Cada vez que el desdichado pasaba ante el Verraco y Stever, éstos le pisaban y lo llenaban de improperios. Palabras degradantes, horribles.
A Ohlsen le sangraban las manos. La nariz. Y de su boca manaba un delgado hilo de sangre.
Le dieron unas patadas. Se relevaban para pegarle. Le miraban y se reían. Después, se enfadaban porque, con su sangre ensuciaba el pulido suelo. Chillaron todos a la vez. Sus ojos relampagueaban bajo la visera de la gorra.
Por último, Ohlsen se derrumbó. Como un globo que se deshincha. Ni siquiera los golpes consiguieron nada. Ni siquiera cuando el Buitre le manipuló entre las piernas, lo que ocurrió mientras Ohlsen lamía el suelo.
– La sangre es preciosa -había dicho el Verraco-. No hay que perderla. Metedle en el número 9 -rezongó por fin.
Y se fue con paso sonoro y firme.
Aquél había sido un buen día. El teniente de Tanques era el cuarto a quien sometían al tratamiento de llegada. Se frotaba las manos de placer. Si algún día pudiera echarle la mano al teniente de Artillería Hans Graf von Breckendorf… Aquel crío infame que le había hecho recorrer el campo de maniobras, a él, el Haupt-un Stabsfeldwebel Stahlschmidt, como si fuera un simple recluta. Sentía vértigos al pensar en lo que haría sufrir a aquel reyuezuelo del cañón. Aunque viviera cien años, no lo olvidaría nunca.
Era un sábado por la tarde de un cálido día del mes de julio. El Verraco se dirigía a la cantina para tomar una cerveza fresca. La boca se le hacía agua al pensar en ella. Se había desabrochado el cuello y se había echado la gorra hacia atrás.
El teniente de Artillería Graf von Breckendorf, que había sido nombrado teniente la víspera de cumplir diecinueve años, le había detenido ante la cantina. Paseaba montado en un caballo tordo cuando descubrió a el Verraco. Galopó hacia el Stabsfeldwebel que nada sospechaba, y se detuvo tan cerca de él que la espuma del caballo le manchó el uniforme. Con su larga fusta, señaló el cuello desabrochado, y dijo con tono hiriente:
– Como Stabsfeldwebel debiera saber que está prohibido andar con esa indumentaria. -Al mismo tiempo, había dado un golpecito con la fusta en la nariz de el Verraco -. Pero tal vez haya olvidado el reglamento debido al tiempo que lleva oculto en nuestra prisión. También ha engordado demasiado, Stabsfeldwebel. Necesita ejercicio. ¡Al campo de maniobras! ¡Paso ligero!
El Verraco había corrido junto al caballo, que avanzaba al trote. Desde aquel día, había detestado el olor del cuero impregnado de sudor.
El joven teniente le había hecho franquear todos los obstáculos del campo de maniobras.
El uniforme de el Verraco estaba hecho trizas después del paso por las alambradas. Cuando el teniente se hubo cansado del campo de maniobras, había proseguido el ejercicio en el picadero, donde el Verraco había sido obligado a avanzar a saltos. Pero esto aún no era bastante para el teniente Von Breckendorf. Había ordenado a el Verraco que se presentara al cabo de diez minutos con equipo de campaña y máscara de gas, y después le había obligado a dar treinta y seis vueltas a la pista del picadero, corriendo junto al caballo. Todo el tiempo el Verraco había sentido la punta de la bota del teniente junto a su hombro. Estaba a punto de desmayarse, cuando, por fin, se pudo retirar.
El teniente había dicho, sonriendo:
– Volveremos a vernos, Stabsfeldwebel.
El Verraco lo esperaba con todo su corazón. Cada mañana, examinaba febrilmente la documentación de la noche, para ver si había un prisionero llamado Hans Graf von Breckendorf. Apenas podía soportar la decepción cuando no lo encontraba. Formulaba votos para que su deseo se realizara. Ignoraba que Von Breckendorf había muerto, hacía más de un año, en Sebastopol, al frente de su batería.
Ocurrió una mañana, temprano. La batería recibió la orden de cambiar de posición. Debía seguir el avance de la Infantería. El teniente Von Breckendorf montaba aún el mismo caballo tordo. Sacó el sable de la funda, lo agitó sobre su cabeza y, en pie sobre los estribos, gritó a sus hombres, corpulentos y forzudos campesinos de las llanuras sajonas:
– ¡Batería, adelante, al galope!
Los conductores fustigaban los caballos, mientras que los artilleros se aferraban al avantrén.
El teniente estaba radiante. Le encantaba aquello. Ya sólo le faltaba aplastar a unos cuantos rusos. Con preferencia, rusos desarmados.
Cayó exactamente como su padre, que había sido capitán de Caballería en el 2.° Regimiento de Húsares y había muerto en septiembre de 1918, en el curso de una acción de Caballería, en Signy-l’Abbaye. También él montaba un caballo tordo, a la cabeza de su escuadrón. Todos los varones de la familia Von Breckendorf eran oficiales de Caballería. Naturalmente, húsares en tiempos del emperador. Pero, desdichadamente, el teniente Ulrich Graf von Breckendorf había sido adscrito a la Artillería, en el 22.° Regimiento. Allí consiguió una fama halagadora gracias a sus hazañas ecuestres. Pero la tradición militar quería que muriese a lomos de un caballo tordo. Aún vivió dos horas y media después de haber sido herido, y comprobó, sorprendido, que morir era infinitamente desagradable. Dejaba un hijo de tres años, a quien se educaba según las tradiciones familiares. Le estaba prohibido llorar a su padre. Cada domingo le llevaban a la iglesia, vestido con el uniforme azul de los húsares, y era saludado respetuosamente por todos los habitantes del poblado, que consideraban a la familia del conde como la representante de Dios en el pueblo. Llamaban al niño «señor conde». El pobre pequeño sudaba como un cerdo asado bajo el casquete de pelo y el uniforme bordeado de pieles, el uniforme de gala de los húsares.
Durante los días que siguieron, el personal de la prisión estuvo muy ocupado. Tanto, que algunos nuevos prisioneros escaparon a la ceremonia de la matriculación. Se había iniciado un asunto de gran envergadura. Se había decidido asustar a los oficiales. Algunos de ellos se estaban mostrando demasiado liberales en sus relaciones con la población de los territorios ocupados. Un Hauptmann del 16.° Regimiento de Infantería, de Holdenburgo, fue detenido porque decía, a quien quería oírle, que encontraba a Wiston Churchill mucho más simpático que según quién. En la puerta de su celda habla un letrero con la mención: Apartado 91 b.
En el casino, un teniente de la 10.ª Escuela de Caballería de Soltau había levantado el brazo para saludar. Por desgracia para él, en el mismo momento se le ocurrió separar los dedos para formar la V inglesa. Cinco días después, estaba en la oficina de el Bello Paul, acusado de infracción del apartado 91. La Policía secreta había remitido un informe de cuatro líneas sobre la cuestión de la V a la Gestapo. Ésta convirtió rápidamente las cuatro líneas en cuarenta páginas bien llenas. Arriba, a la derecha, habían puesto un sello con el «gekados» en rojo. El acusado desapareció sin dejar rastro, como polvo barrido por el viento.
La mayoría de los acusados confesaban al cabo de una hora y después facilitaban los nombres de los camaradas, inocentes o no.
También para el teniente Ohlsen llegaron largas y desagradables horas de interrogatorios «psicológicos» en el despacho sobriamente amueblado de el Bello Paul. El único adorno era un jarrón con claveles rojos. Cada mañana, el Bello Paul cogía un clavel y se lo ponía en el ojal.
El teniente Ohlsen estaba tendido en el suelo del calabozo número 9. Refrescaba su frente ardorosa apoyándose en el frío cemento. Añoraba las trincheras. Era un dechado de comodidades en comparación con lo que estaba pasando. No entendía por qué ningún miembro de la Compañía se ponía en contacto con él. Tal vez le creyesen ya muerto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo hubiera anunciado su ejecución.
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