Jan la consideraba una práctica aceptable, con la condición de que el lugar elegido para el rito estuviera alejado de la ciudad. Con todo, le provocaba cierta impresión ver a las aves beber en la que debía de ser una de las piscinas más exclusivas de la ciudad.
A la segunda cerveza y el segundo cigarrillo Jan se fijó en un hombre que estaba leyendo el periódico sentado en el otro extremo de la gran terraza. Le pareció un rostro familiar, pero a esa distancia no podía estar seguro. Decidió llamar a Andreas para charlar un rato, pero encontró a Ulrike. Extrañamente, a pesar de estar viviendo con ellos en Múnich, sólo había podido verla los dos primeros días, ya que después se había retirado en clausura para trabajar en un importante proyecto del que tampoco sabía nada.
– Hola, Jan -lo saludó reconociendo en seguida su voz-. ¿Qué tal todo por Bombay?
– Todo bien. Me estoy tomando una cerveza y admirando el espectáculo de la bahía. Y ¿tú qué haces en casa a estas horas? -preguntó él, ya que acababa de darse cuenta de que en Múnich eran las tres de la tarde de un lunes laborable.
– Estoy preparando la maleta, me voy a Londres para una conferencia. Quizá te interese saber que en Inglaterra un estudio aconseja que no se den teléfonos móviles a los chicos menores de catorce años, y me han invitado en calidad de experta a un debate organizado por el ente gubernamental responsable de las telecomunicaciones.
– ¿Tengo que buscarme otro empleo?
– ¿Por qué? ¿Crees que hoy en día se puede convencer a los adolescentes de que no usen el móvil?
– No, a menos que los mates. Si hablas con Andreas, salúdalo de mi parte. Que tengas un buen viaje y buena suerte en la conferencia.
– Se lo diré, no te preocupes. ¿Cuándo vuelves?
– Espero que dentro de un par de días, despido a doscientas treinta personas y regreso por mar en tres paquetes distintos.
– Hasta pronto, Jan, y no te olvides de meter un sari para mí en uno de esos tres paquetes.
– No lo olvidaré, hasta pronto.
Ulrike era experta en teléfonos móviles y en sus presuntos efectos colaterales. Jan nunca había profundizado mucho en lo que en realidad significaba ser un experto en ondas electromagnéticas, ni tampoco Ulrike y Andreas habían entablado nunca una conversación que mencionara la posible peligrosidad de los productos que vendía su nueva empresa. Quizá era una cuestión de tacto, pensó él.
Ya había leído la noticia de que en Inglaterra un ente gubernamental había desaconsejado el uso de los teléfonos móviles a los menores de catorce años, pero no había notado reacciones de pánico en el sector, al contrario. Los expertos esperaban que el índice de expansión de los móviles alcanzara en 2012 la franja de edad que empezaba a los siete años. Pensando en sus hijos, que todavía no habían llegado a esa edad, pero que preferían jugar con los móviles de sus padres que con sus juguetes, le pareció un panorama realista.
Luego se acordó de todas las veces que no había conseguido decir que no a los deseos inoportunos de sus hijos, y se convenció de que también ellos, cuando tuvieran edad, tendrían su móvil, si es que para entonces la ley no los había prohibido. Por otro lado, los chicos menores de diez años representaban la categoría de usuarios que todavía faltaba, y la verdad es que no sería difícil obtenerla. Sólo había que incidir en el aspecto de la seguridad. ¿A qué padre no le gustaría que su hijo estuviera siempre localizable?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un conserje que le preguntó si era él, porque en tal caso había una persona llamada Nigam que le rogaba que contactara urgentemente con él. Bien, muchas gracias, ¿desde dónde puedo llamarlo? Lamentablemente sólo desde recepción o desde la habitación, tenga el número.
Jan se levantó lentamente, a regañadientes, para ir hasta su habitación.
– Sí, ¿Nigam?
– Señor Jan, gracias por llamarme, perdóneme que lo moleste, me preguntaba si le apetecería salir esta noche a tomar algo, una cosa rápida, ya que me imagino que estará muy cansado del viaje.
Jan sentía todavía una ligera embriaguez provocada por la cerveza y le pareció que tampoco estaba tan cansado, así que aceptó de buen grado. No iba a tener muchas más oportunidades de ver Bombay de noche con alguien del lugar.
Después de ducharse y afeitarse, se miró al espejo con aire interrogante. Quería ver si se notaba que últimamente había dormido poco.
A las ocho Nigam llegó al vestíbulo del hotel, y Jan, al que mientras tanto se le había pasado la dosis de energía y esperaba que un milagro cancelara la cita, fue a recibirlo tendiéndole la mano.
En el coche Nigam decidió que había que ir a comer algo antes de beberse un par de cócteles en el Passepartout, un bar de moda entre los indios bien, situado en un hotel de lujo de la ciudad. Jan retrasó mentalmente la hora de irse a la cama de las diez a las doce de la noche.
El restaurante no se encontraba lejos del hotel, y el chófer, que aparentemente quería quedar bien, condujo como si llegara tarde a su boda. Tan bien quiso hacerlo que, internándose en la enésima callejuela-atajo, le dio de lleno a una de esas vacas sagradas que viven de desechos y donaciones. El pobre animal se encontraba ahora echado ante el capó abollado del Audi con al menos dos patas horriblemente rotas y quizá alguna cosa más. Jan estaba seguro de que para el chófer, culpable de tal sacrilegio, no había ninguna esperanza, mientras se preguntaba si también existían penas para los pasajeros.
Entre una imprecación y otra, Nigam encontró tiempo para tranquilizar a Jan.
– No se preocupe, sucede todos los días, a esas pobres bestias no debería permitírseles vivir en este tipo de ciudades, llenas de tráfico.
Mientras tanto se había congregado una pequeña multitud de curiosos que -quién sabe de dónde habían salido- comentaban con gran énfasis los daños que había sufrido el coche de lujo. La salud del animal parecía no importarle a nadie, y Jan pensó que no debían de considerarlo tan sagrado como todo el mundo creía.
Nigam bajó del coche y empezó a confabular con algunos de los curiosos. Jan le vio meter la mano en la cartera y entregar billetes a uno de ellos, luego volvió a subir al coche y ordenó al chófer que prosiguiera.
Tras volver la cabeza, Jan pudo ver que algunos de entre los presentes arrastraban al animal por el arcén y dejaban que muriera allí.
– Si se está preguntando qué va a suceder, no sucederá nada. Por desgracia estas cosas ocurren todos los días, en Delhi todavía más, porque hay vacas por todas partes. Pero ya verá como esto también cambiará. Espero que nuestro chófer no le haya quitado el apetito -dijo Nigam, tras lo cual se dirigió directamente al hombre en hindi mencionando la palabra Audi por lo menos diez veces.
El conductor estaba conmocionado. Probablemente tendría que trabajar gratis durante los próximos cinco años para reparar el daño que había causado a su amo, pero al menos ahora conducía despacio, mejor dicho, muy despacio.
Por fin llegaron al Star of India, nombre del que se había abusado mucho en el mundo de la gastronomía india.
Nigam pidió por los dos, pero quedó gratamente sorprendido por el espléndido conocimiento que Jan mostró tener de los platos indios. Aunque no había abierto ningún restaurante, sí había logrado hacerse una cultura culinaria después de frecuentar durante dos meses todos los restaurantes indios de Milán.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja para Kluge? -preguntó Nigam.
– Casi dos semanas, me he trasladado hace poco de Milán a Múnich. Antes trabajaba en un banco de inversiones en Italia.
– ¿Y ha abandonado el dinero fácil para entrar en una industria de locos?
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