Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– En realidad vamos a cerrar el centro de desarrollo y el personal quedará reducido a diez unidades.

– Pero allí abajo estamos aplicando programas informáticos de gestión de la interfaz de la red móvil, y no solamente para la India.

De este modo Jan supo que cada teléfono móvil está dotado de un módulo, o chip, que comunica con la estación de radio de su operador. El móvil tiene que funcionar en cualquier momento, y por ese motivo siempre tiene que reconocer los repetidores más cercanos con los que puede comunicarse. El teléfono emite señales continuamente y los repetidores devuelven una respuesta; de esa manera siempre está listo para realizar una llamada. Si nos movemos o estamos en un lugar con poca cobertura, el móvil intenta buscar con más intensidad una base de radio, transmitiendo señales más potentes. El teléfono no sólo tiene que conseguir dialogar con las estaciones de radio, sino que además tiene que saber reconocer qué repetidores pertenecen a su operador. Los componentes y los programas necesarios para ese proceso los estaba desarrollando y produciendo en parte la empresa de Jan en la India.

Kluge y los dos directores, ambos claramente sorprendidos y contrarios a la decisión, estuvieron discutiendo durante media hora más. Jan se preguntó si debía intervenir y plantear su análisis, que conllevaba una perspectiva opuesta a la que Kluge había presentado, pero las normas dictan que un buen subordinado no debe contradecir nunca a su jefe, al menos en público.

Al final Lee tomó la palabra y puso fin al debate.

– Lamentablemente la decisión está tomada. El consejo de administración ha establecido otras prioridades y nosotros no podemos oponernos, aunque no nos guste. Tendremos otras oportunidades en el futuro. Intentaremos reaccionar ante los daños que puedan derivarse y no haremos pública la noticia hasta que hayamos diseñado toda la comunicación interna y externa. Les deseo muy buenas noches.

Dicho y hecho, Lee se levantó, cogió a Kluge por debajo del brazo y ambos se dirigieron hacia sus despachos.

Jan desconectó su ordenador del proyector, se despidió de los dos directores que todavía estaban discutiendo sobre aquella decisión y se encaminó abatido hacia su despacho.

Una noche estupenda.

Decidió que, si en el futuro volvían a encargarle algo parecido, se leería las tres primeras páginas y presentaría cuatro diapositivas: Cerrar, Ampliar, Estabilizar, y cerraría con una última que preguntara: «¿Qué quieren hacer?»

Una vez hubo colocado el ordenador sobre el escritorio, Jan decidió que se merecía una cerveza y unas costillas de cerdo en el restaurante bávaro que estaba frente a la oficina o, mejor, quinientas cervezas, las mismas que las inútiles páginas que se había leído.

Cuando hacia las once se disponía a salir vio que todavía había luz en el despacho del jefe. Bueno, se dijo, estará decidiendo qué me va a dar para leer mañana.

Mandó un sms a Julia, que todavía estaba despierta. Estuvieron hablando un buen rato, los dos lo necesitaban.

A la mañana siguiente, a las siete y media, horario de samurái, Jan ya estaba en la oficina. Su regla era: si sales tarde después de haber estado trabajando con los jefes, entra muy temprano, los jefes lo tendrán en cuenta. En cualquier otro caso, haz lo que te parezca.

Encontró un mensaje del jefe sobre su escritorio. El mensaje que le asignaba su verdadero primer encargo.

Después de leerlo se sentó y maldijo a la primera entidad que su escaso conocimiento religioso le sugirió.

«Prepare con la secretaria los documentos para el visado. Acompañará al doctor Lange a reestructurar nuestra filial india.»

Como primera tarea tendría que despedir a más de doscientas personas. ¡Maravilloso!

La secretaria le dijo que normalmente se necesitaban diez días para obtener el visado para la India; sin embargo, haría lo imposible, teniendo en cuenta la urgencia dictada por el director financiero. Pues muy bien, pensó Jan, bastante triste por la ingrata perspectiva que tenía en la India.

Consideró que, si normalmente se necesitaban diez días laborables para un visado, con las presiones correspondientes no iban a ser menos de tres. Era viernes por la mañana, así que no sería posible tenerlo antes del miércoles. Esa idea lo tranquilizó en parte.

Al día siguiente Jan recibió un sms del jefe: «Visado listo, nos vemos a las 17.00 en la oficina.»

No parecía una pregunta, así que después de una comida pantagruélica, seguramente la última durante un largo período, se presentó en el trabajo con una pequeña maleta, listo para salir de viaje.

La escondió en el despacho, temiendo que el jefe pudiera cambiar de idea y decidiera que partiera el lunes.

– Gracias por haber venido.

– No hay de qué.

– Me gustaría que acompañara al doctor Lange a Bombay mañana por la tarde y le entregara esta carta al señor Nigam, el director indio.

– ¿Tengo que hacer algo más?

– Ayude al doctor Lange y regrese con él.

Y ¿cuánto tiempo iba a estar el doctor Lange en la India del carajo? ¿Tres años? ¿Cuatro? Jan prefirió traducir esas palabras a un lenguaje más diplomático.

– ¿Cuánto cree que durará la reestructuración, doctor Kluge?

– Lo decidirá Lange.

Siguió otra media hora de conversación más cordial, durante la cual el doctor Kluge se disculpó por ese inicio tan movido, y aseguró que, después de lo de la India, se concentrarían en un par de proyectos a medio y largo plazo. Jan se despidió amablemente y volvió a darle las gracias por esa estupenda oportunidad.

De camino a casa, mientras pasaba por delante del cartel publicitario de una película norteamericana, maldijo la industria cinematográfica, culpable de promover la imagen del directivo de éxito al que, a su regreso de un vuelo intercontinental después de haber cerrado un negocio fantástico, aún le queda suficiente energía para pasar momentos memorables con su familia.

Menos mal que Julia y los niños todavía estaban en Milán.

Cogió el teléfono y los llamó: necesitaba oír sus voces.

La India

Metro hasta el aeropuerto, una hora de espera. Vuelo a Frankfurt, cambio de terminal, otras dos horas de espera. Embarque para la India, ocho horas y media de vuelo. Llegada al amanecer. Jan, clase turista, horas de sueño: cero. El doctor Lange, clase business , como nuevo.

Tras todas esas horas de viaje, Jan soñaba con darse una ducha, pero decidieron ir inmediatamente a la oficina porque desde que habían aterrizado hasta que salieron del aeropuerto habían perdido dos horas más.

La oficina de Bombay se encontraba cerca de la playa, en una zona de hoteles, y estaba rodeada por guardias de seguridad. Los edificios de las empresas extranjeras estaban sometidos a una rigurosa vigilancia por el temor a sufrir atentados terroristas. En la primera planta tenía su sede la empresa de Jan. Los alquileres eran caros, incluso para un espacio tan pequeño como ése, aunque no se podía decir lo mismo de la cantidad de personal contratado así que era preferible aplicar la fórmula «poco espacio, mucha gente». Sólo Nigam tenía un despacho de diez metros cuadrados. Espacioso y con un solo inconveniente: no tenía ventanas. Después de las presentaciones se sentaron ante una mesa redonda con cuatro sillas diferentes entre sí. Antes de tumbarse al sol en la piscina del hotel, Jan tenía una misión que cumplir. Entregó la carta a Nigam.

– De parte del doctor Kluge.

Lange le lanzó una mirada, probablemente porque no había sido advertido de ese acto inesperado. Pero Kluge había sido claro: «No la lea, no la abra, no se lo diga a nadie.»

Aunque ese hecho había puesto en marcha su fantasía, Jan, como fiel empleado recién incorporado, se había atenido a las instrucciones.

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