Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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El Viejo dijo que sí con la cabeza, mientras lanzaba una mirada al legionario, quien movió la suya, al tiempo que exhalaba un suspiro.

– Es lástima…

– Un día, cuando tengan tiempo, vengan a verme, soldados. Les haré un pastel. Con pasas. A mis hijos les gustaba mucho el pastel de pasas.

– Tendría que probar de hacerlo con enebro -propuso el legionario-. También es bueno.

Ella tomó nota del consejo y, después, se durmió. Roncaba ligeramente.

Porta había terminado de ordenar sus naipes. Propuso una partida, en lo que estuvimos de acuerdo, a condición de que fuese con la baraja de Barcelona.

Jugamos en silencio durante algún tiempo. Después, sonó el teléfono. Nadie le hizo caso.

La señora Dreyer dormía.

Todo el mundo estaba absorto en el juego. Tanto, que orinábamos en el lavabo, para no perder tiempo en ir hasta el retrete. De repente, llamaron a la puerta.

Barcelona fue a abrir.

En el umbral estaban dos SD con la metralleta sobre el pecho.

– ¡Heil Hitler, compañero! ¿Tenéis aquí a una señora llamada Emilie Dreyer?

– Soy yo.

La viejecilla se había despertado y se levantó vacilante.

– Bien -dijo el SD-. En marcha hacia Fuhlsbüttel. Coja sus cosas.

– Yo no voy a Fuhlsbüttel -protestó ella-. Yo vuelvo a casa.

– Todo el mundo se va a casa -dijo riendo el SD-. Pero, primero, daremos una vueltecita.

La señora Dreyer se agitó. Empezaba a asustarse. Nos fue mirando sucesivamente. Nosotros rehuíamos sus ojos. Cogió a tientas la mano de el Viejo.

– ¡Que Dios la proteja! -murmuró éste.

Y se precipitó hacia los lavabos.

Empezaba a comprender. Hablando suavemente consigo misma, siguió al SD. Se le había soltado el lazo de uno de sus zapatos. Sus medias de lana estaban torcidas.

La pesada puerta se cerró de golpe.

Abajo, en el patio, oímos voces. Allí esperaban los coches celulares.

Otras puertas se cerraron con estrépito. Se oyeron voces de mando. El ruido de los motores que se calentaban. Los fatídicos vehículos de color verde oscuro abandonaron la Jefatura.

En uno de ellos, la señora Emilie Dreyer, sus labores, encerrada en una caja hermética que apestaba a sudor.

Guardamos silencio. Cada uno se entretenía en sus cosas. Sentíamos vergüenza. Vergüenza de nuestro uniforme.

Poco después, Hermanito se levantó, salió al pasillo, seguido de Porta. Oímos una puerta que se abría. Gritos. Hermanito entró como una exhalación.

– Blank ha cogido el tren del infierno. Su cuerpo está allí, colgado de los tirantes.

Gran conmoción. Todos nos apretujábamos para ver.

En el suelo estaba la gorra con la calavera. Blank se había ahorcado de los barrotes de su celda. Tenía el rostro tumefacto y azulado. El cuello era demasiado largo. Los ojos, sobresalientes y sin brillo.

– No tiene buen aspecto -cuchicheó Barcelona.

– Le ha hecho una jugarreta a Dirlewanger -dijo el legionario.

– Esto ahorrará trabajo al tribunal -comentó Heide.

– Ahora, ya sólo pueden firmar el acta de defunción -añadió Porta, riendo malévolamente.

Hermanito se sonó con los dedos.

– Nadie le llorará. Tenía muy mala reputación.

– Estoy seguro de que alguien se sentirá aliviado -meditó Stege.

El Viejo se instaló en su escritorio, para preparar el informe.

– Con tal de que esta historia no nos cause quebraderos de cabeza…

– Pensándolo bien, no ha sido muy delicado -comentó Steiner-. Hubiera podido esperar a encontrarse en Fuhlsbüttel.

Tenían el mismo grado. Ambos eran grandes ladrones, pese a la diferencia de uniforme. Jefazos del mercado negro que vendían cualquier cosa. Desde mujeres hasta cartuchos de pistola vacíos. Eran soldados hasta la medula de sus huesos, pero jamás lo admitirían, ni en su fuero interno.

El chofer SS sopesó el cigarrillo liado a mano, lo olfateó.

– Creo que eres un maldito embustero -murmuró-. No huelo nada. Ábrelo para que vea las bolas.

– ¡Te digo que hay una en cada cigarrillo, es la pura verdad! -protestó Porta.

Escupió hacia la banderita SS que adornaba el guardabarros delante del «Mercedes» gris.

El SS devolvió inmediatamente la fineza, escupiendo hacia el monumento a los soldados muertos en la otra guerra,

– Tengo varios neumáticos de automóvil -ofreció el SS-, pero queman los dedos.

– También tu trasero quemará si algún día te pescan -le profetizó Porta-. Te enviarán con nosotros.

Y, sin transición, prosiguió:

– Fui chofer como tú, con un coronel. Pero me liquidó.

– ¿Por qué? -preguntó el SS.

– Lavé nuestro estandarte y me tragaba su comida. Cuando le enseñé el estandarte bien limpio y planchado, estuvo vociferando cuatro horas seguidas Aseguró que la mierda que había quitado era la pátina de Austerlitz.

– Tengo una dirección donde las gachís suben semidesnudas a un cuadrilátero y la emprenden a mamporros.

Porta aguzó el oído, mientras sus mejillas se sonrojaban. Se sonó.

– ¿Es verdad?

– Sólo con algunos trapos. Zapatos, medias y portaligas. Todo negro, con encajes.

– ¿Y es posible ir con esas gachís?

– Sí, si te apetece, puedes coger una docena.

Se sentaron en el estribo del automóvil. Cerraron la ope,-¡,- clón rápidamente.

PORTA Y EL SS

Un día, detuvieron al teniente Ohlsen. Hacía dos años que estaba en la Compañía, y desde 1938 servía en el Regimiento. Tenía muchos camaradas en el l. erRegimiento Blindado. Sí, algunos incluso habían sido soldados rasos con él en el 21.° Regimiento Blindado.

Se le acusaba de sostener relaciones con un grupo de oficiales rebeldes. Más tarde, supimos que le había denunciado su propia mujer.

Un oficial y dos policías militares vinieron a buscarle. Llegaron una mañana, subrepticiamente, poco antes del ejercicio Les hubiera gustado marcharse tan furtivamente como habían llegado. La experiencia les había demostrado que era lo mejor. Nada de ruido. Era mejor que esas cosas ocurrieran a la chita callando.

Pero les vimos. Avisamos al coronel Hinka. El oficial adjunto se precipitó para detener a los policías cuando éstos salían del edificio de la Compañía. Se cerraron las puertas. Nadie podía salir del cuartel.

El oficial adjunto sonrió amablemente al jefe de los policías.

– Nuestro comandante desearía hablar con usted, teniente. Acompáñeme a su despacho, por favor.

El teniente y los dos policías le siguieron, sin soltar al teniente Ohlsen.

Una fuerte discusión estalló en el despacho del coronel Hinka. Los hilos telefónicos zumbaban. Se estableció contacto con todos los servicios posibles. Primero, con la Kommandantur de Hamburgo. Sin resultado. Con la División de Hannover. Sin resultado. Con la Abwehr [25], en Berlín. Sin resultado.

En última instancia, Hinka se puso en comunicación con la Oficina de Personal del Ejército en Berlín, donde consiguió hablar con el general de Infantería, Rudolph Schmudt.

Tanta actividad en un día normal no pasó inadvertida en la Gestapo.

Un largo «Mercedes» gris, con dos SS Unterscharführer y un hombrecillo de paisano, completamente vestido de negro, se detuvo ante el Puesto de Mando del Regimiento. El paisano parecía a la vez ridículo y terrible. Se diría un empleadillo que asistiera a un entierro con un traje alquilado. Sombrero hongo, negro; abrigo negro, guantes blancos, algo grandes; bufanda blanca con varias vueltas alrededor del cuello. Y, como remate, un paraguas negro con pomo amarillo. El rostro del individuo era puntiagudo y pálido. Hacía pensar en una rata friolera.

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