Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Los dos hombres miraron un mapa topográfico que Baldomero había abierto sobre la mesa. Era un mapa de escala muy grande con todas las curvas de nivel claramente marcadas.

– No estoy seguro de que estemos en situación de responder de manera concluyente a eso. Hay demasiadas incertidumbres. Sabremos mucho más dentro de un año -respondió Baldomero.

– Pero, si estuviera en nuestro lugar, ¿invertiría la mayor parte de sus ahorros en ese lugar? -preguntó Ana mirando directamente a Don Traje.

Hubo una pausa.

– No -contestó-. Creo que no lo haría.

Ya había llegado la hora de comer. Ana y yo encontramos un bar no lejos de la Confederación y nos instalamos en él para asimilar la enormidad de lo que acabábamos de descubrir. Pedimos una botella de vino y algún tipo de pescado; el pescado de Málaga es legendario, pero igual podíamos haber estado comiendo palitos de pescado fríos. Le di la mano a Ana por debajo de la mesa y se la apreté, sonriéndole con algo de tristeza.

– En fin, podía haber sido mucho peor -dije.

– Sabía que ibas a decir eso -me contestó con una débil sonrisa.

– Y yo sabía que sabías que lo iba a decir. Por eso lo he dicho. Pero ¿sabes lo que estoy pensando?

– No, dímelo -dijo Ana.

– Bueno, pues que es un valle enorme que va a tardar muchísimo tiempo en rellenarse. Me parece que haría falta una eternidad incluso para que llegara hasta el establo de las ovejas. Y para entonces tú, yo y quizás hasta Chloë seremos demasiado viejos para que nos importe. Y también las ovejas.

– ¡Eso lo dirás por ti! -rezongó.

En cualquier caso, durante aquella comida tomamos una decisión. Íbamos a averiguar todo lo que pudiéramos sobre el proyecto de la presa y, si fuera necesario, trataríamos de luchar contra él. Pero ninguno de los dos nos dejaríamos arrastrar por el abatimiento. Resolvimos en aquel momento ser positivos, y el primer paso positivo que íbamos a dar era consultar al grupo ecologista local.

Y diciendo esto, salimos con paso enérgico del restaurante charlando animadamente y con excelente buen humor sobre unos temas que no nos interesaban en absoluto.

Los defensores del río

Domingo fue la primera persona a quien consultamos sobre la propuesta de la presa, pero su reacción fue decepcionante. Como es típico de los españoles del campo cuando se enfrentan con el poder del estado, se mostró flemático y fatalista. «Quién sabe -dijo encogiéndose de hombros-. Si hacen la presa, a lo mejor no funciona y a lo mejor sí. Pero no se pueden parar los proyectos grandes. Los campesinos no contamos pa' ná con los que tienen el poder.» Ésta era también la opinión general en Tíjola: cuando se trata de la autoridad, no hay nada que hacer.

Sin embargo, a la semana siguiente nos encontramos con Gary, un amigo carpintero de Capileira, que nos habló de la «Unión Verde Alpujarreña», de la que él era miembro. Nos sugirió que lleváramos nuestra información al grupo para que fuera sometida a estudio: la idea nos agradó; nos parecía un buen paso positivo.

Pero resultó que no tuvimos ocasión de pronunciar unas palabras ante la UVA, pues unos días más tarde nos encontramos de nuevo con Gary, que nos contó una triste historia. Había ido a la reunión mensual con la intención de hablarle al grupo de la amenaza de la presa y esperando que se adoptara una propuesta suya -un asunto sencillo con que se pudieran estrenar. Su propuesta implicaba quitar los montones de basura que se habían ido acumulando a lo largo de los años alrededor de una fuente situada junto al pueblo de Ferreirola. Gary calculaba que se trataba de un proyecto que debía estar más o menos dentro de la capacidad organizativa del grupo. Pero cuando llegó a la reunión con su propuesta bajo el brazo, el grupo ya estaba enzarzado en un apasionado debate. Había un tema radical en el programa: la prohibición de la producción de plásticos en todo el mundo. Después de una hora o más de furiosa polémica, durante la cual Gary intentó varias veces presentar su propuesta sin conseguirlo, la moción de los plásticos se sometió a votación.

– Fue la primera moción aprobada por unanimidad en toda la historia del grupo -dijo Gary con una sonrisa de resignación-. Hubo alguna duda acerca de cómo iban a ponerla en práctica, pero eso pronto fue olvidado cuando el tesorero se levantó para hacer un informe sobre la situación financiera. La UVA se encontraba prácticamente sin fondos: de hecho, solo quedaba dinero suficiente para invitar a los reunidos a una o dos rondas de copas. Así es que presentamos a votación disolver la reunión y trasladarnos al bar, lo que de nuevo fue aprobado por unanimidad.

– Pero ¿dónde nos deja eso a nosotros? -nos preguntamos.

– Siempre podríais probar con José Luis y su «Colectivo ecologista» de Tablones -sugirió Gary-. De todos modos, probablemente serían mucho más eficaces que la UVA.

Los del «Colectivo ecologista», nos dijo Gary, eran gente seria. Ellos sabrían cómo hacer las debidas averiguaciones, y José Luis era una figura de verdadero peso -no solo un radical de bar. Era un activista hasta la médula, un hombre grande como un oso que se ganaba la vida enseñando a aspirantes a fontaneros en Albuñol, un pueblo rodeado de un horroroso mar de invernaderos de plástico. Se había trasladado a Las Alpujarras desde Santander, e incluso después de cinco años de residencia era considerado un forastero por sus vecinos. Sin embargo, dedicaba casi todo su tiempo libre a problemas medioambientales locales y había adquirido fama de sacar a la luz proyectos urbanísticos corruptos e ilegales y fastidiarles el asunto. Sus armas eran una cierta perspicacia legal, la capacidad de penetrar las turbiedades de la burocracia y una sordera a las amenazas y los sobornos.

Tan pronto como Gary me dio la idea de contactar a José Luis, empecé a oír hablar de él por todos lados. Al parecer, el Colectivo tenía tras de sí un buen historial. El año anterior habían organizado una protesta contra un proyecto para construir una fábrica de asfalto en Tablones que, si hubiese seguido adelante, habría contaminado la atmósfera y casi con seguridad también el río. Se descubrió que los planes eran ilegales, por lo que tuvieron que darles carpetazo. Y lo mismo sucedió con el proyecto para abrir una cantera en un lugar cercano: lo que se temía en este caso era que el polvo se extendiera sobre una superficie de muchos kilómetros cuadrados de terrenos agrícolas, destruyendo árboles y cosechas. José Luis había descubierto, entre otras irregularidades, que el emplazamiento del proyecto era Patrimonio de la Juventud, mantenido en fideicomiso para los jóvenes del municipio y que por lo tanto no podía ser tocado. El santanderino había ventilado ese tema, entre otros, ante el ayuntamiento, y el alcalde lo había paralizado.

Así, con mucha curiosidad y algo de esperanza, me encaminé una sofocante tarde de verano hacia Tablones, continuando después a lo largo del cauce del Guadalfeo en busca de la casa de José Luis. No tenía una idea muy clara del tipo de casa en que esperaba que viviera un activista ecológico, pero me sorprendió un poco encontrar el patio de su vivienda de una planta rodeado de tela metálica (al parecer, el anterior propietario lo utilizaba como corral). Al otro lado de la tela metálica, una niña jugaba con unas pinzas de la ropa mientras su madre doblaba unas sábanas. La puerta estaba abierta y, sonriéndome amistosamente, la mujer me hizo señas para que entrara. Una vez dentro, seguí un rastro de humo de tabaco hasta una pequeña habitación sin ventana que constituía el cuartel general del «Colectivo ecologista y cultural Guadalfeo». Allí, encajado entre montones de libros, ceniceros y afidávits, estaba sentado José Luis, mirando atentamente la pantalla de su ordenador.

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