– Así es -dijo nuestro nuevo amigo-. De todas formas, podrían esperarle en el despacho. Estarán más cómodos y, mientras tanto, pueden echarle una ojeada a estos papeles.
Rebuscó un poco por la mesa y empujó hacia nosotros una carpeta verde del grosor de un ladrillo puesto de lado.
– Pero ¿qué va a decir Juan Manuel Baldomero cuando se encuentre con dos desconocidos sentados a su mesa curioseando en sus carpetas? -pregunté.
– Oh, no le importará nada. Voy a ver si lo encuentro -dijo, y desapareció por el pasillo dejándonos solos con la carpeta en el despacho.
Ya solo quedaba alrededor de una hora antes de que la oficina cerrara para el almuerzo, por lo que Ana y yo comenzamos a rebuscar con urgencia en la carpeta, contentos de ir al fin a lo esencial. La mayor parte del contenido era un galimatías absolutamente incomprensible: resmas de memorandos administrativos, páginas de gráficos y de tablas y de gráficas circulares, montañas de cartas de un «excelentísimo» organismo a otro, repletas de respetuosa estima y redactadas en la más incomprensible de las jergas. Hace falta ser un determinado tipo de persona, bien versada en las artes de la administración, para echar un rápido vistazo a un montón de ese calibre sin agobiarse. Al cabo de unos minutos los ojos estaban empezando a quedárseme vidriados. Sin embargo a Ana, que tiene alguna nebulosa titulación en Ciencias empresariales, parecía dársele bastante mejor.
– ¿Qué es lo que estamos buscando en realidad? -le pregunté, dejando en la mesa mi mitad correspondiente de papeles de la carpeta.
– Cualquier cosa sobre El Valero, los ríos y el proyecto hidroeléctrico -me susurró con complicidad-. La empresa que lo propuso se llamaba Saltos de Sierra Nevada.
– Aquí está, Saltos de Sierra Nevada -exclamé, bastante satisfecho de haber tropezado con ello tan pronto. Había todo un lote de papeles que versaban sobre el proyecto.
Nos pusimos a estudiarlos ávidamente, página tras página de permisos y pronósticos y mediciones; y entonces, hacia el final, nos encontramos con una página titulada «Acequia del Valero».
– Fíjate -le dije a Ana-. ¡Toda una página dedicada a nosotros!
Me callé y ambos empezamos a leer la página y a mirar el dibujo. Al parecer el proyecto «Saltos de Sierra Nevada» no estaba archivado en absoluto, sino que en su lugar la empresa se había echado un poco hacia atrás y estaba reduciendo la escala del proyecto. Ana y yo hicimos una pausa durante unos momentos para digerir la información.
Rompí el silencio.
– Bueno… es malo pero no tanto, ¿sabes? La central no tendrá tanto impacto sobre el río, y no será una monstruosidad tan grande… -dije dejando la frase sin terminar.
Ana no escuchaba. Estaba estudiando el reverso de la página y se había quedado lívida.
– ¿Qué es lo que pasa? -exclamé.
Mi mujer me acercó la página. Había un dibujo de una presa, con elevaciones detalladas y referencias cartográficas. El encabezamiento rezaba «Propuesta de Presa de Retención en El Cerrado del Granadino», y debajo del dibujo había una carta diciendo que Saltos de Sierra Nevada trasladaría su proyecto de central hidroeléctrica teniendo en cuenta la elevación del lecho del río ocasionada por la construcción de la nueva presa, y que no exigiría a la Confederación ninguna indemnización por esta pérdida.
Ana se había quedado callada. El Granadino se encuentra a apenas un kilómetro río abajo de nuestra casa, y lo que teníamos delante era una propuesta para la construcción de una presa en nuestro valle: precisamente la presa que yo había temido desde que compramos el cortijo. La propuesta era específica. La presa no era para abastecimiento de agua ni de hidroelectricidad. Su función era algo totalmente diferente; se trataba de un filtro para impedir que los sedimentos fluviales y las piedras llegaran hasta la inmensa nueva presa de Rules, cerca de la costa. Rules era uno de los trabajos de ingeniería de mayor envergadura que se habían llevado a cabo nunca en España, con una longitud de 900 metros y un presupuesto de 40.000 millones de pesetas.
Nosotros no éramos más que un pequeño detalle dentro de este gran proyecto, pero la hoja que teníamos delante indicaba el papel que iba a desempeñar nuestro valle. La presa de filtración de El Granadino tendría cincuenta metros de altura y sería porosa, por lo que el valle acabaría inundado, no de agua, sino de sedimentos fluviales acumulados tras la presa. Éstos se elevarían hasta la curva de nivel de los 425 metros, señalada con un trazo grueso en el mapa. La altitud que había marcada para el cerro que hay en la parte baja de nuestro cortijo era 404 metros. Podíamos perder la totalidad de El Valero.
Mientras Ana y yo nos mirábamos con incredulidad, apareció por la puerta otro hombre importante y bien trajeado con chaqueta de tweed y corbata, que se presentó como Juan Manuel Baldomero.
– Ah, están mirando el expediente -dijo-. ¿Han encontrado algo que les resulte de interés?
– Pues sí, en realidad sí que hemos encontrado algo -repliqué.
Dirigió la mirada al expediente mientras se frotaba el bigote con el dedo pulgar.
– Mmmm, El Granadino, la presa de retención.
– Está sólo un poco más abajo de nuestro cortijo -le espeté-. Con esa altura parece que la presa va a sepultarlo por completo bajo el limo. Necesitamos saber si esto va a suceder y caso de que suceda, cuándo.
– Como usted comprenderá, es un asunto de enorme importancia para nosotros -añadió Ana en voz baja.
Baldomero se frotó de nuevo el bigote.
– Bien -dijo enunciando cuidadosamente-. Ustedes hablan español, me imagino.
– Así es -dijimos.
En ese preciso momento, el hombre que nos había conducido al despacho entró y se nos acercó, uniéndose a nuestro corrillo alrededor de la mesa. Cogió el documento y echó una rápida ojeada a la página culpable. Evidentemente era algo que había visto con frecuencia.
– Bien -prosiguió Baldomero-. Tienen que tener en cuenta que en estos momentos esto no es más que una posibilidad. No se ha concedido ningún permiso y aún no está sucediendo nada.
Y pasó a explicarnos que había una serie de obstáculos con los que podía tropezar un proyecto de tal envergadura, por lo que resultaba algo prematuro preocuparse por la posibilidad de tener que cultivar bajo el agua o, ni que decir tiene, bajo el limo.
Eran unas palabras comprensivas que habrían resultado enormemente tranquilizadoras si hubiéramos podido creérnoslas. Para entonces, Ana había clavado los ojos en el primer hombre trajeado con chaqueta de tweed. Él parecía entender que su opinión también era necesaria y, de un modo ligeramente más escueto, repitió las observaciones de su colega.
– Sí, es cierto. Aún no hay nada definitivo, e incluso en el peor de los casos -el peor desde el punto de vista de ustedes- tendrían que pasar muchos años antes de que el río depositara suficiente cantidad de limo para suponer una grave amenaza para su cortijo.
– ¿Cuántos? -preguntó Ana.
Don Traje la miró desconcertado.
– Años -explicó mi mujer.
El hombre se encogió de hombros y extendió las manos.
– Eso nadie lo puede saber. El río es poco fiable. Realmente, lo único que podemos hacer es mantenerles informados. Y por supuesto, aunque no pueda darle ninguna garantía, en realidad este proyecto no debería ser un grave motivo de preocupación para ustedes.
Estos repetidos intentos por calmar nuestros temores estaban resultando cada vez más desconcertantes.
– Mire usted… -dije con un tono de voz un poco más alto de lo que pretendía. Ana me lanzó una mirada-. Mire, hemos planeado vivir el resto de nuestras vidas en este cortijo. ¿Ustedes nos recomiendan que continuemos con este plan, que plantemos árboles, construyamos, invirtamos en él nuestro tiempo y nuestro dinero? Necesitamos saberlo.
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