Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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Furioso, el general de brigada exigió que la gata fuera sometida a un Consejo de Guerra. Había que seguir el juego. Dos Feldwebels agarraron a la gata y la sujetaron durante el juicio. Fue condenada a la pena de muerte por sabotear la instrucción de los oficiales. Pero, al día siguiente, la indultaron. No obstante, tuvo que permanecer atada a la chimenea. El ordenanza del general fue designado su guardián.

Un día anunció que la gata había desaparecido. En realidad, él mismo la había regalado a un panadero del barrio de San Jorge. El general de brigada, que la echaba mucho en falta dio la orden de comprar un nuevo gato.

La paz y la seguridad reinaban en toda la guarnición. El poder del comandante Rotenhausen aumentaba de día en día. Porque el general de brigada adoraba el coñac francés, y era el comandante quien se lo proporcionaba. La visita del coronel Greif estaba casi olvidada.

De modo que el comandante anduvo con pasos seguros hacia la cárcel de la guarnición. Llevaba una larga fusta bajo el brazo. Sin embargo, nunca montaba a caballo: los animales le asustaban. La fusta estaba destinada a los hombres. A los prisioneros de la guarnición.

Saludó altivamente a el Verraco, a quien se había avisado telefónicamente de la visita. Habían ido a buscar al Obergefreiter Stever a Reeperband, donde estaba absorto en la contemplación de una película erótica que pasaban en un cabaret clandestino de Grosse Freiheit. Apenas había tenido tiempo de abrocharse la guerrera, cuando entró el comandante.

El Verraco se cuadró, y dijo a gritos:

– Destacamento de la cárcel de la guarnición, ¡firmes!

Stever, jefe de Sección, comprobó el alineamiento.

– Gefreiter Schmdit, avance un poco. Schütze Paul, encoja la barriga. Obergefreiter Weber, adelante el pie izquierdo.

Stever volvió a situarse en el extremo derecho.

– ¡Firmes, vista a la izquierda! -aulló el Verraco. Avanzando con paso rígido hacia el comandante, hizo chocar secamente los tacones, saludó y gritó-: Mi comandante, el Hauptund Stabsfeldwebel Stahlschmidt se pone a sus órdenes con el destacamento de guardia de la prisión: quince suboficiales, veinticinco soldados, tres bajas en la enfermería, un suboficial con permiso, un Gefreiter desertor, dos soldados arrestados en el 12.º Regimiento de Caballería, en Elmstedt. La cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona aloja quinientos prisioneros. No hay enfermos. Todo está en regla. Nada especial que señalar La cárcel ha sido limpiada y ventilada.

El comandante comprobó la formación, pasó con lentitud ante la fila de soldados bien alimentados, asintió, satisfecho con la cabeza, rectificó la posición de la pistolera de un Gefreiter y preguntó a un Obergefreiter soltero cómo estaba su esposa. Sin esperar la respuesta, se colocó frente a la formación. Saludó llevándose dos dedos a la visera, y le dijo a el Verraco:

– Estoy satisfecho, Stabsfeldwebel. Pero ya sabe usted que tengo prisa. Vayamos, pues, al grano.

Se dirigieron a la oficina donde el comandante lo encontró todo impecable. En la mesa, los objetos estaban ordenados según prescribía el reglamento. Quien lo deseara podía medir cosa que hizo el comandante. Con una regla de metal, comprobó que había exactamente diez milímetros desde el borde de la mesa hasta el montón de expedientes. Con un compás midió las cintas rojas de las carpetas y las chaquetas de dril que había en el lavabo. En los retretes, solicitó ver el tornillo de desagüe del sifón. Lo sostuvo en la mano y comprobó, ligeramente decepcionado, que estaba limpio y reluciente.

Después, pasó al depósito; pero también estaba limpio. Ni el menor rastro de pintura saltada ni de óxido. Con la ayuda de un cortaplumas, intentó sacar un poco de suciedad del borde del retrete. Su decepción era evidente. Todo estaba limpio.

El Verraco rió triunfalmente a espaldas del comandante y le guiñó un ojo a Stever, como diciendo: «Este viejo es un ingenuo. Hay que ser mucho más listo para pescarnos.»

Después, regresaron a la oficina. El Verraco pensaba para sí: «¡Y pensar que un idiota semejante ha llegado a oficial…! Si yo hubiese estado en su sitio, hace ya rato que hubiese encontrado un pretexto para gritar. El muy cretino ni siquiera conoce el truco de la cerilla escondida que uno encuentra después.»

El comandante solicitó ver las listas de prisioneros. El Verraco hizo chocar por tres veces los tacones y entregó las listas al comandante. Éste se puso el monóculo, que a cada momento se le estaba cayendo.

– Stabsfeld, ¿cuántos nuevos? ¿Cuántos que trasladar? -preguntó, sonriente.

– Siete nuevos, mi comandante -gritó el Verraco-. Un teniente coronel, un capitán de Caballería, dos tenientes, un Feldwebel, dos soldados rasos. Catorce que trasladar, todos Torgau: un general de brigada, un coronel, dos comandantes, un capitán de Caballería, un Haupt-mann, dos tenientes, un Feldwebel, tres suboficiales, un marinero, un soldado raso. En la prisión hay, además, cuatro condenados a muerte que esperan ser fusilados. El indulto ha sido denegado. El servicio del cementerio ha sido informado. Los ataúdes están encargados en la carpintería del Batallón.

– Bien, Stabsfeld. Me alegro sinceramente de encontrarlo todo en orden. Conoce usted el trabajo. Es un suboficial en quien se puede confiar. Aquí no hay dejadez como en la prisión de Lübeck. ¡Aquí, todo funciona, Stabsfeld! Todo está bien engrasado. Pero, ¡ojo con los accidentes! Me refiero a los accidentes mortales. No me importa que esos tipos se rompan una o dos piernas, pero cuando mueren, hay demasiados problemas. En el Stadthausbrücke está el consejero criminal Bielert, un tipo desagradable que empieza a interesarse mucho por nuestra prisión. Esto no me gusta. Se le encuentra en todas partes. El otro día, compareció en el casino a las dos de la madrugada. Nunca se hubiera tolerado una cosa así en tiempos del emperador; se le hubiera expulsado de un modo fulminante. Un teniente que no le conocía le confundió con un cura. ¡Menudo cura! -Suspiró el comandante-. Al día siguiente, nos vimos obligados a enviar a un teniente al frente. Todo se arregló por teléfono. Ese Bielert fue uno de los preferidos de Heydrich. Tenga cuidado, Stabsfeld. No le dé ocasión de olfatear algo anormal. Porque, entonces, no tardaríamos en encontrarnos los dos en los bosques de Minsk. Cuando meta en cintura a los prisioneros, puede pegarles sin temor, Stabsfeld. Hay muchos lugares del cuerpo en los que se puede golpear sin que se note después. Y, entonces, no existe ningún riesgo. Ya se lo enseñaré luego, cuando empecemos las presentaciones. Ahora que me acuerdo: sin duda tendrá usted a uno o dos hombres a quienes no aprecie demasiado, a los que podemos enviar al frente. Sólo por principio. Si hacemos esto de vez en cuando, tal vez tengamos contento a todo el mundo. Bueno, empecemos. Tenemos prisa.

En el pasillo estaban reunidos todos los que debían ser presentados. Primero, los nuevos. Un teniente de cincuenta y un anos, que había sido arrestado por negarse a obedecer; resistió exactamente tres minutos y cuatro segundos. Después, salió vacilante, sostenido por dos Gefreiters. No se veía ni una huella de sangre.

Stever se rió triunfalmente y pegó una palmada en el vientre del oficial.

– Estás hecho una mujerzuela. Sólo tres minutos. Hubieses que ver un Feldwebel que tuvimos aquí. Resistía durante dos horas. El comandante se vio obligado a parar porque estaba cansado.

Se llevaron al teniente desvanecido, con un gran desgarrón en la frente.

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