después el sueño había desaparecido, y veinte minutos más tarde se sentía fresco como una rosa y exaltado como un adolescente.

Nunca había sentido una sensación de excitación así, pero ¿qué se había tomado? ¿Viagra mezclada con coca?

Se habría tirado a Shamira sobre la mesa, a Lisa en la silla y, si Barthi se hubiera entrometido, también se lo habría tirado a él.

Se había olvidado de todo: de ir a Bangalore al día siguiente, de los despidos, del cansancio, de Julia. Sólo se vive una vez. Mañana podríamos no existir. Aquella cosa era extraordinaria. De jefe virtual de una multinacional pasó a convertirse en una máquina de guerra, o al menos ésa fue su impresión. Le gustaba más Shamira, pero se las imaginaba desnudas a las dos abriendo una danza lésbica para, a continuación, ir directamente al grano. Entre un sueño y otro y una serie infinita de cervezas, la conversación prosiguió entre grandes carcajadas y una intimidad creciente.

Jan miró el reloj.

¿Cómo era posible?

Eran las dos y media, había que acelerar. Le pareció que Barthi notaba algo, porque invitó a Lisa a bailar. Perfecto, déjame aquí trabajándome en serio a Shamira, agradeció Jan. Sin embargo, para su pesar, Shamira también quiso bailar.

– Magnífica idea -dijo él escondiendo su desilusión.

Mientras se dirigían al salón donde la gente bailaba tuvo necesidad de hacer una visita al baño. Se disculpó diciendo que en seguida se reuniría con ellos.

Ya en el baño se miró al espejo. Estaba destrozado. Daba asco, y entonces el cansancio volvió a aflorar junto a la conciencia de que al día siguiente tenía que trabajar. Era hora de irse, en seguida. Buscó a Nigam, sin resultado. Fue hasta la sala donde la gente bailaba y se fijó en que mayoritariamente sólo quedaban hombres, pero no había rastro de Barthi. Y tampoco de las dos chicas. Volvió al jardín, nada. Estaba mirando en las demás salas cuando un camarero se le acercó y le dio una nota. «Hemos ido a por más gasolina. Volvemos dentro de treinta minutos. Barthi.»

Era el momento de irse. Le pidió al mismo camarero si podía llamar a un taxi. Su respuesta fue que encontraría un par aparcados fuera. Gracias al cielo era verdad. Se acercó al primero y despertó al chófer, que dormía tranquilamente en el asiento del conductor.

– Por favor, lléveme al Sheraton.

– Por supuesto, señor.

– ¿Cuánto tardaremos?

– Una hora, señor. Estamos bastante lejos de Bombay.

– Vaya tranquilo, no tengo prisa -dijo forzando una sonrisa, y pensó: Sólo me faltaría tener un accidente.

Para quien está acostumbrado a las grandes metrópolis europeas, norteamericanas o chinas, donde en la periferia también hay farolas, tiendas y vallas publicitarias iluminadas, es difícil entender la noche de Bombay y sus alrededores. Allí no hay toda esa luz, al contrario, la oscuridad es total, iluminada sólo por los faros de los coches y los camiones, invariablemente de la marca Tata, que en la India circulan a todas horas.

Jan no era de los que se dormían en el coche, a menos que estuviera parado, y confió en esa tradición, a pesar de estar muerto de cansancio.

La carretera era un desastre, no se podía ir a más de cuarenta por hora, también por culpa de los camiones decrépitos que iban a paso de tortuga. Había leído en algún lugar que en la India morían cada año más de cien mil personas en accidentes de tráfico, un récord mundial.

Cuando empezaron a vislumbrarse las primeras casas a los lados de la carretera eran las tres, media hora más y podría dormir. Hizo cálculos: salida a mediodía, una hora antes en el aeropuerto, media hora de taxi, despertador a las diez. Podía bastar, siempre era mejor que nada. Por desgracia, al siguiente semáforo el plan resultó ser demasiado optimista. Por la mediana iba caminando una familia y el chófer les pasó muy cerca antes de pararse en el semáforo. Aparentemente el cabeza de familia había tocado sin querer el espejo retrovisor con el codo y el taxista bajó la ventanilla para gritar en su dirección alguna frase que a Jan le resultó incomprensible pero que no parecía ser muy cariñosa. Apremió al chófer para que continuara porque tenía prisa, pero su petición no fue tomada en consideración. Los dos hombres empezaron a vociferar el uno contra el otro y, al igual que había sucedido en el atropello de la vaca sagrada, unas cuantas personas comenzaron a aparecer de no se sabía dónde.

Ahora el coche estaba rodeado de curiosos, que miraban con estupor a Jan y se ponían del lado del desgraciado que a las tres de la madrugada iba andando por el centro de la carretera.

Jan descubrió que los indios eran más fogosos que los sicilianos, y tenía la esperanza de que en esa parte del mundo también pudiera aplicarse el dicho: perro ladrador, poco mordedor. No era así. A pesar de haberle gritado al chófer que siguiera adelante, incluso a costa de arrollar a esos cuatro desarrapados que bloqueaban la vía, a éste no se le ocurrió otra cosa más que salir y propinarle un puñetazo en la boca a su rival. El hombre, de complexión más bien robusta, no tardó mucho en recuperarse y en responder del mismo modo al taxista. Y no fue el único. Algunos de los espectadores no podían creerse que iban a poder vengarse del taxista, que, a pesar de ser tan desgraciado como ellos, tenía la suerte de conducir un coche.

Stop, please, stop ! -gritaba Jan sin esperanza de que lo escucharan.

Sólo cuando bajó del coche, quizá a causa de su estatura, la gente dejó de ensañarse con aquel idiota y se lo quedaron mirando con aire interrogativo. Jan echó un vistazo a su alrededor, parecía que el tiempo se hubiera detenido. Tenía miedo.

De repente las fuerzas lo abandonaron. Estaba en medio de una carretera india, perdido en ninguna parte. Las únicas luces, de los vehículos que circulaban y del taxi detenido, estaban envueltas en una niebla de contaminación y polvo que levantaban los camiones. Tenía que poner fin a aquella extraña inmovilidad, tenía que decir algo.

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