Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– No se preocupe, yo lo llamaré en cuanto lleguemos al hotel. Si hay algún problema, ya buscaremos otra solución.

El chófer, mientras tanto, tenía que pelearse con los mendigos, en su mayoría tullidos, que en cada semáforo se pegaban a las ventanillas para pedir limosna. Así es como van a acabar nuestros técnicos, pensó Jan. Él y Lange se alojaban en un hotel de cinco estrellas de una cadena internacional, con vistas a la bahía. Después de registrarse quedaron en encontrarse en la piscina media hora después para revisar las instrucciones más en detalle. El doctor Lange se iría a las tres de la madrugada, el cómodo horario de salida de casi todos los vuelos de la India a Europa.

Cuando llegó a su habitación, Jan llamó a Julia: la distancia aumentaba su deseo de verla, de abrazarla, de estar con sus hijos. Después de hablar con Samuele y Anna, intentó hacer a su mujer un resumen optimista de la jornada, subrayando las ventajas y dejando de lado los posibles inconvenientes. A Julia le encantaba la India y le apenaba no poder compartir la gran oportunidad que se le había presentado a su marido. Le deseó todo el éxito posible.

Concluida la llamada, Jan miró el reloj: tenía que acudir a su cita. Se puso el bañador, unos pantalones cortos y una camiseta y se dirigió al ascensor. La piscina estaba al aire libre, aprovechando el buen clima. El doctor Lange estaba sentado bajo una sombrilla y disfrutaba del panorama. Al acercarse, Jan se dio cuenta de que estaba hablando por el móvil. Su colega le hizo una seña para que se sentara. Cuando llegó el camarero Jan intentó descifrar si Lange estaba tomando una bebida con alcohol o no, para pedir lo mismo y así acompañarlo.

Tráigame una cerveza y un paquete de tabaco, que no fumo desde ayer, le sugería su mente.

– Una coca-cola, por favor -salió de su boca.

Lange terminó la llamada, luego dijo:

– Parece que Kluge le tiene afecto. Si es necesario puede disponer de un presupuesto equivalente a dos años de salario neto, aunque yo le he asegurado que uno era más que suficiente. ¿Lo ve?, al final es Nigam el responsable de las negociaciones, usted sólo tendrá que proporcionar los parámetros de los despidos y asegurarse de que el centro se cierre como máximo a final de mes.

– ¿Qué tengo que hacer si la situación se me escapa de las manos, con huelgas, la prensa y todo lo demás? -aventuró Jan.

– Estamos en la India, los empleados reciben el sueldo de un año con la perspectiva concreta de encontrar un nuevo trabajo retribuido, quizá mejor que el que tienen ahora, en el plazo de tres meses. ¿Usted qué haría? El comunicado oficial ya casi lo tenemos listo: cuando se haya resuelto la situación en Bangalore, Nigam convocará una rueda de prensa para anunciar nuestro cambio de intenciones a corto plazo y nuestro propósito de invertir doscientos millones de euros en una fábrica a partir de 2012.

– ¿Y eso de dónde sale? -preguntó Jan, cada vez más desplazado.

– De la voluntad de Kluge de conservar la buena relación que tenemos con el gobierno indio. Pasado mañana un par de nuestros asesores estarán en Delhi para hablar con el gobierno y presentar el proyecto.

Discutieron los detalles durante media hora más, tras lo cual Lange se despidió porque todavía tenía que hacer dos conferencias telefónicas antes de descansar un par de horas. Coger un avión a las tres de la madrugada era una pesadilla, en eso Jan estaba de acuerdo. Lo que le costaba compartir era la lógica empresarial: estaban dispuestos a ofrecer a esa gente el sueldo de dos años con tal de que se fueran a casa para luego volver a contratar el doble de trabajadores dos años más tarde. De todos modos, cuando trabajaba en el banco, había visto cosas incluso peores. Saludó a Lange, que se despidió con un «buena suerte». Una vez solo al lado de la piscina, Jan pidió inmediatamente una cerveza y un paquete de cigarrillos. Quería disfrutar de la puesta de sol. ¡Qué maravilla! Desde la terraza de la piscina podía ver toda la bahía de Bombay. La ciudad era enorme. Se levantó un ligero viento, cargado de sal. Él se acercó a la balaustrada de la terraza.

Empezó a mirar el paseo que bordeaba la bahía delante del hotel. No había mucha gente: algunos vendedores en diminutos puestos construidos con lo que encontraban por la calle. Desde esa distancia no veía con claridad qué era lo que vendían. Se fijó en un anciano que se arrastraba recogiendo latas y botellas de plástico. Llevaba un saco transparente a la espalda lleno del fruto de su esfuerzo. También había dos pescadores, pero prefería no saber qué era lo que se podía pescar en aquellas aguas. Sólo esperaba que lo que fuera que saliera de aquel caldo marrón no acabara en la cocina de los restaurantes donde iría a comer o a cenar durante su estancia.

Asomándose un poco más, Jan pudo ver lo que ocurría delante de la entrada de su hotel. Había dos filas de taxis aparcados a ambos lados de la calle, dos coches de lujo justo delante de la puerta, y porteros, mozos, curiosos, militares, policías, taxistas, que daban vida a la clásica rutina de la entrada de un importante hotel internacional.

Con la diferencia de que se encontraba en la India, y se notaba. Jan se la había imaginado algo diferente, aunque tampoco es que tuviera ninguna expectativa muy concreta. Se imaginaba el país a partir de los diversos reportajes periodísticos y las exposiciones fotográficas que había visto. Unas fotos de las que recordaba los colores únicos, tanto de los paisajes como de la ropa, aunque también la enorme miseria: las condiciones de vida de los habitantes de la periferia de las grandes ciudades, las condiciones en que vivían las mujeres, sin olvidar las condiciones de vida de las prostitutas. Durante muchos años, Jan había sido un apasionado de la fotografía. A pesar de que hacía mucho tiempo que no la compraba, tenía que admitir que los reportajes fotográficos de la revista francesa Photo habían contribuido en gran parte a la idea que se había creado de la India. Y esa breve estancia no había hecho otra cosa que confirmársela. El trayecto del aeropuerto a la oficina y desde allí al hotel había sido una revelación. Los colores, las aglomeraciones de personas a ambos lados de las calles, los olores, entre ellos la contaminación de los tubos de escape de los camiones, dominaban cualquier otra cosa. Así era como se lo había imaginado.

Por otra parte, Jan también había seguido de cerca el desarrollo económico del país en los últimos años, su boom en el sector servicios, la explosión del consumo interior. Esperaba ver parte de ese desarrollo y de ese nuevo bienestar reflejado en las infraestructuras y en la edificación urbana. No era así: los edificios ruinosos y los atascos de tráfico eran algunas de las atracciones de la ciudad.

Se volvió hacia la terraza. No había nadie en la piscina, excepto el piloto de Lufthansa que los había llevado hasta allí y unos veinte cuervos que acudían a beber agua dulce gratis. Incluso dos buitres hicieron una parada para abrevar. Ver buitres en la ciudad no era un fenómeno usual en Europa. Aquéllos no eran muy grandes, sólo un poco mayores que los cuervos con los que compartían el agua, pero la cabeza era una miniatura del más conocido cóndor, y ese particular no dejaba dudas sobre la rama biológica a la que pertenecían.

Podían ser los mismos buitres que se alimentaban de los cadáveres expuestos en las Torres del Silencio del cementerio parsi situado en Malabar Hill, no lejos del hotel. Había leído sobre esa costumbre en la guía de la India que había comprado en Múnich y que había hojeado un par de veces en el avión.

Bombay y sus alrededores es el lugar con la mayor concentración de parsis del país. No quedan muchos, quizá cien mil en todo el mundo. Proceden de la Persia iraní y se establecieron en la India hace más de mil años. A pesar de ser relativamente pocos, los parsis todavía representan una minoría culta y muy influyente. Además de los miembros de la familia Tata, una de las más poderosas de la India, también Freddie Mercury, alias Farrokh Bulsara , pertenecía a dicha etnia. Es un rito para los parsis exponer el cuerpo de los difuntos en unos edificios abiertos, las Torres del Silencio, y dejarlos a la merced de las aves rapaces. Es una práctica controvertida en la ciudad de Bombay, principalmente porque el número de buitres se ha reducido de manera drástica a causa de la contaminación y del uso abusivo de pesticidas. Con menos buitres disponibles, el período de «descomposición asistida» se ha dilatado mucho, con el consiguiente empeoramiento de la calidad del aire en las zonas limítrofes al cementerio.

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