– Sí, lo sé. Tienes razón.
Aquella tarde bajé al lugar de la obra y la emprendí a mazazos con nuestra presa hasta derribarla. Trev reapareció al anochecer.
– Así que al fin hemos elegido la opción de crear algo bello -confirmó, mirando mi montón de escombros.
Un buen antídoto para la complejidad de la existencia es ir a poner en marcha un tractor. Un fin de semana, aprovechando la ausencia de Manolo, decidí bajar a trabajar un poco con el tractor. Comencé por arar el campo situado debajo del establo, un trozo de terreno que no había sido removido desde hacía años.
El efecto del riego y el constante pisoteo de las pezuñas de las ovejas habían dejado la superficie dura como el hormigón. Tuve que amontonar piedras sobre la cultivadora para hacer alguna marca en el suelo, pero a pesar de ello éste no hizo más que romperse en gruesos terrones grisáceos. Sin embargo, después de algunas pasadas, empezó a aparecer una tierra cultivable de agradable olor, y el trabajo se convirtió en un placer. En la parte inferior del campo hay una hilera de limoneros y, cada vez que pasaba por debajo, la chimenea echaba una bocanada de humo y una lluvia de pétalos caía sobre el tractor y sobre mí y cubría la tierra de un mosaico de color blanco cremoso.
El resoplido del tractor, las virutas de tierra que iban cortando las rejas de la cultivadora y los silenciosos torbellinos de pétalos me provocaron una especie de trance. La agricultura puede ser preciosa, reflexioné. Miré en derredor mío hacia los bancales de naranjos cuidadosamente podados, la anárquica maraña de parras junto al establo y la alfalfa espesándose para la primera siega, y me permití un suspiro de satisfacción. Es cierto que yo no era el más competente de los agricultores, y que después de años de duro y a veces agotador trabajo, no estábamos más cerca de sacar un salario decente del cortijo. Pero hay otras maneras de obtener provecho: para empezar, está el privilegio de enriquecer nuestro propio entorno -un pequeño pedacito de la Tierra, verde como un oasis y enmarcado por montañas, ríos y la transparente bóveda del cielo.
Di rienda suelta a mis pensamientos, tal vez con algo de autocomplacencia, y me puse a pensar en todas las piedras que habíamos quitado de los campos, en la tierra en sí, la cual, cada vez que la cavaba, parecía ser un poco más rica y más oscura y estar un poco más repleta de bacterias. La vida parecía ser bastante buena. Pero entonces mi ensoñación fue rota por un potente grito de Ana, que me llamaba desde la casa. Acababa de regresar del pueblo y estaba haciéndome señas desde la terraza.
Le lancé otro grito para señalarle que iba para arriba y vi cómo regresaba despacio hacia la cocina. Incluso desde aquella distancia, y a pesar de que estaba medio oculta por una masa de perros excitados, yo notaba que algo pasaba. Paré el motor del tractor y me encaminé a la casa.
Ana tenía una carta para enseñarme, que venía dentro de un sobre de aspecto oficial que había recogido de la oficina de correos. Era de la Confederación Hidrográfica y declaraba, de la manera más sencilla que permite el lenguaje gubernativo, que dado que la acequia que pertenece a nuestro cortijo no estaba registrada oficialmente, la Confederación no podría ofrecernos ninguna protección en caso de litigio. Puesto que nadie había mostrado el menor interés por disputarnos nuestra acequia -nuestra fuente de riego para el cortijo- esto nos pareció inquietante. La carta finalizaba invitándonos, caso de que necesitáramos alguna aclaración o ayuda, a visitar la Confederación en sus temibles oficinas de Málaga, y venía firmada por un tal Juan Manuel Baldomero.
Miré a Ana. Estaba claro que esto no presagiaba nada bueno, aunque no supiera decir exactamente por qué ni cómo. Ana, a quien se le da bastante mejor descifrar amenazas en clave, estaba igualmente perpleja. «Es muy raro», reflexionó. Pensaba que quizá la carta tuviera que ver con un resurgimiento del plan hidroeléctrico pero, entonces, ¿por qué no la enviaron cuando se empezó a someter a discusión el proyecto? No puedo evitar preguntarme si es que no estarán preparando el terreno para algo aún peor.
Ana se refería a unos planes que había habido durante algún tiempo para construir una central hidroeléctrica río arriba por encima de nuestro cortijo. Ello habría supuesto perforar varios kilómetros de montaña para desviar el río. Habría llenado el valle de montones de escombros, puesto en peligro todos nuestros suministros de agua y creado un potencial peligro para la salud debido a los cables de alta tensión. Sin embargo, al parecer los planes habían sido archivados hacía más de un año. No tenía sentido que necesitaran disputarnos ahora nuestra acequia para resucitarlos. Busqué a mi alrededor el sobre en caso de que contuviera alguna pista, pero había desaparecido. Porca, partiendo de la base de que los enemigos de Ana eran también sus enemigos, se había llevado el objeto ofensivo y estaba haciéndolo trizas en su fortaleza de los grifos de la ducha.
Dos días después Ana y yo nos encaminamos a Málaga para ver a Juan Manuel Baldomero. La sede de la Confederación Hidrográfica estaba en un edificio anodino de ladrillo rojo, cerca del jardín botánico de la ciudad. Nos aventuramos a entrar, tratando de no parecer demasiado temerosos. Por supuesto, el señor Baldomero no estaba; al parecer había salido a tomar café. Pero podíamos esperarle, nos dijeron. Nos sentamos en un par de sillas de madera que había en el pasillo junto a su grandioso y amplio despacho.
La puerta estaba abierta, por lo que pudimos verificar fácilmente que en efecto no se encontraba allí. Entretanto, pasaba constantemente por delante de nosotros gente con enormes fajos de papeles y carpetas, y de vez en cuando un hombre o una mujer esmeradamente vestidos se detenían y nos preguntaban cortésmente lo que hacíamos ahí.
– Estamos esperando a Juan Manuel Baldomero -contestábamos-; está tomando café.
– Claro -respondían-, a esta hora de la mañana estará tomando café.
Y diciendo esto continuaban su camino.
Ana y yo charlábamos con desgana en voz baja, como se suele hacer cuando se está esperando para ver al director del colegio o al médico especialista en el hospital. Se paró más gente para interesarse por lo que hacíamos ahí. Les enseñábamos la carta. La estudiaban detenidamente con expresión de concentración, para luego devolvérnosla diciendo: «Para eso necesitan ver a Juan Manuel Baldomero». «Eso es -coincidíamos-, está tomando café.» «Efectivamente, así es.»A medida que fue transcurriendo la mañana, empezamos a conocer bastante bien a los habitantes de la Confederación. Una parte muy importante de su trabajo parecía consistir en acarrear fajos de papeles de un despacho a otro. De todas formas, eran gente bastante simpática y, cuando nos hubieron visto por enésima vez, simplemente nos sonreían porque ya no les quedaban más cosas que decirnos.
Después de mucho rato, un personaje de aspecto muy importante vestido con chaqueta de tweed y corbata apareció por la esquina del pasillo.
– Por fin -nos dijimos el uno al otro-. Éste será Juan Manuel Baldomero.
Nos pusimos de pie para estrecharle la mano y, después de presentarnos, le mostramos la carta, a la que echó un vistazo con un aire de concentración un tanto exagerado. Después nos miró por encima de sus gafas y la volvió a leer otra vez, hasta que finalmente, enfrascado aún en la lectura de la carta, nos condujo al despacho. Nos sentamos en unas sillas de madera al otro lado de la mesa.
– Bueno, pues… -dijo quitándose las gafas-. Para esto van a tener que ver a Juan Manuel Baldomero.
– Sí, pero está tomando café -contestamos.
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