Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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El Verraco sonrió, satisfecho. Sabía lo que hacía. En la cárcel, era él quien lo decidía todo. El comandante acudía de vez en cuando a realizar una inspección, pero aquello carecía de importancia. El comandante Rottenhaussen callaría. Una investigación a fondo sólo serviría para crearle problemas, con la consecuencia inmediata de su envío al frente del Este. Un nombre en su sano juicio no corta la rama en que está sentado.

– Debe colocar los tirantes y el cinturón en la bolsa -gruñó, indicando el saquito blanco-. Aquí no queremos suicidios. Le encantaría burlar al Tribunal Militar, ¿eh? Dejar sin trabajo a todos nuestros jueces y procuradores militares. ¡Ah, no, prisionero! Procuramos que nuestros clientes no se pierdan nada. Instrucción previa, espera y juicio y, para terminar, lo mejor: las penitenciarías de Torgau o de Glatz Espero que vaya a Glatz. Allí está el coronel Remlinger. Sabe cómo tratar a un tipo como usted. Allí hay una disciplina que haría palidecer incluso al viejo Fritz [31]. Miden con un centímetro si hay la distancia reglamentaria entre las puntas de los pies, cuando están firmes, cada milímetro de diferencia cuesta veinte bastonazos en la espalda. Allí quebrantan a los héroes más duros. Allí hacen bajar las escaleras, desde el cuarto piso, apoyados sólo con las manos. He oído decir que tres prisioneros libertados, uno de los cuales estaba paralítico cuando fue a Glatz, han encontrado trabajo como acróbatas en un circo de fama mundial. Pero, al fin y al cabo, ni siquiera es seguro que vaya usted allí, mi teniente. Tal vez le decapiten. ¿Quién sabe? Quizás el Bello Paul desee verle bajo el gran cuchillo. Resulta desagradable. Yo prefiero el poste en los terrenos de Luneburgo.

El Verraco se acarició la nuca pensativamente.

– Sólo lo vi una vez y tuve bastante. Pero, apresúrese, prisionero, vístase a toda prisa. Aquí no toleramos a los perezosos. Recuérdelo, teniente. Parece usted a punto de dormirse. ¿Piensa, tal vez, que el Obergefreiter Stever le explicará un cuento de Andersen? ¿ El patito feo, por ejemplo?

Stever contuvo una risotada.

El teniente Ohlsen se vistió a toda prisa. Ahora que le habían quitado el cinturón, se veía obligado a sostener el pantalón con las manos.

– Aquí debe abrocharse el cuello -ordenó el Verraco -. La corbata está prohibida. No hacemos las cosas a medias.

El teniente Ohlsen dobló silenciosamente las anchas solapas sobre su pecho, abrochó la de encima en el botón de la hombrera y sujetó el cuello de la guerrera.

El Verraco asintió con la cabeza.

– Ya verá, acabaremos por conseguir algo de usted. Muchos oficiales han vuelto a ser verdaderos soldados gracias a nosotros. ¡Levante los brazos! ¡Salte con los pies! ¡Uno, dos, tres!

El teniente Ohlsen saltaba, impasible, y parecía completamente indiferente.

El Verraco se turbó. «Debe de estar loco», pensó. Nunca había visto a un oficial que soportara todo aquello. La mayor parte de ellos estallaban en el momento del registro. Los más curtidos resistían hasta los saltos. También Stever estaba sorprendido. No lo comprendía. Aquel teniente debía de ser de madera.

– Boca abajo -ordenó el Verraco -. Treinta vueltas sobre el ombligo.

El teniente Ohlsen obedeció. El teniente Ohlsen dio treinta vueltas sobre sí mismo.

El Verraco le pisó los dedos. Ohlsen gimió, pero no mucho, ni siquiera cuando le arrancaron una uña. Le dieron un fusil, una pesada arma belga, y en el pasillo, Stever y el Buitre le hicieron maniobrar bajo la vigilancia de el Verraco.

– De rodillas, preparado -ordenó Stever.

El Buitre dio la vuelta alrededor del prisionero arrodillado para comprobar si su posición era correcta; pero quedaron decepcionados. El teniente Ohlsen sabía hacer el ejercicio.

– ¡En pie! -ordenó Stever.

Apenas el teniente Ohlsen se había levantado, con el fusil en posición, la culata pegada al hombro, el codo en ángulo recto, cuando Stever volvió a gritar:

– ¡De bruces! -Y casi en el acto-: ¡De rodillas! ¡Apunten! ¡Alineamiento a la derecha! ¡De bruces! ¡Firmes! ¡Descansen! ¡Firmes! ¡Media vuelta! ¡Saltos sin moverse del sitio! ¡Hop! ¡Hop!

Finalmente, el Buitre consiguió atrapar al teniente Ohlsen.

– ¡Esta sí que es buena! ¡Un oficial que no sabe manejar las armas!. ¡Y pretende enseñar a los reclutas! ¡A la derecha y firmes, montón de mierda!

El teniente Ohlsen se tambaleó, pero tan poco que hacía falta un elemento de la calaña de el Buitre para notarlo.

– ¡Se mueve! -aulló el Buitre -. ¡Se mueve en posición de firmes!

El Verraco y Stever se retiraron discretamente a un rincón. No habían visto nada. No sabían nada.

El Buitre se acaloró.

– ¡Maldita sea! El miserable tiembla como un perro mojado… ¡en posición de firmes! ¡Una cosa así me saca de quicio! Un oficial que no sabe obedecer. Montón de basura, ¿es que nunca has leído lo que hay escrito en la puerta de la escuela de reclutas? «Obedece primero, ordena después.» ¡Mantente erguido, simio! Cuando ordeno «!firmes!», te conviertes en una estatua, en una piedra, en un poste, en una montaña.

El teniente Ohlsen vaciló por segunda vez. El Buitre entornó los ojos, se reajustó la funda de la pistola, tiró de su guerrera, se caló bien la gorra. La gorra de artillero, con los cordones de color sangre.

– ¡Maldita sea! -jadeó-. Un sencillo suboficial debe enseñar la disciplina a un oficial.

Mordiéndose los labios, apuntó la figura del teniente Ohlsen. Después, su puño avanzó rápidamente para alcanzar con un ruido sordo el rostro del prisionero.

El teniente Ohlsen retrocedió unos pasos, pero en seguida recuperó el equilibrio. Volvió a pegar el fusil a su pierna. Se mantenía erguido, derecho como un poste, pese a la sangre que le manaba por la nariz.

El Buitre chilló, despectivamente:

– ¿El señor teniente se ha partido el pico? Son cosas que ocurren durante los ejercicios militares. ¡Descansen, viejo chivo! ¡Firmes, pato salvaje!

El Buitre era un diccionario zoológico ambulante. Conocía los más extraños animales fabulosos. Dio lentamente la vuelta al prisionero, que se mantenía erguido, examinó si el extremo de la culata estaba exactamente en la vertical del dedo del pie izquierdo, si el pulgar estaba apoyado en el último anillo.

– ¡Vista a la derecha, cretino! ¡Vista al frente!

El Buitre pasó, después, a la guerra de nervios, tal como se practica en todos los Ejércitos del mundo. No hay soldado que no la haya sufrido. Pero el Buitre proseguía mucho más allá de los límites admisibles.

Empezó a situarse a unos centímetros del teniente Ohlsen y por mirarlo cara a cara. Después de haberse divertido así unos instantes, se le acercó e intentó hacerle bajar los ojos con su mirada. Al no conseguirlo, empezó a dar vueltas alrededor de Ohlsen. Lentamente y sin hacer ruido. Como un gato que juega con el ratón. Algunos resistían cinco minutos. Los soldados muy adiestrados, diez. Muy pocos, un cuarto de hora.

El teniente Ohlsen aguantó trece minutos Parpadeaba. Le temblaban las rodillas. Se le engarabitaron los dedos.

Era lo que esperaba el experto verdugo. Se había situado detrás del teniente Ohlsen y esperaba, inmóvil. De repente alargó una mano y tocó el fusil, que cayó, produciendo un ruido terrible al chocar contra el suelo.

Fingiendo indignación, el Buitre empezó a gritar:

– ¡Es lo que faltaba por ver! Este simio se ha vuelto completamente loco. ¡Tirar su fusil al suelo…! Un buen «Máuser» alemán, modelo 08,15. ¡De bruces, rata sarnosa! ¡Adelante a rastras, hombre serpiente! Coge el fusil y lámelo, pero sigue arrastrándote, perro, o te parto los hocicos y te hundo el fusil en el vientre. ¡Arrástrate y lame, aborto del infierno, arrástrate y lame!

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