– No me parecía tan fácil, y estoy acostumbrado a los locos.
Durante la conversación que siguió se estuvieron estudiando el uno al otro, haciéndose una pregunta tras otra: familia, visión del mercado, pasiones deportivas, Bollywood y sus reglas, Indira Gandhi.
A Nigam le gustaba aquel tipo, era distinto de los que hasta el momento había conocido en Múnich. Era inteligente e irónico y, algo muy importante, no se tomaba muy en serio a sí mismo. Sin embargo, una cosa estaba clara: Kluge no le había informado del verdadero motivo por el que se redimensionaba la filial india y, sobre todo, por qué se cerraba Bangalore. Esa última decisión, a pesar de todo el dinero que le habían ofrecido, era algo que Nigam no se veía capaz de llevar a cabo, no lograba entenderlo. Pero la cantidad que se barajaba era demasiado importante para que él se obstinara en buscar la verdad.
Cuando acabaron de cenar fueron hasta el coche para seguir la velada en el Passepartout. El chófer estaba de pie delante del capó, discutiendo con otros chóferes, seguramente sobre los daños que se apreciaban. Leyendo la desesperación en sus ojos, a Jan se le ocurrió preguntarle a Nigam si el coche también estaba asegurado ante eventualidades de ese tipo.
– Querido Jan, por supuesto que sí, pero eso no significa que él tenga que saberlo. No hay nada mejor que un empleado que se siente culpable o en deuda.
– No me pida nunca que conduzca en Bombay -respondió Jan sonriendo entre dientes.
El Passepartout era un bonito local con acceso independiente, en el interior de un hotel de cinco estrellas. Seguramente no habría desentonado en Londres o Nueva York, con la única diferencia de que los quince clientes que Jan contó eran todos hombres. Su número fue en aumento durante las dos horas siguientes, mientras que el de las mujeres quedó invariable. La India y las mujeres, un misterio de difícil comprensión para Jan. Por otro lado, incluso Nigam, que había estudiado seis años en Estados Unidos, había aceptado un matrimonio concertado por la familia. La explicación era lógica: nadie te conoce mejor que tu madre y tu padre, así que tienen la responsabilidad de encontrar la mejor esposa para su hijo. Para apoyar esta tesis añadía el hecho de que el número de divorcios en la India era muy bajo comparado con el de Estados Unidos o Alemania. Este dato demostraba por sí solo la eficacia del método, según Nigam. Jan se acordó de un libro que había leído sobre la condición social de las mujeres divorciadas en la India, pero se guardó mucho de sacar el tema.
Mientras tanto, un voluntarioso disc-jockey había empezado a caldear el ambiente con algunos temas a los que aparentemente nadie podía resistirse. La mayoría de los clientes se apresuraron a situarse en el rectángulo destinado al baile, cosa normal si no hubiera sido por el hecho de que todos eran hombres. Jan rechazó la invitación de Nigam: necesitaba tomarse algunos cócteles más para atreverse a bailar con una mujer, y con un hombre ni digamos.
A medianoche, el cansancio se sumó al alcohol, y Jan le pidió amablemente que le acompañara al hotel.
– Amigo mío -a Nigam le había dado por el lado fraternal, probablemente animado por los tres Chivas que se había tomado-, ahora iremos a la fiesta privada que ofrece un conocido director. Lo que no has encontrado aquí lo encontrarás allí -y le guiñó el ojo.
– ¿Me recuerdas a qué hora sale el vuelo a Bangalore mañana por la mañana?
– Tarde, a mediodía. Vamos, quédate diez minutos; si estás cansado mi chófer te llevará luego de vuelta al hotel.
Necesitaron una hora de coche para llegar a la fiesta y, mientras seguían charlando, Jan intentaba descubrir a qué remota parte de la ciudad se estaban dirigiendo. La fiesta se había organizado para celebrar el final del rodaje de una película en la que la empresa había invertido una pequeña suma para que en algunas escenas apareciera cierto modelo de móvil. Se celebraba en una pequeña villa decrépita de dos plantas, perdida en medio de ninguna parte. En la calle había hileras de coches aparcados con sus correspondientes chóferes durmiendo en el interior. Hasta allí llegaban la música y las voces divertidas de una multitud de personas. Nigam iba pasado de vueltas y prometió a Jan las mil y una noches. En la puerta montaban guardia dos gorilas que debían de conocerlo, ya que les abrieron la puerta con un ceremonioso saludo. La casa estaba atestada, no había manera de moverse. Jan odiaba esa clase de fiestas. Necesitaba espacio.
Decidió, pues, encontrar un lugar más tranquilo separándose de Nigam, que en seguida se entretuvo con un grupo de hijos de papá de la Bombay elegante. Detrás de la casa había un gran jardín donde la densidad de población por metro cuadrado parecía más razonable. Encontró incluso una silla con una mesa vacía cerca de una piscina sucia. Desde allí podía observar a la gente con toda tranquilidad, cosa que siempre le había gustado. Había de todo: modelos, coristas medio desnudas, jóvenes arribistas, otros menos jóvenes pero igual de arribistas, camareros sudados y desencajados, señoras vestidas de gran gala y gente más difícilmente clasificable. Todos rigurosamente indios.
Jan tenía sueño. Pidió una última cerveza al camarero. Era más de la una, le quedaba otra hora de coche hasta llegar al hotel. El camarero le sirvió un Chivas caliente, las cervezas se habían terminado y habían enviado a alguien a comprar más. Terrible. Al segundo cigarrillo se presentó en su mesa un tal Barthi júnior, uno de los jóvenes gallitos con los que Nigam se había quedado hablando en el vestíbulo.
– Usted es uno de los jefes de Múnich, me ha dicho Nigam. ¿Cómo se encuentra en la India? -rompió el hielo Barthi.
A Jan se le escapó una carcajada, pero no quiso empezar a discutir sobre la diferencia entre un jefe y un ejecutor de órdenes.
– Para ser sincero hasta ahora no he visto mucho, pero Bombay es realmente fascinante. ¿Ha estado usted alguna vez en Europa?
– Estudié en la London Business School, y todavía paso un par de meses al año en Londres para ocuparme de los asuntos familiares. Pero he estado un poco por todas partes, Italia, Francia, España, Grecia, ya sea de vacaciones o por negocios.
Después de diez minutos de simpática conversación, Jan se excusó, estaba demasiado cansado y a la mañana siguiente le esperaba una larga jornada.
Por única respuesta Barthi júnior invitó a la mesa a dos modelos que desde hacía unos minutos estaban charlando allí al lado y que a Jan le pareció que no esperaban otra cosa que esa invitación.
– Shamira, Lisa, permitidme que os presente a Jan, el jefe de Nigam.
Estupendo, pensó Jan, ahora me tocará ir directamente al aeropuerto desde aquí.
Las dos chicas trabajaban para la principal agencia de modelos del país, le explicaron a Jan, pero a diferencia de Barthi júnior nunca habían cruzado la frontera. Ambas tenían veintidós años, eran altas, sobre un metro ochenta, y, en una palabra, eran guapísimas.
Barthi júnior notó el cuarto bostezo de Jan y sacó del bolsillo de su chaqueta una cajita plateada de la que extrajo cuatro hojas dobladas en paquetitos rellenos de no se sabía qué. Después de darles una a las dos ninfas, se tragó otra y le ofreció la última a Jan.
– Toma, coge, es una hoja de betel que dentro lleva una de nuestras especialidades. Te animará.
– Te lo agradezco, pero es que tengo que irme.
– Mira cómo baila Nigam: si ese viejo sigue el ritmo, tú no puedes ser menos -lo acució Barthi volviéndose hacia las cristaleras que daban al salón, donde su colega estaba bailando desenfrenado con una bonita chica que podría ser su hija.
– ¿Qué es exactamente este prodigio? -preguntó Jan, resignado.
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