Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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El Verraco calló un momento.

– Ocúpate tú mismo del resto, Rinken. Yo voy a preparar un calabozo para Kalb. Dile a la Policía que me lo traiga encadenado.

El Feldwebel Rinken rió suavemente en el otro extreme de la línea.

– Oye, Stahlschmidt, ¿te has caído de cabeza? ¿Hay algo que te comprime? ¿Has ido al retrete esta mañana? A mí no me importa en absoluto tu asunto. Según el Heeresarmeevorschrift [33] 979 del 27 de abril de 1940, apartado 12, artículo 8, debes dar parte cuando una cosa así ocurre en tu sector. Por tu bien, espero que sólo se trate de una pesadilla. ¿Permiso falso de visita? ¿Contacto ilegal con un prisionero incomunicado? ¡Maldición! Supongo que habrás detenido a los dos tipos antes de que hayan salido de la cárcel.

Stever, que escuchaba por el otro auricular, lo soltó como si se hubiera quemado.

El Verraco, nervioso, tragó saliva.

– ¿Te has vuelto loco, Rinken? -consiguió balbucear por fin-. Sólo te estoy diciendo que me parece que el permiso de visita es falso.

– Sí, esto lo dices ahora, Stahlschmidt. Hace un rato me has explicado que esos dos granujas habían forzado la entrada del calabozo de un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso de visita falso, y tengo testigos de esta horrible afirmación. Tenemos escuchas, Stahlschmidt.

– No te excites, Rinken. Me importan un bledo tus testigos. Nunca he afirmado que ese permiso fuera falso. Sólo he dicho que lo creía.

Rinken se echó y reír.

– ¡Estás de broma, Stahlschmidt! Pero, escúchame bien. Esta historia ha ocurrido en tu territorio, en tu sector. Y nos has repetido infinidad de veces que eras el único responsable de las decisiones que tomabas en tu cárcel. Supongo, pues, que, si no te has vuelto completamente loco, hará ya mucho rato que tengas a esos dos tipos entre rejas. Ahora que he oído hablar del asunto, iré a ver al comisario auditor de guardia, el teniente coronel Segen, para anunciarle que tienes a dos tipos. Después, vendremos a buscarles para proceder al interrogatorio.

El Verraco se enfureció terriblemente. Pegó una patada a un casco que había en el suelo, imaginándose que era Rinken.

– ¡Cállate, Rinken! No harás nada en absoluto. -Rió forzadamente.- Era una broma, Rinken. Sólo he querido engañarte.

Se produjo un breve silencio.

– No lo creo, Stahlschmidt. ¿Y quién ha firmado el permiso?

E l Bello Paul.

Se le había escapado el nombre. Sintió deseos de morderse la lengua. Ahora, había metido la pata hasta el cuello. Imposible retroceder.

Rinken se echó a reír.

– No eres muy listo, Stahlschmidt. Estoy impaciente por ver ese permiso de visita, y aún más, a tus dos prisioneros. Pero ahora voy al despacho del teniente coronel para comunicarle la sorpresa. Lo demás, es asunto tuyo, Stahlschmidt. Por cierto, ¿sabes que están formando un batallón de castigo en el Regimiento de Infantería? Andan como locos buscando suboficiales cualificados.

– ¡Cállate, Rinken, maldita sea! -empezó a decir el Verraco con humildad-. Deja tranquilo a tu teniente coronel. Nosotros, los suboficiales, hemos de apoyarnos mutuamente. De lo contrario, sería el fin del mundo. Ignoro en absoluto si ese permiso de visita es falso. Es sólo una idea que se me ha ocurrido, y no he detenido a nadie. Los dos tipos se han marchado.

– ¿Que se han marchado? -repitió Rinken, sorprendido, ocultando con dificultad una satánica satisfacción-. ¿Es que la gente entra y sale de esa cárcel como si se tratara de una taberna? Alguien les habrá ayudado a salir. ¿Quién les abre la puerta, Stahlschmidt? Tengo la impresión de que en tu cárcel ocurren cosas muy extrañas.

– Sabes muy bien, Rinken, quién es el que deja salir a la gente de aquí. Yo, y sólo yo. No seas cretino. Más vale que me aconsejes. Siempre has sido muy espabilado, Rinken. Te he considerado siempre como un amigo.

– Por cierto, ahora que te tengo al otro extremo de la línea -prosiguió Rinken, con frialdad-, espero que no hayas olvidado los cien marcos que me debes, más un interés del ochenta por ciento.

– Sabes muy bien que estoy seco, Rinken, Mis asuntos no marchan estos días. He comprado dos uniformes negros y he tenido que pagar cuatro veces su precio por un par de botas de oficial. Como Stabsfeldwebel no puedo andar por ahí hecho un andrajoso. Por otra parte, los cien marcos eran sin interés.

– No sé en qué pueden interesarme tus uniformes, Stahlschmidt. Me pediste prestados cien marcos con un interés del ochenta por ciento, y ahora lo niegas. Como quieras. Ahora mismo voy a ver al teniente coronel.

Se oyó un clic. Rinken había colgado.

El Verraco, aturdido, contempló unos instantes el teléfono.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Stever, quien, para no comprometerse con el teléfono, se había retirado a un rincón.

– ¡Cállate! -aulló el Verraco.

Y pegó un puntapié a una papelera, cuyo contenido se esparció por el suelo. El Verraco dio dos o tres vueltas al despacho, escupió con furia sobre la foto de Himmler, que colgaba de la pared, y empezó a lanzarle invectivas.

– ¡Todo esto es culpa tuya, cretino! ¿Por qué diablos no te quedaste en Baviera?

Cogió el teléfono y volvió a llamar al Feldwebel Rinken.

– Paul -empezó a decir con voz melosa-, aquí, Alois. Oye, discúlpame por esa historia del préstamo. Sé muy bien que era con un interés del ochenta por ciento. Pero, ya sabes, uno protesta siempre, por costumbre. Es algo superior a mis fuerzas.

– Está bien -repuso Rinken con bastante frialdad-. Espero, pues, que me los devuelvas, incluidos intereses, antes de mañana al mediodía.

– Te juro, Paul, que tendrás hasta el último céntimo. Los meteré en un sobre cerrado y se lo daré a Stever. -Fingió que no veía a Stever, quien protestaba violentamente con la cabeza-. Dame alguna solución, Paul.

– Puedes hacer dos cosas, Stahlschmidt. Telefonear a tu comandante y explicarle el caso. Si es lo bastante estúpido, te avalará y quedarás tranquilo; pero si tiene un solo gramo de cerebro se burlará de ti y se lavará las manos. Y entonces te verás metido en un buen atolladero. También podrías hacer otra cosa. No hables con tu comandante y telefonea directamente a la Gestapo. Pero entonces te aconsejo que tengas mucho cuidado y medites bien cada palabra. Es mejor que hagas un ensayo general antes de llamar. Si el permiso de visita es bueno, el Bello Paul se te echará encima y pronto terminarás tus días de jefe de prisión. Pero si es falso, querrán ver inmediatamente a los dos tipos. Hasta un recién nacido podría decirte lo que ocurrirá cuando se enteren de que les has dejado marchar. Ni por un millón querría estar en tu sitio en estos momentos.

El Verraco chupaba un lápiz y reflexionaba. Casi se oía el funcionamiento de su cerebro. Luego, sus taimados ojillos se iluminaron. Habló con entusiasmo.

– Paul, se me acaba de ocurrir una idea formidable. ¿Quieres olvidar nuestra conversación? ¿Quieres pensar que sólo ha sido un sueño? Y te invito a que esta noche vengas a beber unas copas en mi despacho. Ya sabes que no me gusta salir de la cárcel. También invitaré a uno o dos buenos amigos. El feldwebel Gehl nos encontrará una colección de gachís.

– ¿Olvidar? -preguntó Rinken, sorprendido-. Es muy difícil, Stahlschmidt. Ocupo un puesto de mucha responsabilidad, pero agradable, y no deseo que me destinen al Batallón de castigo. Pero, por otra parte, tu idea no es mala del todo. Prefiero no saber nada de tu permiso de visita. Por lo tanto, he olvidado nuestra pequeña conversación matinal. Sólo recuerdo que me has invitado para esta noche. ¿A qué hora debo ir?

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