Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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– Ah, no, gracias, Paul. Me parece que el aire que allí se respira no es bueno para mi corazón. Envíame el permiso con uno de tus hombres.

– Me estoy preguntando si no sería una buena idea enviar a varios de mis muchachos a registrar tu establecimiento. Después, podrían llevarte a mis oficinas. Allí haríamos todo lo posible por ti. Estoy seguro de que al cabo de unos días, podrías contarnos cosas muy interesantes. Después, podríamos dar un paseíto en automóvil, y prepararíamos una simpática tentativa de evasión. Tengo un Unterscharführer con tan buena puntería que toca a un fugitivo incluso con los ojos vendados.

– Evidentemente, es una idea -confesó Dora, asintiendo con la cabeza para demostrar que había comprendido-. Sin duda la has tenido ya más de una vez, pero creo que eres lo bastante inteligente para saber que encierra ciertos riesgos. En el mismo instante en que me encontrara en una de tus celdas, tú estarías en otra.

– ¡Cuidado, Dora! Un día acabarás por traicionarte, y entonces caerá el martillo. Tendrás tu permiso de visita a las tres. Grei te lo traerá.

– Muy bien. Grei y yo nos entendemos. Está muy satisfecho de ser Oberscharführer y prefiere el uniforme gris al traje rayado. De hecho, debiste conocer a Hans Grei antes del 33. Cuando cantaba la Internacional, se le oía desde toda la ciudad. Ahora prefiere el Horst Wessel. Sólo los idiotas intentan nadar contra la corriente.

Paul Bielert se levantó.

– Ten cuidado, Dora. Tienes muchos enemigos.

– Tú también, Paul. Nosotros dos nos entendemos.

El SD Standartenführer Paul Bielert rebullía en su ceñido abrigo negro. Se limpió las gafas oscuras. Después, desapareció entre la lluvia. Un lobo. Un lobo peligroso con ropa de enterrador.

Se detuvo en el matadero. Con lentitud, entró en la gran nave y contempló a los carniceros que despanzurraban hábilmente las vacas. Olfateó el olor de la sangre.

Alguien le habló. Bielert no contestó y siguió indiferente su camino.

Se presentó un celoso inspector.

– ¡Eh, usted! -gritó-. ¿Cree que esto es un espectáculo de variedades? Está prohibida la entrada. Márchese inmediatamente, por favor.

Bielert prosiguió, impasible, su paseo.

El inspector le cogió de un brazo.

Bielert sacó del bolsillo su plaquita ovalada y la colocó ante las narices del inspector.

Este le soltó inmediatamente, como si se hubiera quemado. Hizo una reverencia servil.

– ¿Puedo servirle en algo?

– ¡Lárguese! -siseó Paul Bielert.

Stever era un buen soldado. Ya hacía cinco años que había ingresado en el Ejército. Se podía ser buen soldado aunque sólo se hubiera servido cinco meses. El tiempo nada tenía que ver en ello. El Verraco hacía cerca de treinta años que servía, pero no era un buen soldado. También hacía tiempo que el comandante director de la prisión llevaba el uniforme. Pero no era un soldado, no lo sería jamás. No es que le faltara voluntad, es que no era «apto», sencillamente.

Tanto el Verraco como el comandante eran malos y estaban sedientos de poder. Eran buenos guardianes, instrumentos muy útiles en el Estado nazi.

Al Obergefreiter Stever, de los dragones, no le importaba el poder. No era ni muy malo, ni muy bueno. Estaba satisfecho. Tenía dos uniformes de paseo, dos uniformes de servicio y tres trajes ligeros de dril. Todos los uniformes de Stever estaban hechos a la medida. Se los había confeccionado un sastre que vivía en «Grosser Burstha», y cuyo hijo había estado prisionero con Stever. Desde entonces, el sastre Bille hacía siempre los uniformes de Stever.

El Obergefreiter Stever clasificaba a los seres humanos en cuatro categorías: los soldados activos y los paisanos; las mujeres casadas y las solteras. Él prefería las casadas. Desde los quince años, había descubierto que la mayor parte de las mujeres casadas estaban sexualmente subalimentadas. Desde entonces, Stever había tenido numerosas e interesantes aventuras eróticas.

– Con las mujeres existe una lucha que no carece de riesgos. También puede atacarte los nervios. Hay que ser amable con ellas -le explicó al Obergefreiter Braun, que raramente realizaba una conquista, pese a que era mucho más guapo que Stever.

– Empieza por decirles palabras amables, como esas que les hacen llorar en las novelas, acarícialas un poco, hazles cosquillas en el cuello; un dedo a lo largo de la espalda tampoco está mal. Hay que esperar a que respondan a tu amor. No es muy difícil. Nunca te muestres demasiado ardiente, aunque estés hirviendo por dentro. Las mujeres detestan a los libertinos. Las mujeres casadas son las mejores con gran ventaja.

Cuando Stever salía de la cárcel para ir a ver a sus mujeres casadas, nadie hubiese creído que aquel soldado elegante y de sonrisa satisfecha era el mismo que, con una indiferencia total, maltrataba a los soldados presos. Desde luego, sólo lo hacía obedeciendo órdenes, y hubiera quedado muy sorprendido si alguien se lo hubiese reprochado. Nunca había matado a nadie. El dragón Obergefreiter Stever, guardián de la cárcel de la guarnición de Hamburgo, lo consideraba una cuestión de honor.

DISCIPLINA PENITENCIARIA

El comandante Rotenhausen venía una vez al mes para conocer a los nuevos detenidos. Al mismo tiempo, se despedía de los condenados. No de los condenados a muerte. Éstos no le interesaban. Sólo de los que debían partir hacia las prisiones militares de Torgau, Glatz y Gamersheim.

Prefería acudir ya muy tarde. Nunca antes de las diez de la noche. Más bien hacia las once, cuando los prisioneros estaban dormidos. Siempre se producía una confusión total cuando se sacaba de la cama a los prisioneros, aún dormidos, para presentarlos al comandante, ligeramente ebrio.

Habían transcurrido cuatro días desde el asunto del permiso de visita. Era casi medianoche. El comandante llegaba directamente del casino. Elegante, de buen humor… Su esclavina gris pálido forrada de seda blanca flotaba al viento. Sus botas lustradas crujían. Llevaba un pantalón gris pálido con galones demasiado anchos. Sus hombreras, las hombreras trenzadas de los oficiales de Estado Mayor, eran de oro macizo. Tres años antes, el comandante Rotenhausen había hecho un matrimonio de interés.

El comandante era el oficial más elegante y mejor vestido de todo el X Ejército. Su gorra, que era de Caballería, era de seda con bordes plateados. Era evidente que los bordes amarillos de la Caballería habían sido cambiados por los blancos de la Infantería. Ocupaba un puesto que muchos le envidiaban. Primero, era presidente del casino del Estado Mayor del X Ejército que estaba a disposición de los oficiales del 76.° Regimiento de Infantería. Poco a poco, también se había permitido el acceso al mismo a los oficiales del 56.° Regimiento, aunque no gratuitamente. Era lógico. El señor Rotenhausen cobraba cada mes unos derechos no reglamentarios que, oficialmente, figuraban como contribución a las mejoras del casino. El casino de Altona del comandante Rotenhausen tenía fama en toda la región militar.

Sin embargo, una vez, las cosas estuvieron a punto de estropearse. Un coronel muy joven que había perdido un brazo al sur de Minsk, empezó a expurgar la comandancia general. Estaba allí temporalmente, entre el hospital militar y el frente. Los miembros del casino se sentían incómodos cuando comparecía aquel chiquillo. No tendría más de treinta años. Poseía todas las condecoraciones existentes, además de la Medalla de Oro de los heridos. Su uniforme era totalmente reglamentarlo Solo la túnica había sido hecha a la medida. Todo lo demás: capota, pantalón, gorra, botas e incluso el cinturón y la pistolera procedían del almacén. Ni siquiera llevaba el «Walther», la pistola de los oficiales, aquella bonita pistola que todo oficial de guarnición poseía por poco que se respetara. Aquel joven coronel llevaba el «P-38», y, según el reglamento, exactamente a cuatro dedos a la izquierda de la hebilla del cinturón. Pero lo que hacía sentir un recelo aún mayor a los miembros del casino era el cordón del silbato que se vislumbraba bajo la tapeta del bolsillo superior derecho. Se podía comprobar. Tres centímetros y medio. Ni más ni menos.

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