Sonó el teléfono. El Verraco lo contempló, nervioso, y vaciló mucha rato antes de contestar. En el espacio de una hora había llegado a detestar aquel aparato. Todos sus males procedían de allí. Por fin, descolgó, y dijo en voz muy baja:
– La cárcel de la guarnición.
Era inaudito que se presentara anónimamente. Por lo general, vociferaba: «Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt.» Pero aquel maldito permiso de visita lo había estropeado todo.
– Pareces muy triste. -Era la voz de Rinken, desde el otro extremo de la línea-. ¿Cómo va todo? ¿Has hablado con la Gestapo?
– ¡Oh, cállate! -rezongó el Verraco -. Creo que voy a solicitar el traslado. Aquí sólo se tienen conflictos, como agradecimiento a un trabajo concienzudo.
– Pues esto tiene fácil solución, Stahldschmidt. En el Batallón de castigo siguen necesitando otros tres suboficiales. Les encantará acogerte. ¿Quieres que les telefonee?
– Ocúpate de tus asuntos -rezongó el Verraco -. Primero, dame un consejo. No sé cómo salir de este avispero. El Bello Paul no acaba de gustarme. Es un verdadero diablo. Ahora quiere que le entregue personalmente el permiso.
– ¿Te da miedo ir al número 8 de Stadthausbrücke? No comprendo por qué, ya que tienes la conciencia tranquila.
– No te hagas el inocente, Rinken. Nadie tiene la conciencia tranquila hasta ese punto. Incluso los guardianes SD de Fuhlsbüttel y Neuengamme se ensucian en los calzones cuando han de acercarse a Stadthausbrücke.
– Todo saldrá bien -dijo Rinken alegremente-. Incluso hay algunos que han vuelto de un batallón de castigo.
El Verraco no podía estar enterado de la visita del legionario a « El Huracán », en casa de tía Dora, la víspera del día en que ésta desapareció. Oficialmente, se había marchado a Westphalia, a casa de una amiga enferma, viuda de un Gauletier. Como de costumbre, se habían sentado a la mesa ovalada, en el rincón holandés. Habían corrido la cortina casi del todo Ante ellos había un cuenco lleno de castañas asadas. Escupían la piel en el suelo, mientras charlaban en voz baja.
La tía Dora olisqueó su pernod.
– ¡Ah, vaya! De modo que Paul ha atrapado a vuestro teniente. Debía de estar algo chiflado, en vista de lo que ha contado a diestro y siniestro.
El pequeño legionario se encogió de hombros y examinó con atención su bebida favorita, «el pequeño cabo». Se la bebía siempre en un vaso de agua, encontraba ridículos los vasos de licor. Había que llenarlos con demasiada frecuencia.
– Sí, tienes razón, amiga mía. A nosotros dos, esto no nos ocurrirá nunca. Sabemos cómo tratar a las ratas hambrientas. Pero hace mucho tiempo que conozco a ese imbécil. Tengo que hacer algo por él.
Tía Dora se echó a reír y escupió, asqueada, una castaña podrida.
– Esta puerca de cocinera merecería una azotaina. Ayer, empezó a pintarse mientras estaba preparando la comida. En la actualidad es un infierno tener que tratar con el personal. He hecho cuanto he podido para reunir lo mejor que se encuentra. Mi contable, por ejemplo, es un abogado que cumplió tres años de prisión por fraude, y conoce todas las combinaciones. Pero es un miserable. Todas mis chicas son rameras de pacotilla. Las protejo de la Policía y, aunque no te lo creas, me timan igual. Por ejemplo, fíjate en Lisa, la de la barra. Ya ha presentado cuatro veces la baja por enfermedad, y telefonea ella misma con voz extenuada. Envié a Gilbert, el sucesor de Ewald, para que investigara más a fondo.
Tía Dora contemplaba el techo, resignada. De repente, pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar los vasos.
– Esa zorra se lo pasa bomba todo el día junto al Elba, en compañía de un fulano. A ella le importa un bledo mi barra, pero nada pierde con esperar.
– Sí, Dora, es difícil. Pero ¿por qué no tomas personal extranjero?
– Ah, no, gracias. En mi casa, no. La Gestapo recluta demasiados confidentes entre los extranjeros, y antes de haber tenido tiempo de decir «mu» me arrastrarán por el cuello hasta Stadthausbrücke. Pero, volvamos a su teniente. ¿De qué le acusan? Quiero decir, ¿qué apartado le han aplicado?
– El 91 b, amiga mía -contestó el legionario, mientras cogía una castaña.
Se enjuagó la boca con el resto del contenido del vaso. La larga cicatriz que le atravesaba el rostro brillaba con un color sanguinolento.
– Me temo que perderá la brújula -prosiguió el legionario-. La Gestapo es como un perro hambriento que no suelta su hueso con facilidad. Porta me ha presentado a un tipo de la oficina del comisario auditor, un fulano que se vanagloria de su título de doctor, un canalla cuyo punto débil ha conseguido descubrir. Está más manso que un cordero y nos ha dejado examinar los documentos. Copias de los papeles de la Gestapo. Todo está muy bien arreglado. El teniente Ohlsen ha servir de escarmiento. Ya sabes, se lee la acusación ante las tropas, en el momento de ejecutarlo. Es algo que hace palidecer a los más valientes.
– ¿Qué es el valor, Alfred? Nada más que viento. Algo de que se vanaglorian ciertas personas, cuando están bien seguras. La gente valerosa no existe. La Gestapo no necesita más de diez minutos para destrozar a alguien, cuando se lo toma en serio. Contra la Gestapo sólo hay un medio de defensa. Y es saber algo comprometedor sobre ella. Sólo se tiene a aquél a quien se puede comprometer. Todo el mundo hincha desmesuradamente su propia falta.
El legionario meneó pensativamente la cabeza, inspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la echó por la nariz, y se inclinó sobre la mesa.
– Es cierto, Dora. Practico esta filosofía desde los diez años. Tenía un profesor, un granuja, que iba siempre tras de mí. Yo era chiquitín, el más pequeño de la clase, y no sabía utilizar bien los puños. No aprendí a hacerlo hasta que ingresé en la Legión. Pero descubrí que quería a la mujer del comisario de Policía. Desde entonces, fue siempre muy amable conmigo. Y la mujer, también.
– ¿Diez años? -dijo riendo tía Dora-. Estabas muy adelantado para tu edad. Yo estuve en el limbo hasta los diecisiete.
El legionario sonrió levemente.
– Bueno, y después, compraste este establecimiento. Pero, ¿no puedes conseguirme un permiso de visita? Tú sabes cosas de el Bello Paul, ¿verdad? Pero ¿tal vez no las suficientes para lograr que liberen al teniente Ohlsen?
– Creo que podría arreglármelas para el permiso de visita, Alfred. Pero que le pongan en libertad es mucho más difícil. Hasta un perro manso muerde si le quitas un hueso. Tú mismo lo has dicho hace un rato. El Bello Paul es una serpiente venenosa medio domesticada. Uno consigue hacer realizar las cosas más extraordinarias a esa clase de bichos, en tanto tienen miedo de ti, pero si se rebasan los límites y exiges cosas demasiado difíciles, se olvidan del miedo y te muerden. El teniente Ohlsen es un estúpido. No es lo bastante importante para que yo sienta deseos de arreglarlo todo por él. Si se tratara de ti, Alfred, sería distinto. Resulta peligroso tocar a los detenidos de el Bello Paul.
– Lo sé -murmuró el legionario-. Colecciona prisioneros orno otros coleccionan sellos.
– Prisioneros y ejecuciones -añadió la tía Dora, mientras cogía una castaña, que mojó pensativamente en la mantequilla derretida-. Es muy peligroso. Creo que voy a esconderme. Daré la llave del café a Britta, y no volveré hasta que pueda dar la bienvenida a los Tommies.
El legionario se rió y se frotó la cicatriz.
– ¿Te buscan, Dora? ¿No será que has ido demasiado lejos?
– No estoy muy segura -contestó tía Dora con los ojos entornados y rascándose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recógete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez días, hemos recibido demasiadas visitas de extraños tipos con el ala del sombrero caída.
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